Ítalo López Vallecillos acaba de fallecer en un hospital de México. Es febrero. El reloj se ha detenido. Nadie sabe si es de mañana, tarde o noche. Ha muerto de pronto: un súbito dolor abdominal, un extraño hospital, una cirugía y una muerte inesperada. Todo ha sido tan repentino. Es nueve de febrero de 1986.
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La cárcel era oscura, estrecha y derruida. Estaba repleta de estudiantes, políticos y escritores. En ese mar de reos se encontraban los poetas Ítalo López Vallecillos y Roque Dalton. Habían sido encerrados en una celda de la Penitenciaría Central de San Salvador por el delito de sedición. Las autoridades los acusaban de haberse alzado contra el gobierno de José María Lemus. Otros jóvenes universitarios también habían sido capturados por participar en una serie de protestas contra el régimen del coronel y habían sido encarcelados en esa antigua prisión. Transcurría septiembre de 1960.
Cuando Silvia Castellanos contestó el teléfono de su casa, escuchó una voz suave y pausada. Era Ítalo, su novio. Apenas alcanzó a percibir algunas frases breves y precisas. “Tengo solo un minuto para hablar”, le dijo. Y luego agregó: “Estoy en la penitenciaría y quiero que vayas a la casa a traerme ropa, y toda la comida que podás”. En seguida colgó el teléfono.
Silvia se quedó perturbada, inmóvil, sin saber qué hacer. Sintió una profunda preocupación. En esa época muchos de los presos políticos eran torturados, desaparecidos o asesinados. Meditó por un instante y horas después se fue a la casa de su compañero. Metió camisas, calcetines y pantalones en una amplia valija. También guardó comida y algunas cajas de vitaminas.
No se entretuvo mucho tiempo. Salió con la maleta entre sus manos. En el camino se encontró con una compañera de la universidad y le comentó lo que sucedía. Su amiga también le confesó que su novio había sido detenido y estaba encerrado en la misma prisión. Ambas se fueron, a toda prisa, a la penitenciaría que estaba ubicada en una calle del Centro Histórico de San Salvador. Era jueves.
Cuando llegaron, el guardia las miró de pies a cabeza. Tenía el rostro contraído, mal encarado. Su mirada era de odio. Le preguntó a Silvia que hacia dónde llevaba la maleta que tenía en las manos. Ella le respondió que era ropa y comida para su novio. El gendarme soltó una risa burlona y después la interrogó con brusquedad.
— ¿Usted piensa que él está en un hotel?
— Pues yo no sé si está en un hotel, pero es mejor que sobre y no que falte – contestó.
El hombre guardó silencio y fijó su mirada con más enfado. Silvia sintió un poco de temor.
— Dígame entonces, ¿qué le puedo dejar? – preguntó.
— Llévele una mudada y lo demás me lo deja aquí – contestó el agente con un tono descortés.
Sacó tan solo una camisa y un pantalón, lo demás lo dejó adentro de la maleta. Luego caminó por un largo pasillo, custodiada por otro gendarme, hacia una celda envuelta en penumbra. Todo era oscuridad. Apenas pudo distinguir el rostro de su compañero. Este le advirtió que no dijera ni una palabra. Así lo hizo. El silencio inundó las paredes de aquella vieja prisión.
Después fueron llevados a una habitación más amplia e iluminada. Ahí pudieron conversar durante algunos minutos. Ítalo le explicó que todo se trataba de una equivocación, de una vendetta política. De forma discreta le dijo los nombres de las demás personas que se encontraban en la celda. Le pidió que buscara a sus familias y les avisara que todo estaba bien. Nadie había sido torturado, ni desaparecido, ni asesinado.
Días atrás, Ítalo había sido capturado al salir de la Universidad Nacional de El Salvador por las fuerzas policiales del coronel José María Lemus. Era siete de septiembre de 1960. Por esa fecha se habían desatado una serie de protestas populares, la mayoría lideradas por estudiantes y sindicatos de izquierda que pedían la cabeza del mandatario. El coronel llevaba cuatro años en el poder y no había cumplido algunas promesas vitales. La economía del país estaba deteriorada por la caída de los precios del café. El golpe de Estado era una bomba de tiempo.
Desde el primero de febrero de 1959, Ítalo era el director de la Editorial Universitaria “José Benjamín Cisneros”, y en 1960 comenzó a dirigir la centenaria revista “La Universidad”. Eso levantó sospechas entre los agentes de investigación de la Policía Nacional y fue capturado, finalmente, una mañana de septiembre. Fue encerrado en la misma celda donde estaba un joven poeta, irreverente, estudiante de derecho y acérrimo opositor del gobierno militarista. Su nombre era Roque Dalton.
