Son las 6 de la mañana en el Centro de Readaptación para Mujeres de Ilopango, y los ojos de Kriscia Meléndez se abren una vez más. “Un nuevo amanecer, una nueva oportunidad”, piensa para sí.
En estos años seis años que ha estado privada de libertad ha aprendido la disciplina necesaria para no meterse en problemas, no llamar demasiado la atención y obedecer las órdenes de las autoridades. Por lo que bañarse, vestirse y desayunar diligentemente es una rutina más que aprendida, casi automática.
Dos años atrás no hubiera hecho nada más que ver las paredes de su celda, aprender algún oficio o cursar algún taller de bordado o cocina, ahí en esas mismas seis manzanas de terreno con las que cuenta el centro penitenciario conviviendo con miles de reclusas en condiciones de hacinamiento. Pero no. Hoy en día para Kriscia la realidad es otra.
Desde los parlantes del centro escucha el llamado para todas las señoras que día a día están buscando reinsertarse a la sociedad a través de los proyectos que impulsa la Dirección General de Centros Penales. Kriscia atiende el llamado.
Desde hace dos años, gracias a su buena conducta, buen comportamiento y un sinfín de signos de cambio se le concedió ingresar a la Fase de Confianza.
Según el artículo 99 de la Ley Penitenciaria, la Fase de Confianza se puede acceder si se ha cumplido la tercera parte de la pena y si el reo demuestra mejoras en el desarrollo de la personalidad. En otros beneficios, le otorga a los reclusos constantes permisos de salida e incluso la oportunidad de trabajar; pero eso, en ese momento, era impensable para ella.
Su buen comportamiento por fin le había dado una recompensa. Recordó aquel día que estando aún en bartolinas la desesperación de no ver a su pequeño hijo de tres años le carcomía el cuerpo y la depresión le cayó. Recordó ese día en que el encargado del lugar le dio permiso de que le llevaran a su hijo para restablecerle la salud. Recordó esa primera noche que su hijo pasó con ella tras las rejas. Recordó las preguntas de aquel pequeño cuestionando las razones por las que debían dormir ahí y no en casa.
Recordó que su hijo ya no era tan pequeño, y a sus siete años en aquel entonces, ya le hacía llegar cartas a la prisión. Entonces, se puso de rodillas y dio gracias a Dios porque por fin podría visitarlo en casa, verlo, abrazarlo, jugar con él, cocinarle, compartir al menos un día a la semana con él en su espacio. Lo había logrado. La vida dejaba de ser en blanco y negro, regresaba el color.
El día cero
Kriscia era una joven tranquila de 19 años, tres años atrás se había convertido en madre de un varón. Apenas dos meses después de su nacimiento, el padre habría muerto. Ella, como toda mujer arrecha, le hizo frente sola contra el mundo. Su familia le ayudó y le dio la oportunidad de seguir adelante.
Por las mañanas le ayudaba a su madre a vender en un puesto que tenía en el mercado de la zona, y por las noches estudiaba en la escuela nocturna. No había mucho tiempo de andar en otras actividades, ni siquiera había mucho tiempo para los amigos, pero unos pocos, muy pocos, se colaban en su difícil agenda de madre trabajadora y estudiante.
Un día, una llamada le cambió la vida. Era un viejo amigo. Desde hacía tiempo no había tenido noticia de él. Le extraño la llamada. Contestó. Su amigo le hablaba desde un centro penal, necesitaba un favor, no era nada malo le explicaba, no es la gran cosa le replicaba. Ella aceptó.
Solo debía ir a recoger un dinero al banco. Así de simple y sencillo, eso era todo. Kriscia sintió una punzada en el corazón, sintió que algo no estaba bien, pero se dejó llevar. Su amigo la convenció. “Yo ni siquiera conocía la palabra extorsión, no sabía era, yo era ignorante en todo eso”. Y así fue, el dinero no provenía de tan buena fuente, ni iba para un destinatario tan inocente. Ella ni en cuenta de lo que sucedía tras la transacción que había hecho.
Al mes, recuerda, la andaban buscando por toda la zona donde reside. Llegaron hasta su casa. No se resistió. Su corazón repitió aquella misma punzada de cuando recibió la llamada. Entendió por qué era y no repuso nada. “No se preocupe mamá, confíe en Dios que todo va a salir bien”, fue lo único que le dijo a su madre mientras los policías la esposaban. Y eso fue todo, la vida le cambiaría para siempre.
Por miedo a represalias, nunca confesó que aquel hombre que le pidió el favor estaba en prisión. Tuvo tanto miedo que se dejó aplicar 10 años de cárcel.
En la cárcel, la situación fue dura. No solo pasó difíciles momentos debido a que había llegado al lugar por un pandillero, de inmediato la tacharon no siendo parte de ninguna estructura criminal, sino también sufrió acoso y amenazas para ella y su familia. No obstante, su fortaleza puesta en Dios la hizo soportar y actuar inteligentemente.
