Los forenses abrieron el ataúd y encontraron una geografía de huesos mezclados con tierra. Hicieron los análisis médicos y determinaron que ese cadáver no era el de la agente Carla Ayala. Cerraron el féretro. Lo colocaron en la fosa y lo inundaron de tierra. El director de la Policía Nacional Civil (PNC), Howard Cotto, quien había presenciado la escena, dio media vuelta y se retiró en silencio. José Antonio Ayala, el hijo de la mujer que habían desenterrado, sintió rabia e indignación. Pero no pudo decir ni una sola palabra.
Howard Cotto caminó varias cuadras, cabizbajo, hasta llegar a la calle principal del municipio de San Francisco Javier, en Usulután. Ahí lo esperaba un pelotón de periodistas. El funcionario no habló de errores, ni fallas, ni equivocaciones. Se limitó a decir que el cadáver exhumado no era el de la agente Carla Ayala, que toda investigación tiene varias hipótesis y que seguirían indagando hasta resolver el caso. Una mujer se coló entre los periodistas y profirió una serie de reclamos. Estaba furiosa. Dolida. Indignada. Esa mujer era hija de Paula Castro Lobo, quien minutos antes había sido exhumada por un equipo forense.
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Se los dije una y otra vez. Pero no me escucharon. No me quisieron escuchar. Una semana después de enterrar a mi mamá vinieron a mi casa y les di todos los documentos de ley: permiso de enterramiento, acta de defunción, los datos de mi madre. Todo. Pero las investigaciones nunca finalizaron. Yo no me les escondí. Desde un inicio colaboré en todo lo que me pidieron. Incluso, los reté, les dije que si yo era el principal sospechoso de haber enterrado a la agente Carla Ayala que me capturaran. Pero no lo hicieron. Nunca lo hicieron.
Cuando les entregué los documentos se quedaron tranquilos, me dijeron que con eso se desvanecían las sospechas que tenían. Pero el domingo por la mañana me vinieron a decir que estaban sacando a mi mamá. Me fui y los policías no me quisieron dejar entrar. Les dije que ese pedazo de tierra donde están enterrados mis tatas es mío, no de ellos, que podía entrar a la hora que yo quisiera. El policía me volvió a negar la entrada. “No, ni mierda”, le dije. Y entré.
Desde ahí comenzó la pesadilla. Al siguiente día vinieron a mi casa y ya no me los quité de encima. Ya no los pude sacar de aquí. Me estuvieron jodiendo todo el día. Incluso, andaba un baboso que solo morder le hacía falta.
Yo les dije, una y otra vez, que se iban a tragar las palabras de todo lo que andaban diciendo. Me decían que yo era el principal sospechoso. Les hice ver que no andaba huyendo, que, lejos de eso, estaba dando la cara. Les insistí que me avisaran cuando comenzaran a excavar porque yo necesitaba estar ahí para que no fueran a meter un gato y le pusieran Carla Ayala.
Así fue como me permitieron estar en cementerio. Sacaron la caja y estaba destruida, pero eso es algo normal, porque esas cajas son de fibra y con el peso de la tierra se hunden. Un policía dijo que eso era señal de anomalías. Le dije que no hablara más mentiras, que no siguiera especulando, que abriera la caja y que comprobara que los huesos que estaban en ese lugar eran los de mi nana. Y así fue. Lo comprobaron.
Howard Cotto solo me vio, dio la vuelta y se fue. A mí no me pidió disculpas y acá a la familia no nos ha venido a pedir disculpas. Solo me vio y se fue. Eso hizo. No sé qué se cree. A mí no me importa que sea inspector, si me falta al respeto yo no me dejo.
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El rumor trascendió el pasado domingo. En redes sociales comenzó a circular que el cadáver de la agente Carla Ayala había sido localizado en un cementerio del municipio de San Francisco Javier. Un día después, el lunes, Howard Cotto brindó una conferencia de prensa donde explicó que, según información de inteligencia policial, familiares de Juan José Castillo, exagente del Grupo de Reacción Policial (GRP), habían sepultado a la policía desaparecida en ese lugar.
Cotto explicó que las investigaciones indicaban que los familiares de Castillo, quien se encuentra prófugo de la justicia, habían fingido el fallecimiento de un pariente del que no había mayores datos; y que, incluso, habían pedido a un médico un acta de defunción.
La agente Carla Ayala desapareció el pasado 30 de diciembre luego de participar en una fiesta de fin de año en el extinto Grupo de Reacción Policial (GRP). La hipótesis es que el agente Juan José Castillo atacó a balazos a su colega y luego la privó de libertad. Desde entonces nadie sabe de ella.
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Es tarde. José Antonio Ayala está en su casa, reunido con su familia, tratando de canalizar el dolor. Ahí recibe a periodistas de este medio y relata sus batallas para comprobar su inocencia y la de su familia, para demostrarle a todo un país que jamás cometió ningún delito.
Está furioso e indignado. Los movimientos involuntarios de sus pómulos evidencias su rabia e impotencia. José es el hijo de la mujer que el Estado desenterró este martes 27 de febrero. Durante varios minutos habla con vehemencia. Su relato lo cierra con una advertencia:
“Voy a tomar acciones legales y voy a sentar un precedente. Les voy a demostrar que con las personas humildes no se juega. Humildemente pero lo voy hacer. Eso es un hecho. Han pisoteado la dignidad y la de mis hermanos”.
La voz se le quiebra cuando dice esa frase. Instantes después agrega: “No tengo más que decir”.
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