Este último había sido condenado a muerte. Pero se salvó. La mañana del 26 de octubre, el coronel José María Lemus fue derrocado y todos los presos políticos fueron liberados por la Junta de Gobierno que tomó el poder. En las calles se vociferaba que había un nuevo gobierno y afuera de la penitenciaría una multitud recibió con euforia a todos los reclusos. Ítalo era uno de ellos.
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Una infancia en soledad
“Hay algo incompresible en este viaje que inicié sin querer,
a contragolpe, una mañana de noviembre”.
Ítalo fue uno de los que, en palabras de Roque Dalton, nació mediomuerto en 1932. El reloj marcaba las nueve de la mañana. El calendario señalaba un 15 de noviembre. Tan solo habían transcurrido diez meses de la insurrección campesina contra el gobierno de Maximiliano Hernández Martínez que acabó con la matanza de miles de campesinos, sobre todo, en el occidente del país.
Su infancia quedó impregnada en las avenidas del Barrió Concepción y en las calles de la iglesia El Calvario de San Salvador. Un árbol y una colmena de pájaros. Una colmena de pájaros y un árbol. Ese era el mundo de Ítalo López Vallecillos cuando era niño. Así lo describe en algunos de sus poemas.
Ausente. Su madre siempre estuvo ausente y eso lo marcó para toda la vida. Se llamaba Lucinda López Cuellar y murió cuando él tenía cinco años de edad. Su padre fue Renato Castello Escrich, quien tras la muerte de su esposa se marchó al oriente del país. Dejó a Ítalo con una familia capitalina, de clase media, que comercializaba muebles.
Sus padres adoptivos fueron Víctor Vallecillos y la señora Juana de Vallecillos, de quienes adoptó el segundo apellido. Su padrastro lo hacía madrugar todos los domingos para llevarlo a la iglesia del Calvario, pero a Ítalo le daba tedio levantarse temprano para ir a misa. Lo único que lo motivaba era que, de vez en cuando, se quedaba con la moneda de la ofrenda que le daba su padrastro. Eso era todo.
Pero, su nuevo padre falleció al poco tiempo de haberlo acogido y tuvo que dedicarse a la colchonería para ayudar en los gastos de la casa. Por la tarde, después de trabajar varias horas, asistía a la escuela “Joaquín Rodezno”. Ahí conoció a un niño llamado Waldo Chávez Velasco. Ambos tenían vocación literaria y participaban en distintos certámenes de poesía. Ítalo ganó su primer reconocimiento a la edad de diez años tras enviar algunos poemas a La Prensa Gráfica.
Su madrastra falleció cuando era un adolescente que recién había terminado sus estudios de básica. Otra vez se quedó solo, huérfano de la vida, sin padre ni madre. Y se mudó a un cuarto de mesón de la capital porque no se llevaba bien con sus hermanastras. Se dedicó a vender sillas metálicas y se matriculó en el Instituto Nacional “Francisco Menéndez”.
Pese a las precariedades económicas, nunca abandonó el estudio. Se volvió un autodidacta de primer orden. Los libros eran sus compañeros de fatiga. Leyó a los poetas clásicos del Siglo de Oro español y continuó escribiendo. En el instituto fue nombrado director del periódico estudiantil.
En esa época se incorporó a un grupo de jóvenes escritores que se reunían todos los martes en la escuela Normal de Señoritas “España”. El cenáculo estaba integrado por los futuros escritores Waldo Chávez Velasco, Irma Lanzas, Mercedes Durand, Orlando Fresedo, Eugenio Martínez Orantes y Álvaro Menen Desleal. El círculo literario fue denominado “Octubre”.
En 1953 finalizó el bachillerato y el ministro de Cultura, Reynaldo Galindo Pohl, estimulando su tenacidad, le otorgó una beca para que se fuera a estudiar periodismo a España. Allá conoció al poeta español Vicente Aleixandre – Premio Nobel de Literatura en 1977-, quien elogió su talento y le editó su primer libro de poemas titulado “Biografía del hombre triste”.
Regresó a El Salvador en 1955 y fue contratado por Jorge Pinto para que dirigiera el periódico que recién había fundado: El Independiente. Ahí escribían los poetas Roque Dalton y Otto René Castillo. Ambos criticaban con dureza al gobierno de Óscar Osorio y eran perseguidos. Los tres se hicieron muy buenos amigos. Durante dos años compartieron inquietudes políticas y literarias.
