PRIMERA PARTE | Baltazar “Pelé” Zapata: las memorias de un exmundialista
En esta segunda parte de sus memorias relata cómo se enfrentó de tú a tú con Diego Armando Maradona, así como las alegrías y sinsabores de la mejor generación en la historia del fútbol salvadoreño.
Justo después de recibir la peor goleada en la historia de los mundiales, teníamos que enfrentar a los campeones: sí, a la Argentina de Kempes, Pasarella y Maradona. Sí, tuve que marcar al mejor de todos. Desde esa edad era habilidoso y corpulento, tanto así que en una disputa cuerpo a cuerpo me mandó a rodar por el césped. Con todas sus figuras, no no nos pudieron golear; el haber perdido solo 2-0 comprobó que el partido contra Hungría fue una dolorosa casualidad.
Desde el momento en que salimos a jugar contra los albicelestes sabíamos la mayor virtud del equipo era su determinación y entrega en el campo. Si no juzgue usted a continuación el proceso previo al mundial que, por cierto, por poco me pierdo.
El hexagonal rumbo a Argentina 78 fue muy complicado. Para casi todos los partidos nos llamaban una semana antes y no había preparación. Íbamos con lo que teníamos a pelearle el boleto a la poderosa selección de México. Y le ganamos en el estadio de Monterrey, 2 a 1. Pero a largo plazo encarar los partidos a la buena de Dios nos pasó factura.
Pero aun así quedamos de tercer lugar, solo detrás de Haití y los mexicanos. Yo supe que habría revancha en la eliminatoria siguiente porque se consolidó un grupo humano y una generación dorada de futbolistas: la de España 82.
Yo no estuve en ese hexagonal en Honduras, los técnicos no me llamaron. Todavía estoy preguntándome por qué. Veía los partidos por televisión y me daban ganas de estar ahí, meterme a la cancha. Me sentaba en el sillón para ver a la selecta y pasaba pateando, como si fuera uno más.
Desde el primer partido de la preclasificación no tenía ninguna duda de que íbamos al mundial. Nos rozábamos con equipos extranjeros y esos 22 jugadores no le tenían miedo a ninguna camiseta. Cuando entrábamos a la cancha nos partíamos todos. Gracias a ese trabajo y a un largo proceso que duró 10 años obtuvimos el merecido boleto que le dio tanta alegría a un país tan sufrido como el nuestro.
Al mundial por “aclamación popular”
Pasaron los primeros fogueos, las primeras preparaciones y ya había perdido la esperanza. Yo al mundial fui porque los aficionados de este país lo pidieron. Me escribían cartas, llamaban a los programas de radio a presionar, me iban a alentar cuando estaba entrenando. Hicieron de todo para que fuera convocado, y a los técnicos les tocó escuchar.
Lamentablemente el número 9, que siempre usé en la selección, ya la habían tomado, así que me tocó la camisa 14.
Acudí a la primera convocatoria sin ningún resentimiento, porque ir a un mundial es la graduación de todo futbolista. Como dirigir una nave espacial después de volar una avioneta.
Yo tuve una lesión en un entrenamiento durante la fase de preparación y viajé a España tocado de la pierna izquierda. Por eso casi me dejan, yo fui que me hice el fuerte. Me preguntaban cómo estaba y yo solo decía que tranquilo, pero la mera verdad es que sentía un punzón intenso. Ni demente les iba a decir que estaba mal. ¿No iba para un mundial, pues?
Como grupo nos prepararon bien físicamente, con trabajos especiales de fuerza y resistencia. En lo táctico las prácticas con balón eran fundamentales. Teníamos a un motivador que en las concentraciones nos inyectaba seguridad. Representaba un refuerzo debido a que esa inyección ya la traíamos desde la primera vez que defendimos la azul.
Además había una base que hoy ni en sueños existe: el gran nivel de la liga mayor de fútbol. Aquí venían extranjeros de gran calidad, no como muchos de esos brasileños que traen ahora, que a saber si los encontraron jugando en una playa de Copacabana. Todo eso hizo que a nivel de Centroamérica tuviéramos mucho respeto.
No quiero “darle paja” a nadie. Nosotros no estábamos pensando en que sería un paseo y que clasificaríamos a octavos de final. Tampoco nos sentíamos tan miserables de pensar que íbamos a ser el hazmerreír. Es que enfrentamos al campeón y subcampeón de Europa (Hungría y Bélgica, en ese orden) y a la última campeona del mundo, Argentina. La meta era entregarnos al máximo en la cancha y disputar de igual a igual. Después de todo, el juego es simple: se enfrentan 11 contra 11.
La tragedia de los 10 goles y el gol de una vida
Viajamos a España cinco días antes del primer partido, sin saber cómo jugaba el primer rival y con problemas de pago. Imagínese que se tuvo que aprobar un decreto legislativo para que nos cancelaran. Sin embargo teníamos equipo y capacidad. Nosotros estábamos con la convicción de que íbamos y no nos paraba nadie.
Llegamos a Alicante y fueron pocos los salvadoreños que nos recibieron, unos 14 creo yo. A mí al menos no me apantalló ese clima mundialista. Los que dicen que el 10-1 fue porque el ambiente nos comió están mintiendo.
