El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Pescado entomatado y mojitos con Gabriel García Márquez

por Lafitte Fernández


Esta es la narración de la noche en que conocí, junto con otros periodistas latinoamericanos, en un restaurante de Cartagena de Indias, a Gabriel García Márquez. Hablamos de todo, incluso de El Salvador.

Es de noche en Cartagena de Indias. Se acerca el cambio de siglo. Unos cuantos periodistas estamos ahí porque sabemos que “Gabo” es el mejor. Es un periodista de estatura bíblica.

La cita es imperdible. El anfitrión tiene cerebro, fama, imaginación, método, disciplina, pero, por sobre todo eso, posee el mejor estilo para zurcir las palabras como si atadas liberaran música.

Sus venas de escritor provocaron, muchos años antes, una literatura de marca universal. Sus venas de periodista dejaron una herencia de similar talla. Por eso, y muchas otras razones, estábamos en Cartagena de Indias.

Desde la tarde había recibido una invitación para cenar con Gabriel García Márquez. Estaba en Cartagena invitado por su fundación sobre periodismo.

Un par de semanas antes, mientras permanecía en Santiago de Chile, me invitaron para hablar en Cartagena, junto con otros periodistas, sobre edición moderna de periódicos y lo que debía ser el periodismo para el siglo que se aproximaba.

La verdad es que frente a “Gabo” no se puede ser fatuo ni vanidoso. Cualquiera se siente del tamaño de una hormiga. Todos llegamos a escuchar lo que él pensaba sobre el futuro de lo que siempre llamó “el oficio más bello del mundo”. Era obvio que nuestra opinión frente a la suya siempre sería raquítica.

Pero esa noche de poco antes de cambio del siglo, solo un desquiciado no habría querido cenar con Gabriel García Márquez. Tenía 72 años y su salud era buena. Su memoria estaba mejor. Estaba alimentada por una fuerte erudición y la lectura de varios miles de libros.

Ya habíamos pasado dos días atrás escuchando a Gabo, con los oídos imantados por él, junto a hombres y mujeres llegados de Lima, Buenos Aires, Caracas y otras capitales del continente. Éramos diez los invitados.

Comerse esa noche un buen pescado entomatado y tomarse unos mojitos a la cubana hechos con un buen ron colombiano, adelantaba al lado de “Gabo” un acontecimiento personal, extraordinario e inédito.

El «Gabo» que conocí

Todavía recuerdo el momento en el que “Gabo” entró a la sala de su fundación donde estábamos todos saludándonos uno a uno. Ese día lo conocí.

Vestía pantalón y guayabera blancos. De su hombro izquierdo le guindaba un morral hecho con mecate. Parecía un guajiro cubano con edad renacentista.

Yo esperaba encontrarme a un hombre excesivamente severo, incluso autojusticiero. “Gabo” mostraba un fuerte sentido del humor. Se reía vigorosamente. No descuidaba ningún elemento cómico.

Un bigote canoso y bien cuidado era, quizá, lo único que le quedaba de los tiempos en que no tenía, en París, ni para comerse un bocado. Aunque no le gustaba que lo trataran así, desde mucho rato atrás era un verdadero prima dona de la literatura mundial y el periodismo.

Cuando le mencioné mi nombre y le extendí mi mano simplemente me dijo: “Hola pirata…cuando leí su nombre me acordé de las historias de piratas que leía de niño». Y luego soltó una carcajada y me palmeteó el hombro.

Era obvio que recordaba las aventuras del pirata francés Jean Lafitte, liberador y héroe de Nueva Orleans. “Gabo” había leído todas las narraciones del pirata francés, como parte de su sólida energía intelectual y talento abstracto.

El día en que se nos citó al restaurante de la antigua Cartagena, donde Gabo poseía una frondosa casa, llegué desde un hotel cercano junto con Alex Grijelmo, un periodista que se volvió fanático del buen manejo del idioma, sobre todo después de escribir el manual de estilo del periódico español El País.

Alex, a quien “Gabo” consultaba con frecuencia, decía que cada vez lo veía más canoso, estoico y sólido.

El restaurante al que acudimos después de sus generosas lecciones y ataques al lenguaje periodístico chabacano y mal empleado, era una especie de casa vieja de madera levantada hacia el cielo sobre altísimos horcones.

Los largos maderos se convertían en una suerte de zancos que, hace muchas décadas, protegían a la gente de los huracanes, lluvias, vientos e inundaciones.

La casa, situada en el centro de Cartagena, parecía una antiquísima residencia de aquellas que construían las compañías bananeras estadounidenses cuando se asentaban en nuestros países.