Una noche llegó el chófer de Jorge Pinto a la casa de Ítalo. Llevaba en sus manos un sobre que contenía una fotografía donde salían algunos jóvenes de la oligarquía salvadoreña, en una fiesta privada, en ropa íntima. La orden era que se publicara en portada. Pero, Ítalo no lo hizo porque le pareció que no valía la pena publicar algo que seguramente les costaría la vida. Concluyó que la simple publicación de una fotografía, con más morbo que otra cosa, no tenía ninguna trascendencia para el país. Esa fue la justificación que le dio a Jorge al siguiente día. Un año después, el poeta renunció tras algunas diferencias con el dueño del periódico.
Ese era el inicio de una época agitada: de dictaduras militares, persecuciones y exilios. Pero también de una época que marcaría el antes y el después de la literatura salvadoreña. La génesis de una generación literaria que rompería fronteras.
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Los poetas comprometidos
“Vino un hombre y me llevó del brazo, a la fuerza, esposado.
Me enseñó una tarjeta, un revolver y su alma.
Me enseñó sus ojos y me pidió disculpas.
Dijo que ‘cumplía órdenes’. Me habló de su mujer y sus pequeños hijos.
En medio de la pena pronunció estas palabras: ‘perdone, se tiene que vivir’”.
Días después de haber sido liberado, Ítalo regresó a trabajar a la editorial y tomó la dirección de la revista Vida Universitaria. Abrió más espacios para que jóvenes escritores publicaran y dieran a conocer su obra literaria. Pero esa no sería la trinchera más importante para la literatura de esa época. Nuevas ideas surgirían en el seno de una imprenta poco sofisticada.
Un grupo de jóvenes poetas comenzó a tocar la puerta de la Editorial Universitaria. La mayoría eran comunistas y habían estado exiliados en otros países por sus ideas políticas. Se sentían perseguidos. Eran señalados como terroristas y nadie les daba espacio para publicar sus poemas. Ítalo no solo los dejó entrar, sino que les dio trabajo. Algunos fueron contratados como correctores de estilo.
Los primeros en llegar a la editorial fueron José Roberto Cea, Manlio Argueta y Roberto Armijo. Después se sumó Tirso Canales y Alfonso Kijadurías. En ese entonces, los libros que se publicaban no tenían mayor elaboración. Todo se imprimía en cartulina y con tinta negra. Esos dos elementos eran la materia prima en aquel laboratorio de letras. No había diagramación, ni color, ni ilustración. Todo era tétrico.
Y fue entonces que Manlio le sugirió a Ítalo hacer algo más estético. Le recomendó imprimir los libros a color, con ilustraciones y en colecciones diferentes. A las revistas también había que darles una dinámica distinta. La propuesta no cayó en saco roto. Días después, el pintor Carlos Cañas era parte del equipo de editores y con sus dibujos les dio un rostro diferente a las publicaciones que ahí se hacían.
Los poetas eran lectores inagotables y escribían mucho, pero no tenían un espacio en donde publicar. Y es por eso que Ítalo decidió crear una revista literaria para difundir los cuentos y poemas que escribían. La idea fue vista con buenos ojos. Solo faltaba darle un nombre a su nueva criatura. Las propuestas fueron sometidas a una encuesta entre los mismos poetas. El nombre que más aceptación tuvo fue el propuesto por Manlio Argueta. Y fue de esa manera que la revista fue bautizada, finalmente, como La Pájara Pinta.
Esa fue la mejor trinchera para dar a conocer sus textos y hacer críticas literarias. En las hojas de esa revista quedaron inmortalizados sus nombres. La literatura de los poetas comprometidos estaba cargada de contenido social y político. Ítalo era el guía, el arquitecto, el que tomaba las decisiones finales. Su poesía era más intimista y sus ideas políticas menos radicales. Era un socialdemócrata y los otros poetas eran comunistas.
Y, sin embargo, su capacidad receptiva le permitía armonizar con las ideas de sus subalternos. La editorial era un círculo democrático donde se parían grandes ideas, sobre todo, a nivel literario. Algunas de las publicaciones incomodaban a los gobiernos militares que, después del fracaso de la Junta de Gobierno, habían retomado el poder del Estado.