Tuvimos una preocupación, que recuerdo era de todos: ¡nada de pupusas ni tortillas durante el tiempo que durara nuestra estadía!
El autobús que nos transportó al estadio José Rico Pérez de la ciudad de Alicante, para enfrentar a Hungría, albergaba distintos estados de ánimo: el optimismo del cuerpo técnico o el nerviosismo de los más nuevos que tenían las uñas por la mitad de tanto comérselas. Alguien como yo, que había jugado partidos eliminatorios, que había enfrentado a clubes élite, estaba tranquilo.
Debíamos entrar al campo 40 minutos antes para el calentamiento. Más de 33 mil personas pendientes de lo que uno hacía es ya un peso considerable. Sabíamos que conforme se acercara el pitazo inicial la presión aumentaría. Confiaba en que sacaríamos a relucir la garra, y que ese “pechito” de cada uno doblara su tamaño cuando comenzaran a sonar las notas del himno nacional.
Todo ese positivismo se derrumbaría conforme avanzaban los minutos y Hungría nos llenaba de goles. Por un momento me achicopalé pero me dije: “estás en un mundial, es hora de empezar a disfrutarlo”, quizás eso influyó en lo que pasó después.
Entré de cambio a los 20 minutos de iniciado el partido, cuando el marcador iba 3-0. No podía jugar el partido completo por mi lesión, pero como José Luis Rugamas se había doblado el tobillo giraron la orden para que calentara.
Me estaba quemando por ingresar, tanto que le arrebaté la boleta de cambio al entrenador y se la llevé al árbitro. Ni cuenta se dio. No me importó que de ser volante ofensivo toda mi carrera me colocaran más retrasado.
“Preparáte que vas a entrar. Vas a jugar por la parte derecha y le vas a tapar la salida. No te vayás mucho al ataque, solo quédate en la línea de contención”, fueron las indicaciones de Pipo Rodríguez. Desde el momento en que pisé la grama apliqué de lo siempre: disciplina táctica y partirme por los colores nacionales.
Avanzaban el reloj nada que nos levantábamos. En una jugada me “valió” apegarme al esquema. Corría el minuto 67. Ya nos habían clavado 5 así que no había nada que perder, entonces me fui al frente. El Mágico dribló a dos, los dejó mareados y tiró el centro. Alguien no rechazó bien y le cayó al Pájaro Huezo y pateó, no fue que puso el pase. Le pegó a un defensa y yo justo estaba ahí. Cuando vi que el balón venía hacia mí yo solo me detuve. Vi que el portero Meszaros venía con todo pero no quise amagar. Como siempre he dicho que no hay que andar con “quiebrecitos” en el área la toqué por abajo.
Salí gritando el gol porque no es cualquiera que anota en un mundial. Fue el mejor que metí en mi vida. Muchos de los que ahora están jugando en Europa nunca han marcado, yo sí. Me voy a morir, pero ese golito va a quedar en la historia de El Salvador.
Algunos compañeros sentían el peso de la humillación que implica esa paliza y me dijeron que no gritara el gol. Si los miles de aficionados lo habían celebrado como si fuera el de la selección de España ¿Por qué no lo voy a gritar yo? Era el consuelo de una avalancha de goles que no paraba de caernos.
Cuando terminó el partido ningún jugador hablaba. Los entrenadores nos motivaban pero era como si solo estuvieran ellos y las paredes. El portero Mora estaba cabizbajo, solo se le veía el pelo. Se oía los sollozos. Como que estaba esperando que se le fuera la vida.
Al verlos a todos así se me pasó la felicidad del gol. Nos había pasado un tren por encima y no habíamos asimilado ese trago amargo. Pero como le dije, ese grupo fue muy unido. Fue el compañerismo y la vergüenza deportiva la que nos hizo salir del hoyo para los próximos partidos.
¿Por qué ese descalabro? ¿Miedo? No. ¿Inexperiencia? Tal vez. Podríamos haber jugado mil amistosos cada uno pero un mundial es otro ritmo, otro escenario. Para mí el gran error fue la táctica empleada para enfrentar a semejante potencia.
Para jugarle a un equipo europeo así como ese había que taparle las bandas. Eran muy rápidos los chamacos esos, aunque unos sí estaban veteranos. Luego se debía poblar el medio terreno, sacrificar a un delantero y dejar arriba solo a un jugador más habilidoso, como el Mágico González. El planteamiento tenía que tener forma de embudo, donde nuestra inyección letal fuera el contragolpe.
No le echo la culpa al Pipo Rodríguez ni a Mariona. Ellos hicieron una apuesta, tomaron una decisión y no dio el resultado esperado. Siendo entrenador he cometido miles de errores, el problema fue que ellos, a mi juicio, se equivocaron en el peor momento. Y eso nos marcó de por vida.
“Si Hungría nos metió 10, nosotros les vamos a hacer 20” decía Menotti, técnico de Argentina, nada más y nada menos que el último campeón del mundo. Diego Armando Maradona dijo que solo él iba a marcar 10 goles.
