Eran las cinco de la mañana. Héctor empezaba su jornada laboral y de repente se dio cuenta que salía humo de uno de los silos de la empresa arrocera en la que trabajaba. Sintió temor al darse cuenta que tres de sus compañeros estaban encerrados y no dudó en intentar sacarlos. Comenzó a subir las escaleras pero no pudo más. Los químicos del humo habían hecho destrozos en sus pulmones en pocos minutos. Cayó de las escaleras y quedó inconsciente por más de una hora.
Despertó confundido, mareado. Como pudo caminó hasta su casa y ahí su esposa, vio que no había llegado normal. Se sorprendió al pensar que había tomado tan temprano pero rápido se dio cuenta que no era así. Lo agarró, lo metió a la ducha, lo bañó y seguía igual. Casi perdiendo la vista, Héctor Marroquín manejó desde La Paz hasta San Salvador para pasar consulta. Siguieron las revisiones, exámenes y dijeron que debían ingresarlo de emergencia. Había tenido un infarto cerebral.
Cuando comenzó el tratamiento para desintoxicarlo, Héctor se rehusó a terminarlo. Estaba necio y molesto porque odiaba estar conectado a tantas cosas en su cuerpo. No lo soportaba. Parecía un pulpo, decía.
Dejar el tratamiento abonó a que el deterioro de su cerebro fuera más rápido. Ya no recordaba ni sus actividades, su hogar, su familia. Se caracterizaba por tener una extraordinaria memoria, pero había desaparecido.
Afectó a toda una familia
Sandra, hija de Héctor, planeaba tomarse unas vacaciones de su trabajo. Estaba feliz alistando maletas para su viaje a Guatemala cuando el teléfono de su casa sonó. Era su madre que le llamaba desesperada. “Hija ya no aguanto a tu padre, mucho molesta y estoy pensando en irme de la casa”. Sandra pensó que era uno de los tantos ataques de su madre, por eso le dijo que se tranquilizara y que iba a llegar a la casa por una semana para saber qué pasaba.
Al llegar a la casa, notó a su padre extraño. Un día comenzó a limpiar el cuarto donde ambos dormían. Cuando barría y limpiaba vio en medio de los colchones de la cama muchas herramientas de trabajo que Héctor había dado por pérdidas. Había dicho que se las habían robado, pero Sandra las estaba viendo completas frente a sus ojos.
Salió del cuarto y su padre venía entrando a la casa furioso y muy indignado. Le habían robado su cartera. Esa era toda la rabia que tenía. Sandra lo escuchó mientras abría el freezer de la refrigeradora y vio ahí la cartera. Supo que algo andaba con su padre. Se asustó pero trató de calmarse y de los más tranquila posible le dijo que debían viajar a San Salvador para examinarlo.
Enojado, aburrido y sin ánimos de nada. Así es como Héctor fue en todo el camino hacia la capital para pasar consulta médica. No creía que eso fuera necesario, mucho menos importante. Al llegar, el psiquiatra le hizo varias pruebas, Sandra contó todo lo que había notado, pero no le dieron un diagnóstico final.
“Tiene que hacerse varios exámenes todavía, pero desde ya le digo, creo que todo esto es delicado, pero debe diagnosticarlo el neurólogo, él le explicará”, fue lo único que le dijo.
Esas palabras hicieron eco en su cabeza. Se repetían una y otra vez, sintió un miedo horrible. Ese mismo día, Sandra fue a solicitar una cita con el neurólogo. Pasó un mes y el día de la cita llegó. Su corazón había pasado intranquilo durante 30 días. Sabía que su padre tenía algo malo en su cabeza y escucharlo era su mayor temor.
El doctor revisó los exámenes, hizo varias preguntas y comentó algo sobre el Alzheimer. Ninguno de los dos sabía a detalle de qué trataba. El doctor pidió hablar con Sandra en privado. Ella sabía que no eran buenas noticias.
“Su padre tiene una demencia alojada más que todo en el lado del habla y está presentando un comportamiento tipo Alzheimer, esto con el tiempo va evolucionando…»
Sandra no soportó escuchar más. Sus oídos se cerraron. Estaba sentada frente al doctor y veía cómo sus labios se movían pero no escuchaba nada. Asentía con la cabeza para que pareciera que estaba prestando atención, pero no era así. Había quedado en shock ante la noticia de su padre.
Era momento de salir y encontrarse en la sala de espera con su padre. Sintió el corazón acelerado, un gran agujero en el estómago, la cabeza y pies pesados. Solo quería acurrucarse y llorar, llorar hasta cansarse. Sintió cómo el suelo se movió de sus pies y de repente ya tenía a su padre enfrente, con una mirada penetrante, a la espera de noticias.
– ¿Qué te dijo ese viejo?
– Tiene presión alta y migraña, papito…
– Ya ves, y esa era la jodedera para que viniéramos
Esa noche lloró hasta que se quedó dormida. Se enojó con Dios, le reclamó, le dijo que no podía soportar más. Tenía a su hermano enfermo de insuficiencia renal, a su madre con diabetes y, ¿ahora esto? ¿Cómo era posible? Sabía que no había nada por hacer, no tenía solución. Era prácticamente una sentencia al sufrimiento.