Las amenazas eran constantes. En una ocasión les lanzaron una granada que estalló frente a la puerta de la editorial. Las esquirlas únicamente dejaron sus marcas en las paredes y ventanas. Pero nada detuvo a los poetas y continuaron escribiendo. Al círculo literario también se habían sumado otros escritores críticos como Roque Dalton, quien ya había salido exiliado hacia Cuba. El grupo íntegro de escritores de esa época fue bautizado por Ítalo con el nombre de “Generación Comprometida”. La principal influencia eran los intelectuales europeos, sobre todo, el filósofo francés Jean-Paul Sartre.
En el grupo existía una camaradería inalterable. Los poetas eran jodarrias y parranderos. Al mediodía salían a caminar por las calles de la capital y se iban hacia los bares de mala muerte a tomarse algunas cervezas. Sus sitios preferidos eran «El Paraíso» y la cervecería «Chipilín», la cual habían denominado con ese nombre porque de boca solo daban sopa de chipilín con huevo. Departían algunos minutos, luego regresaban a la editorial y se encerraban en la oficina de la segunda planta para evitar que Ítalo descubriera que se habían embriagado; y no era precisamente porque este los castigaba.
Sucedía que Ítalo era más organizado y metódico en su trabajo. La seriedad caracterizaba su rostro. Vestía traje formal y usaba corbata. Llegaba temprano al trabajo y se metía de lleno en la edición de libros. No frecuentaba los bares de la capital y tampoco solía embriagarse. Y no es que Ítalo fuera un viejo gruñón, al contrario, tenía buen sentido del humor y era condescendiente con sus compañeros. Apenas era dos o tres años mayor que ellos. Lo que sí hacía constantemente era motivarlos para que siguieran escribiendo.
En una ocasión lo convencieron para que los acompañara a la cervecería Chipilín. El lugar era sucio. Tenía el techo derruido y las puertas y ventanas apolilladas. Ítalo estaba incómodo, un poco inquieto y asombrado. «¿Y aquí es donde vienen a comer?», les preguntó. La respuesta fue una sarta de risas anómalas. Así transcurrían los días en la editorial. La vida se gastaba en debates políticos y literarios. Kijadurías se había influenciado por el arte de Cañas y comenzó a pintar sobre cartulina.
Un día Ítalo le pidió a Manlio que escribiera un cuento. Y así lo hizo. El resultado fue un relato de dos páginas tamaño tabloide titulado «El nombre». Se lo entregó para que lo revisara y, días después, cuando regresó para escuchar los comentarios de su editor, se encontró que las cuartillas tenían varias líneas rojas. Ítalo, que era un periodista impecable, había subrayado el exceso del uso de la palabra «que». Le sugirió suprimir algunas de esas conjunciones para ordenar la sintaxis de los párrafos.
Manlió se sintió avergonzado, con la autoestima por los suelos, pues en ese entonces ya era un poeta consagrado que había ganado distintos premios literarios a nivel nacional. Pero su atmósfera era la poesía y no la narrativa. Y, además, era su primer ensayo en la prosa y no existía ninguna razón para desanimarse. Esa fue la conclusión a la que llegó y decidió corregir el texto. Días después se lo llevó a Ítalo y este se lo publicó en la revista. El cuento desató buenos comentarios de otros literatos más reconocidos como Salarrué, padre del relato salvadoreño. A partir de ahí Manlio comenzó a apartarse de la poesía y a compenetrarse en la narrativa.
Cincuenta años después, Manlio reconocerá, en su oficina de la Biblioteca Nacional, que es a Ítalo López Vallecillos que le debe «la publicación de mi primer cuento y después lanzarme como novelista».
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Silvia y la paternidad
“Me preguntas si todavía escribo.
Si voy como antes en busca de pájaros y niños”.
Cuando Silvia conoció a Ítalo apenas tenía veinte años. Era alta, morena y delgada. Estudiaba medicina en la Universidad Nacional de El Salvador. Transcurrían los días de julio de 1959. Ella venía de participar de un congreso celebrado en Cuba. Ítalo tenía pocos meses de dirigir la editorial porque recién había regresado de España graduado como periodista. También laboraba como presentador de noticias en el Noticiero Ceteco, transmitido todos los días por un canal televisivo nacional.
Silvia había sido delegada, en la sociedad de estudiantes de Medicina, para que fuera a la editorial a promover la publicación de una revista llamada “Semea”. Una mañana llegó a la oficina del poeta y le explicó las pretensiones que tenían en facultad de Medicina. Ítalo le hizo varias sugerencias que la dejaron en blanco. Ella no sabía nada de edición, pero cumplió con las observaciones.