El restaurante me recordaba las construcciones más antiguas de puerto Limón, en el atlántico costarricense.

A las ocho de la noche

Son casi las ocho de la noche y el “Gabo” no llega aún. Los dueños del restaurante y los asistentes de García Márquez susurran secretos en sus oídos. Algo pasa. No logro entender lo que dicen.

Después comprendería lo que estaba pasando: nadie en Cartagena debía saber que “Gabo” estaría ahí porque, si aquello trascendía, se reuniría una catizumba de gente en busca de fotografías y autógrafos que no dejaría en paz al escritor.

Fue por eso que a Alex y a mí nos llevaron a la parte alta del restaurante por una escalera secreta que partía desde la cocina. Debíamos subir a una sala especial sin mucha bulla. Lo hicimos casi de puntillas para que los clientes habituales no supieran que ahí estaba uno de los principales símbolos de Colombia.

Después supimos que a “Gabo” no le gustan las muchedumbres ni los palmeadores de espaldas, aunque tenía una amabilidad instintiva para la gente sencilla.

Poco a poco fuimos llegando al sitio. Ahí esperamos que llegara el “maestro” en una oscura sala donde tratábamos de evitar que algún soplón nos viera y corriera a decir que, muy pronto, Gabriel García Márquez estaría ahí como parroquiano estelar.

Lenguaje y su historia

Desde que pusimos un pie en Cartagena, nuestros anfitriones fueron proverbiales: ninguno debía pedir, formal o informalmente, una entrevista periodística con “Gabo”.

Era extraño, pero al periodista no le gustaba que lo entrevistaran. Odiaba las grabadoras porque no leen el corazón. Odiaba las preguntas tontas o necias. No le gustaba que lo pusieran a pelear. Le desagradaba que siempre le preguntaran lo mismo. Lo circular, lo rechoncho.

Eso es parte de lo que se nos dijo para justificar que ninguno debía romper las reglas que él mismo maestro imponía.

Sus colaboradores eran más quisquillosos de lo acostumbrado. Como al maestro le gusta hablar y rayar hojas de papel, cuando acaban las charlas recogen todas las tachaduras o símbolos que hicieran las manos de “Gabo”.

No querían que nadie se las llevara para después transarlas porque llevaban algún garabato del periodista y escritor y así adquirían valor histórico y económico.

Pero no estábamos esa noche en la sala donde “Gabo” nos catequizó con el buen periodismo. Nos encontrábamos en su restaurante preferido de Cartagena de Indias. Muy pronto llegó.

Entró sonriendo a una sala donde tomábamos una copa. Llegó solo. Vestía informal. La calurosa noche lo exigía. El emblema humano del realismo mágico no abandona las sonrisas a las que su bigote le sirve de cortina.

Luego nos invitan a pasar a un salón cerrado. Por esa suerte que da la vida, un organizador me sienta al frente del colombiano. Entonces, confieso, trato de acaparar la conversación. Estoy abismado, concentrado en la plática.

No recuerdo cómo empezó el diálogo, pero mi memoria grabó buena parte de la mayoría de los pasajes. Traté de romper el hielo. Pregunté una banalidad:

–Hay momentos–dije– en que se percibe que se es capaz de escribir un libro en una semana. Hay otros momentos en los que no se puede escribir ni un párrafo ¿Le ocurre lo mismo, maestro?

–Pirata–siempre me llamó pirata– a veces paso hasta un año sin escribir un párrafo. Parece que la mente se seca.

Reí. Eso lo he escuchado en otros escritores. Después nos contó un poco de su vida. De los momentos en que no tenía un centavo en París y se paraba a bailar en mesas de cafés y restaurantes y extender luego las manos en busca de algunas monedas. Otras veces cenaba lo que sobraba en algunas pizzerías.

El maestro estaba alegre. No rechazaba ninguna pregunta. Nos contó cómo siempre llevó en la cabeza “Cien años de soledad”. A su juicio, esa obra incluye buena parte de las narraciones que desde chico le hacía su abuela o su madre. Por eso es que su mamá, Luisa Santiaga Márquez, dijo un buen día: “Gabito lo que hizo fue meter en un libro lo que desde niño le contábamos”.

Esa verbalidad y narrativa familiar le estalló y multiplicó la imaginación desde sus tiempos en que vivía en Aracataca, un poblado costeño colombiano donde nació.

Esa noche solo “Gabo” hablaba. Nosotros preguntábamos. Las respuestas las escuchábamos absortos. No era cualquiera el que hablaba. Era el mejor.

El maestro conoce tan bien sus ideas que no hay pausas ni interrupciones. Nosotros preferimos no perder el tiempo preguntando tonteras que lo pusieran de mal humor.