El calvario comenzó cuando llegó el momento de contárselo a su familia. Armada del poco valor que tenía, les dijo que su padre no podía controlar lo que tenía, estaba muy enfermo. Sus hermanos y su madre no lo creían, nada de lo que estaban diciendo coincidía con el carácter autoritario, explosivo y fuerte que durante años había tenido. Nunca volvería a ser igual.
Las desgracias atacaron sin piedad
Las adversidades se fueron sumando en la familia Marroquín. Héctor, muy dolido, renunció a su trabajo porque sabía que estaba perdiendo las capacidades. No quería demostrar debilidad a los demás. Tuvo muchos accidentes de tránsito porque se rehusaba a dejar de manejar.
Las deudas aparecían por cada accidente que tenía, hipotecaron la casa para solventarlas y muchas de esas deudas fueron heredadas a Sandra.
Pasaron pleitos, gritos, problemas. Todos en casa estaban desgastados, irritados y muy sensibles por las enfermedades que dominaban en la familia. Héctor poco a poco iba perdiendo la memoria y su sentido del habla. En una de tantas consultas, es cuando Sandra se dio cuenta que su padre había olvidado hasta quién era ella.
Un día, en una de las consultas médicas, fue inevitable darse cuenta que la enfermedad avanzaba y la memoria se perdía…
– ¿Quién es ella, don Héctor?
– Mi hija.
– ¿Cómo se llama su hija?
– Es mi hija.
– ¿Pero cuál es el nombre de su hija?
– No sé.
– ¿Por qué dice que es su hija, don Héctor?
– Porque me cuida y me quiere.
Sandra se sentó tratando de asimilar lo que escuchaba y sintió cómo el dolor invadió su corazón. El Alzheimer le había quitado a su padre y nunca más volvería a ser como antes.
En 2011 murió la esposa de Héctor. El día del funeral, extrañado se acercó al ataúd, se quedó viendo y solo dijo: “¿Qué está haciendo la viejita ahí? Pero así como llegó ese pensamiento a su cabeza, así se fue. Nunca más notó la ausencia de su esposa.
Las pequeñas de la casa también sufrieron
“¡Mami, no es justo que los abuelitos de mis compañeros los cuiden a ellos y yo debo cuidar al mío!, fue uno de los primeros reclamos que la hija de Sandra le hizo por la situación de su padre.
Venían caminando al salir de una de las actividades del colegio. La pequeña se detuvo y le dijo eso, Su cara era de enojo y frustración. Apenas era una niña de nueve años con un sentimiento muy grande.
En el colegio los abuelos abrazaban y daban ánimos a sus nietos mientras hacían sus presentaciones. Ella se dio cuenta que no recibía el mismo apoyo, tampoco podía jugar con él como lo hacía antes. Héctor ya tenía bastante avanzada la enfermedad.
Sandra se sentó con la niña, le explicó por qué debía tener paciencia con el abuelito, pero parecía que eso era lo que menos tenía. Muchas veces repetía lo mismo, quería irse de la casa sin ningún motivo y contaba historias de su niñez que tenían un poco cansada a la niña. ¿Por qué no podía jugar con ella, contarle un cuento, todo como lo hacían antes? Las risas, juegos y diversión se sustituyeron por desánimos y tristezas.
De esa forma se volvió su personalidad. Callada y triste. . Un día, en uno de los controles con la psicóloga, la niña hablaba y preguntaba cosas a su abuelo. Él solo la miraba, quieto, ni una sola palabra. Una lágrima, llena de frustración, cayó en su pequeño rostro del enojo que sentía al no poder conversar con él.
Al ver eso, la doctora se acercó a platicar con ella. Luego conversó con Sandra y le habló del síndrome del cuidador. Ella y su hija estaban sufriendo por igual, solo que la pequeña no se expresaba por miedo a hacer sentir mal a su madre. Sandra se sintió destrozada, las lágrimas no tardaron en venir ni el sentimiento de querer pedir perdón a su hija por creer que ella entendía lo que sucedía.
Al cumplir 12 años, nació la sobrinita de Sandra, hija de su hermana menor Margarita. El bebé vino a ser un chispazo de luz en la vida de Héctor. Un día mientras la cargaba en brazos dijo con una mirada tierna, refiriéndose a su esposa “igualita a la viejita”. Palabras que ya nunca se escuchaban pues había perdido el sentido del habla.
Con ella jugaba, veían películas, se volvieron compañeros íntimos. Parecía que se entendían a la perfección. Pero mientras crecían juntos, la bebé también comenzó a tener problemas.
La pequeña tenía dos años y no hablaba normal. Cuando lo intentaba balbuceaba y pronunciaba palabras sueltas, justo como lo hacía el abuelo. Así fue como empezó a ir al colegio antes de los tres años. Junto con su prima, han aprendido a lidiar con la enfermedad del abuelo, haciendo que por lo menos tenga ganas de vivir y se sienta querido.