Por la tarde regresó con los escritos de todos los que participarían en la revista, pero Ítalo volvió a poner reparos. “Ah, no, esto no cabe aquí, ni esto acá”, le dijo. «¿Y entonces cómo hago?», le preguntó. “No, mejor voy a llegar el domingo a su casa y ahí trabajamos con más tiempo”, le propuso el poeta. Ella aceptó sin ninguna vacilación.
El domingo, a las ocho de la mañana, el poeta llegó a la casa de la joven estudiante de medicina. Le ayudó con su revista y se hicieron buenos amigos. Ese fue el inicio de una relación amorosa que navegaría entre un valle de muerte, amenazas y exilios; pero que también transitaría por un universo de nuevas experiencias y nuevos escenarios. Se casaron en 1963 y tuvieron tres hijos: Silvia, Ítalo y Víctor.
A Silvia le gustó el carácter de Ítalo. Siempre fue un hombre hogareño, de una actividad inagotable. Jamás lo vio pelear con alguien. Y si discutía, nunca elevaba la voz. A sus hijos les inculcó la lectura y la buena educación. En las horas de comida armaba debates y los obligaba a leer literatura. Por las noches se encerraba en su estudio y escribía sus poemas. A veces redactaba alguna obra de teatro o algún ensayo histórico. En esos momentos no le gustaba ser interrumpido. Era una comunión intensa, íntima, entre la literatura y su alma.
Uno de los mejores amigos de la familia era el escritor Álvaro Menen Desleal, quien durante dos años seguidos fue a cenar a la casa de Italo. En cierta ocasión, Silvia le hizo ver a su esposo que las visitas de Álvaro comenzaban a tornarse incómodas porque ya no tenían intimidad durante las cenas. La respuesta de Ítalo fue que Álvaro le había comentado que le gustaba departir con ellos porque, a su juicio, esa casa era lo más parecido a un hogar.
Al poeta siempre le gustó estar con sus hijos. En ocasiones también reunía a los niños del vecindario y les contaba cuentos. A veces los llevaba al mar y, ahí, frente al estallido de las olas, les relataba distintas historias. Los niños siempre lo escuchaban con plena atención y se perdían en ese mundo de aventuras e imaginaciones que el poeta creaba. Le tenían aprecio. Mucho aprecio.
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Bombas, exilios y editoriales
“No hay principio ni fin.
Uno y Todo es lo mismo.
La vida es el milagro entre lo vivido y lo soñado”.
Los días en El Salvador cada vez eran más agitados. A finales de los años sesentas las protestas contra los gobiernos militares se tornaban más intensas. En el año de 1968, el reconocido escritor nicaraguense, Sergio Ramírez, viajó a El Salvador para reclutar a Ítalo. Se lo llevó a Costa Rica para que dirigiera la Editorial Universitaria Centroamericana (EDUCA).
El poeta no dudó en aceptar la propuesta de su colega y convenció a Silvia para irse a vivir al país centroamericano. “Mirá, negra, fíjate que me han propuesto dirigir una editorial en San José. Acá las cosas se están poniendo muy feas, ¿por qué no nos vamos?”, le propuso a su esposa. Ella, quien tenía un pequeño consultorio en una casa ubicada en la colonia Flor Blanca de San Salvador, tampoco dudó en aceptar el ofrecimiento.
Sergio había conocido a Italo en 1964, cuando el escritor visitó San Salvador por primera vez. En esa oportunidad, Ítalo lo llevó a visitar los principales diarios del país y a los escritores más destacados como Pedro Geoffroy Rivas, Claudia Lars y a Salarrué. Se hicieron buenos amigos y, en 1968, el nicaraguense consideró que Ítalo era la persona idónea para dirigir la editorial que recién habían fundado en Costa Rica.
Allá las cosas eran diferentes. No había persecuciones políticas, ni agitación de masas, ni caos social. La vida era menos pesada y se trabajaba con más libertad de pensamiento. Ítalo publicó, en un lapso de cinco años, más de 150 libros de los mejores escritores centroamericanos de ese tiempo.
Manlio Argueta y José Roberto Cea llegaron exiliados a ese país y su amigo Ítalo les volvió a dar trabajo. A Manlio le prestó su máquina para que continuara su labor literaria. Y fue en esos años que este escribió las novelas más reconocidas de su trayectoria como narrador: «Un día en la vida» y «Caperucita en la zona roja». Esta última ganó el prestigioso premio Casa de las Américas y la primera ha sido considerada una de las mejores novelas latinoamericanas del Siglo XX.