No estamos hablando de una selección venida a menos. Más bien ya muchos de los que en el 78 estaban comenzando ahora eran estrellas consolidadas: “El Pato” Fillol en el arco; Daniel Pasarella, Américo Gallego, Jorge Mario Olguín, Osvaldo Ardiles, Mario Alberto Kempes, Ramón Díaz, Diego Maradona.
Nos paramos mejor tácticamente, corregimos los errores partido pasado y los controlamos. Tanto así que el gol de penal de Argentina fue una ingratitud porque Paco Jovel le hizo una entrada limpia al delantero Gabriel Calderón.
En ese partido me tocó marcar a Osvaldo Ardiles, jugador del club Newcastle de Inglaterra. Era el jugador más escurridizo de todo el terreno de juego. Trataba de cerrarle los espacios, buscaba la manera de marcarlo a distancia porque si se me iba me la tiraba larga. La única forma de detenerlo fue con barridas.
A Maradona lo marcaron Paco Jovel, Ventura y “La Chelona” Rodríguez; yo un par de veces lo tuve frente a frente, porque él en ese tiempo se manejaba por la banda derecha. Siempre lo marcábamos en relevo o lo asfixiaban dos, pero ese era un fenómeno, de otro planeta.
El “10” era muy inteligente manejar los tiempos del partido; tenía control de balón y un drible mortal en espacio corto. Además era muy fuerte. En una ocasión traté de desplazarlo pero me tiró el cuerpo y fui a dar al suelo. Su destreza con la pelota era tal que antes de recibir el balón ya sabía dónde lo iba a pasar.
Aparte de poseer una técnica ilustre, los argentinos eran recios, igual o quizás más entregados que nosotros y por eso fue un juego de choque. Recuerdo que tuve un problema con el lateral derecho Jorge Olguín. Me lanzó un “planchetazo” que case me quiebra la pierna pero yo le devolví el cariño con un codazo que le abrió la frente.
Daniel Alberto Pasarella era el capitán, un jugador respetado a nivel mundial. “Guapo, vení para acá”, me dijo. Ellos le dicen guapo a los jugadores recios. “Ya voy a llegar”, le respondí de manera irónica. Ni loco que estuviera le iba a hacer caso. El tipo era quebrado.
Con el 2 a 0 final de ese juego y después la derrota por la mínima ante Bélgica, le demostramos al mundo y a nosotros mismos que el 10-1 fue un accidente. Competir en un mundial con jugadores de tanto abolengo, con figuras consagradas en los mejores clubes de Europa es una gesta que uno de cada mil jugadores logra.
Nosotros no nos amedrentábamos, prevalecía el respeto. Al final del juego ante Argentina el intercambio de camisetas fue muy especial, son recuerdos que están siempre latentes. Intercambié camiseta con el delantero Gabriel Calderón, que jugó en equipos como Independiente de Argentina y el Paris Saint Germain de Francia.
Una generación irrepetible
Ese mundial nos marcó para bien y para mal. Creo que como grupo humano todos nos considerábamos amigos y compañeros leales. La gran mayoría compartíamos la visión del Mágico González de que el fútbol debe ser una diversión. Ahora es una máquina de hacer “pisto”.
El Mágico era muy amigo, estaba siempre alegre. En la cancha entregaba todo. En el hotel, si te ibas al cuarto con él era difícil dormir porque pasaba toda la noche viendo televisión.
“Macora” Castillo era un tremendo personaje, el bromista del grupo; portero Munguía, que Dios lo tenga en la gloria, era el más serio. Los líderes innatos eran Fagoaga, Francisco Jovel y “La Chelona” Rodríguez. En los momentos difíciles se echaban el grupo encima.
Gracias a la participación a muchos se nos abrieron las puertas. A mí el equipo español Real Murcia, donde jugó el “Macho”, me hizo una oferta. Los directivos y yo se entusiasmaron. Estaba haciendo los contactos con Eduardo Seguí, quien fuera entrenador del Fas. Todo iba bien hasta que el señor este pedía el 60% del traspaso.
También tuvimos nuestros problemas. Al volver al país muchos nos recibieron con insultos. En los equipos donde jugábamos, en cuanto nos veían llegar, decían: ahí vienen los del 10-1.
Quizás lo más tormentoso fue que a muchos compañeros la vida se les arruinó. Algunos, como Joaquín “el Chele” Ventura no tiene trabajo. Ni él ni ninguno de esa selección merece estar así. Los seleccionados que participaron de un mundial son respetados, tienen un trabajo digno o sino las instituciones ayudan. Pero aquí hasta la fecha no ha cambiado la situación.
Yo he tenido la dicha de que gracias al cariño de las amistades que dejó el fútbol trabajo no me ha faltado. Fui entrenador del Águila y de varios equipos de segunda división, y ahora trabajo en el INDES aquí en San Miguel.
Mi casa es humilde, mi carrito es humilde, vivo en un barrio humilde, y así vivo mi vida sin ningún arrepentimiento, con la satisfacción de haberlo dado todo en la cancha y que el fútbol me recompensara con la inolvidable alegría de ser el único salvadoreño en anotar en un mundial.