¿Cómo se vive con Alzheimer?
Son las 10 de la mañana y la casa de los Marroquín está muy ordenada. Es un espacio acogedor. Margarita es la que se encuentra en casa todo el día y es la encargada de cuidar a su padre, se ha dedicado completamente a él. Cuenta que la mayoría de días son muy difíciles.
Ella pasa pendiente de su padre, abuelos, hermano y tíos; todos delicados de salud. Hace mucho tiempo dejó de ser solo una hija, ahora es psicóloga, terapista, enfermera; se convierte en todo con tal de ayudar a sus familiares.
Ella camina hacia el fondo de la casa y trae a alguien agarrado de la mano, casi jalando. Es don Héctor, su padre. No podía lucir mejor. Usaba una camiseta beige, y pantalones café oscuro. Estaba recién bañado, se notaba en el pelo, piel y su frescura. Lentamente le ayuda a sentarse en una de las sillas del comedor y por más de una hora permanece ahí. Atento.
Todos los días Margarita hace la rutina de levantar a su padre, bañarlo, cambiarlo, cocinarle. A veces se torna complicado porque se ensucia cuando apenas se pone la ropa o hace sus necesidades fisiológicas sin previo aviso. Es un mundo que ha aprendido a conocer poco a poco y a través de los grupos de apoyo. El camino no ha sido fácil pero ha valido la pena. ¿Por qué? Por el simple hecho de que así como él aceptó el compromiso de ser padre, ahora sus hijas le devuelven ese favor.
Mientras Margarita cuenta su experiencia, su padre la mira, a veces, detenidamente, parece entender lo que está diciendo, se ríe, le causa gracia las anécdotas que su hija cuenta. Parece como si en esos momentos le agradeciera con una sonrisa por recordarle momentos especiales.
Unos juguetes están en la mesa, son unos animales de plástico con los que juegan los niños. Margarita cuenta que su padre se volvió muy travieso desde la enfermedad. Don Héctor estira la mano, agarra un muñeco y lentamente, como si quisiera que nadie se dé cuenta, se lo mete a la boca. Su hija reacciona rápido y me dice “ya ve, le dije que era travieso”.
Durante el día, don Héctor se entretiene de diferentes formas. La memoria audiovisual no la pierde ninguna persona que padezca de Alzheimer. Escucha música ranchera y ve las películas de Pedro Infante, con eso puede estar quieto, pero siempre prestándole atención.
Alrededor de la casa, hay algo peculiar. No hay ningún espejo, ni uno solo, pero tiene una razón. Él vive en la época en la que más fue feliz, Margarita dice que su infancia, en las primeras atapas contaba historias de cuando era niño pero las contaba como que hubiera sido el día anterior. Todavía vive en su niñez.
Cuando ve su reflejo frente al espejo, se asusta, pega en el espejo porque ve a una persona que, según él, no es. Ve a una persona distinta. Es parte de la distorsión cerebral. Mientras tanto, Margarita le limpia la boca con un gran cuidado de no lastimarlo.
La vida les ha puesto pruebas, pero también han a prendido a aceptar la enfermedad con el paso del tiempo. Muchas veces don Héctor de ha salido de la casa buscando la casa de su pueblo. Otras veces, caminando en la calle, corre y abraza a una persona desconocida confundiéndola con alguien más, son cuestiones que Margarita y sus hermanos deben explicar pero mucha gente no entiende o piensa que la enfermedad es contagiosa. La desinformación todavía es grande, dice Margarita.
Son situaciones que han vivido y con eso han tratado evitarlas, ahora ya saben cómo manejar las situaciones en la calle, en casa, y en todo lugar en el que se relacionen con más personas que no sepan la situación. Todos los vecinos cercanos a donde viven sabes del padecimiento porque ellos sirven de auxilio en casos de emergencia.
Don Héctor, durante la entrevista, se muestra quieto, trata de decir algunas palabras pero no se entienden. Pero sí parece que presta atención a todo lo que decimos y nuestros movimientos.
Desde hace 14 años que apareció la enfermedad, la vida de la familia Marroquín ha cambiado mucho. Todo cambia, dice Margarita. Pero mientras su padre esté con vida, darle los cuidados y el cariño que necesita es lo menos que le seguirán dando.
Este es uno de los muchos casos que existen en El Salvador. En la actualidad hay más de 30,000 personas que padecen algún tipo de demencia, de acuerdo con los datos de la Federación Internacional de Asociaciones Alzheimer.
Para 2020, estos casos se incrementarán a 46,900 en el país. Y según las proyecciones, para 2040 habrá 69,300.
Mundialmente, según la asociación Alzheimer’s Disease International (ADI), que reúne a 73 asociaciones en diferentes zonas del mundo, hay 35.6 millones de pacientes con la enfermedad del Alzheimer y se triplicaría en los próximos 40 años. Así los enfermos en el mundo serían 115.4 millones en 2050.