Pregunto por escritores colombianos que influyeron en él. Para “Gabo”, América Latina tuvo un escritor mejor que él y todo el resto: Álvaro Cepeda Samudio, un barranquillero, también periodista, quien a su juicio fue el verdadero reformador de la literatura y periodismo de su país.

Cuando habló de Cepeda, le cambiaron los ojos. La cara se llenó de grietas. El ceño también le cambió. Transpiraba dolor por su muerte cuando sólo tenía 42 años. “Era mi mejor amigo”, nos dijo.

Cepeda fue quien alejó a Colombia de la literatura costumbrista en el siglo XX. Le dio un estilo urbano y original. Ahora se le considera uno de los padres del «boom» latinoamericano.

Yo no conocía la obra de Cepeda. «Cómprela», me dijo. Y la adquirí toda en una librería de Cartagena. Al día siguiente llegué junto a “Gabo” con una edición de “La Casa Grande”. Le pedí que me la autografiara, aunque esa novela no fuese suya. Entonces tomó mi lapicero y escribió: “Pirata…este fue el más grande. Fue el mejor”.

El Salvador

Después de hablar de Cepeda con atmósfera nostálgica y con genuina pena en su alma, mientras se tomaba un mojito hecho con buen ron colombiano, “Gabo” habló de sus momentos más duros. El maestro se abría. Había que prestarle atención.

Contó esa noche lo que más le dolía recordar: el hecho de que para enviar a Argentina los textos mecanografiados de “Cien años de soledad” (para que la editorial Emecé imprimiera el libro) debió empeñar las pocas joyas y hasta el anillo de matrimonio que le dio a su esposa Mercedes Barcha. “Nunca las recuperé y eso me apena”, dijo.

El maestro repasaba su vida con mucha erudición. Habló de los escritores que influyeron en él, de sus tiempos en el periodismo, de la bohemia enriquecedora y cargada de conocimiento que lograba con varios amigos suyos, en otras épocas.

En casi todo coincidíamos: el crecimiento que le causa al periodista la lectura diaria, la necesidad de aprender un buen método, la importancia de la creatividad, la relevancia de los mejores maestros, la cercanía entre la literatura y el periodismo. En fin, nadie quería que la noche acabara. Además, los mojitos y el buen ron facilitaban la tertulia. Nadie tenía cara de estar en un funeral.

“Gabo” insistía en que nunca había dejado de ser periodista. Era cierto: sus últimos libros los escribió con la exquisita técnica del reportaje periodístico.

«Maestro, debo confesarle que hay algo que me agrada: la gran literatura del último siglo la han escrito periodistas que luego saltaron a la literatura. Ese es su caso, también el de Hemingway, Vargas Llosa y no sé cuantos más», le dije.

“Pirata, no sea ambicioso. Muchos se van a enojar si dices eso”, respondió sonriendo.

De pronto se me ocurrió preguntarle sobre si había estado cerca, o al menos bien informado, de la guerra salvadoreña o de sus negociaciones de paz. Recordé su entrañable amistad con Fidel Castro y supuse que estaba más enterado de muchos otros.

“Pirata, si hablamos de ese tema, nos acabamos la noche. Ni usted ni yo dormiríamos. Hay dos hombres que saben mucho más de los asuntos salvadoreños que yo: en un momento Belisario Betancourt, después Fidel. Pero ya no es hora de llamar a Fidel para precisar detalles de la historia de El Salvador. Mejor dejémoslo así porque puedo ser impreciso y con la historia no se puede jugar”.

Era evidente que, aunque el tema salvadoreño le retorcía la lengua, esa noche no quería hablar de eso. Creo que tenía razón: la más reciente historia de un país no se resume en tres minutos.

Nadie quería que terminara la noche. De repente un mesero llegó para que autografiara una hoja suelta de papel. Afuera se oía un enorme murmullo. Parecía que pronto comenzaría una noche de carnaval.

“Diablos, vámonos y salgamos de dos en dos», gritó un colaborador de “Gabo”. Me asomé por la ventana. Afuera, en las calles aledañas al restaurante, se aglomeraban cientos de personas. Parecía un mitin público de un buen candidato presidencial.

Pero el tumulto no lo creaba ese tipo de personaje. Tampoco era noche de carnaval. Lo que ocurría era que en Cartagena había trascendido que Gabriel García Márquez estaba allí. Y cientos querían saludarlo o pedirle un autógrafo. Alguien había violado el secreto.

Entonces nos marchamos ordenadamente. A nosotros nadie nos reconocía, a “Gabo” sí.

–Buenas noches, pirata.

–Buenas noches, señor. Prepare usted bien su fuga.