El trabajo editorial también demandaba la comercialización de los libros. Para ello organizaban ferias y recitales de poesía. Además, los poetas solían reunirse para debatir sobre literatura. Una vez Sergio Ramírez, Roberto Armijo e Ítalo atendieron la invitación de un escritor costarricense y fueron a cenar a su casa. Después de tomarse algunos tragos, el invitante dijo que iba a leer unos poemas que le había llevado “un jovencillo principiante”. Les pidió que dieran su valoración. Ítalo y Sergio comprendieron que los poemas eran del anfitrión y se quedaron callados. Pero, Roberto Armijo se aventuró con un comentario un tanto despectivo. “¡Esos poemas son una mierda!”, expresó. El anfitrión se puso furioso y los corrió a todos de la casa.
Mientras tanto, Roque continuaba exiliado en Cuba, preparándose para retornar a El Salvador e incorporarse a la guerrilla. Era, sin dudas, el escritor más reconocido de toda su generación. Meses antes de hacer su arribo en la capital salvadoreña pasó por Costa Rica. Se hospedó en la casa de Ítalo durante algunos días. Le pidió que no le dijera nada los poetas salvadoreños porque eran muy «chismosos».
El aspecto físico de Roque era diferente: usaba lentes y bigote. También se había hecho una cirugía en el rostro y había adoptado el nombre de Julio Dreyfus. Antes de irse, le dejó a Ítalo los manuscritos de los libros «Miguel Marmol y los sucesos de 1932» y «Pobrecito poeta que era yo». Ítalo publicó solo el primer libro. Los demás fueron publicados, años después, por Manlio Argueta.
Ítalo regresó a El Salvador en 1975 para fundar UCA Editores. Ahí publicó distintas obras y forjó una fuerte amistad con el filósofo y teólogo jesuita Ignacio Ellacuría. A finales de los años setenta le pusieron una bomba frente a la puerta de su casa y le destruyeron parte de la infraestructura. El atentado ocurrió, curiosamente, días después de haber publicado la novela «Un día en la vida», de su amigo Manlio. Ni sus hijos ni su esposa resultan con lesiones, pero ese mismo día hicieron maletas y retornaron otra vez a Costa Rica. Esta vez se hizo cargo de las publicaciones de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).
La obra de Ítalo se limita a cuatro libros de poesía y dos obras de teatro. También dos ensayos históricos: una extensa biografía de Gerardo Barrios y uno sobre la historia del periodismo en El Salvador. Pero ninguno lo publicó en las editoriales que dirigió. Eso, según algunos de sus amigos, es muestra de la ética que gobernó la vida del poeta. Su poesía es intimista: la vida, el amor y lo cotidiano. Esos son los temas que aborda. En sus obras de teatro plasma un escenario social y político.
A principios de febrero de 1986 viajó a México para participar en un congreso del partido socialdemócrata Movimiento Nacional Revolucionario (MNR) del cual era uno de los dirigentes más activos. Hizo escala en El Salvador y se reunió con Ignacio Ellacuría para manifestarle su intención de regresar al país, seguir trabajando en la editorial de la UCA y buscarle una salida negociada al conflicto armado que destruía al país.
El ocho de febrero, estando en México, un súbito dolor abdominal lo llevó hasta la sala de operaciones de un hospital. Habló por teléfono con su esposa y le explicó los síntomas que lo invadían. El dolor era fulminante e intolerable. Ella temió que se tratara de una hemorragia interna y pidió hablar con la enfermera. Le recomendó sedar a su marido, pero la enfermera se negó porque el médico de turno aún no había llegado. Finalmente, Ítalo fue intervenido esa misma noche. Al siguiente día se volvió a comunicar con su esposa y le explicó que había sido operado por una pancreatitis. Ella le hizo ver que esa no había sido la mejor decisión, pero él justificó que el dolor había sido demasiado insoportable. Esa fue la última vez que escuchó su voz.
***
Una llamada telefónica. Silvia contesta. Al otro lado escucha la voz de una amiga que, con rodeos, trata de dar explicaciones matizadas con palabras de resignación y frases inconclusas. Silvia ha comprendido. Sí, el poeta ha muerto. Un largo silencio…
No. Los poetas nunca mueren.
NOTA: Para la elaboración de este perfil se entrevistó a algunos de los escritores de esta generación, al literato nicaragüense Sergio Ramírez y a la viuda del poeta. También se recurrió a fuentes documentales.