Cuanto más ataques le cometían, más fortalecida se mostraba y su conducta frente a las autoridades le confirió beneficios como la Fase de Confianza, y con eso la gama de posibilidades se abría frente a sus ojos.
El cambio
Luego de una larga evaluación del equipo técnico y el consejo criminológico, instancias que deciden a quiénes se les da la Fase de Confianza y quiénes pueden ingresar a un programa de trabajo, Kriscia un día hace más de año y medio fue notificada que iba a ingresar al programa Yo Cambio. Sin saber muy bien lo que le esperaba, sabía que lo mejor estaba por llegar.
Desde entonces, cada mañana al escuchar el llamado en el parlante del centro penal se alista junto a otras 14 mujeres para asistir a la fábrica de baldosas del Ministerio de Obras Públicas (MOP), ubicada en la Colonia Montecarmelo, Soyapango.
Ataviada con zapatos cómodos, pañoleta en la cabeza, jens, camiseta amarilla del MOP y una faja, Kriscia sale de Cárcel de Mujeres para trabajar de 9 de la mañana a 3:30 de la tarde haciendo ladrillos, adoquines y baldosas que luego ocupan los ciegos en las calles de la capital. “Yo no sabía que hacíamos esto para los no videntes, pero ahora me siento orgullosa de lo que hacemos porque le ayudamos a personas que lo necesitan”, menciona.
Y es que Kriscia ya lleva tiempo realizando este trabajo que podría ser calificado por muchos como pesado, incluso limitarlo y decir que es “trabajo de hombre”, pero va más allá de eso. Cuenta que el primer día que asistió al lugar fue muy difícil para ella.
“Nunca me imagine haciendo esto. Al principio yo renegaba, lloraba todos los días. Yo decía que este era un trabajo para hombres, que por qué hacían esto con nostras si éramos mujeres, que decían que nos valoraban, pero no era cierto. Eso pensaba yo, pero hoy doy las gracias porque he aprendido mucho y me gusta”, confiesa.
Mirna Aracely Vázquez, supervisora del MOP, acompaña a las 15 mujeres para darles la orientación sobre el trabajo. Explica que son tres grupos con tareas específicas: uno cuela la arena, otro hace la mezcla en la concretera y el tercero coloca la mezcla en un molde y una máquina lo compacta.
Así, una semana se trabaja con adoquín para estacionamientos, otra semana se hace un ladrillo hexagonal y la siguiente las baldosas para ciegos. La supervisora explica que estas tienen unas líneas en relieve para que la persona pueda ubicarse, asimismo hacen otras con un superficies circulares para identificar las esquinas donde pueden cruzar las calles.
Esto se ha llegado a convertir en una inspiración para las privadas de libertad, que si bien es cierto están haciendo un oficio que les permite mantenerse ocupadas, reinsertarse en la sociedad, también les permite ayudar con su trabajo a la comunidad.
Kriscia comenta que ha sido hasta una terapia, porque los días en el trabajo se hacen más cortos y ayuda a que se olviden de sus penas y se concentren en el trabajo.
Otro de los grandes aprendizajes que han tenido las privadas de libertad es el trabajo en equipo, el hermanamiento que ha surgido con todas las mujeres que están en fase de confianza, y más aún con las que se encuentran en el proyecto de baldosas.
Kriscia cuenta que uno de los beneficios que han logrado es que pueden cocinar en el lugar. “La comida más rica que hemos hecho es un gran sopón de pata, quién se iba a imaginar que íbamos a hacer cosas tan ricas aquí. Hasta atoladas hemos hecho con todo y el elote”, recuerda Kriscia saboreándose los labios.
En esa galera de más de 10 metros y con el cántico de las chicharras de fondo, disfrutar no solo del trabajo y la convivencia, sino del sol y del aire es todo un regalo para estas mujeres que han estado enclaustradas por varios años. Aunque las mujeres que está dentro del programa en este momento purgan condenas menores de 10 años.
Ada Flores es otra privada de libertad, quien lleva apenas seis meses haciendo ladrillos, pero no solo se siente agradecida por la oportunidad, sino que se siente animada, motivada y sobre todo útil. Y aunque ya solo le faltan 9 meses para terminar su condena por posesión de droga, toma su trabajo muy en serio, ya que asegura los honorarios simbólicos que les dan departe de las autoridades sirve para ayudar a sus tres hijos y a su padre.
La vida de estas mujeres sigue en construcción tal y como estos ladrillos día a día. La vida de Kriscia y estas mujeres no es ni la sombra de lo que fue al entrar al penal. Esas siete horas con su familia a la semana, ese privilegio de volver a comer lo que durante años no se pudo, ese calor calcinante que se siente un medio día bajo el sol, esa agua de lluvia helada, todo eso que estas mujeres consideran invaluable, realmente no tiene precio.
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