Desde la creación de la Policía Nacional Civil sentí el llamado de servir y ayudar a la comunidad para enfrentar sus desafíos. Fue en 1996 cuando decidí dejar mi trabajo en ANTEL, sacrificar mi familia y enlistarme. De los 1.200 que presentamos solicitud quedamos 18, de los cuales solo 6 éramos mujeres. Ser minoría no me importó, porque desde niña me enfrenté a muchas barreras y siempre las he derribado.
Yo fui criada en un matriarcado. Mi padre murió cuando yo tenía apenas 7 años, en 1969, así que a mi mamá le toco sola la crianza en el barrio San Jacinto. Es una mujer de carácter fuerte, que imponía mucha disciplina: una mujer trabajadora. Tiene un puesto en el mercado de Santa Tecla desde hace 60 años; durante la semana se dedica a la costura y los fines de semana acude al mercado. A mí me tocaba ir con ella, no tenía sábados ni domingos libres, aunque quisiera, no me podía escapar.
Estudié mi primaria en el colegio Bautista, pero para el bachillerato me cambiaron al Instituto Francisco Menéndez (Inframen), en 1979. Ahí se vivía otro ambiente, de mucha camaradería y amistad, pero también de mucho sacrificio y renombre. Desde niña y joven la disciplina fue parte de mi vida, gracias al estudio y al deporte. En la mañana recibía las clases y por las tardes jugaba softbol, basquetbol y ensayaba con las cachiporristas. Lo que pasó fue que mi mamá nunca me dejaba participar de los desfiles porque los trajes eran muy cortos. A mí me daban unas ganas de salir desfilando, pero nunca me quejé por lo estricta que era ella. Yo sabía que el hecho de ser una estudiante dedicada, con notas de 8 y 9, se dio gracias a su forma de ser…y de vez en cuando a sus castigos.
Me agarraba con los ganchos de ropa y los dejaba bien marcados en la piel, también a veces me daba con cinchos. Una vez estábamos tuvimos un partido de básquetbol contra el rival de siempre, el colegio España.
Jugamos en la cancha Guatemala, que estaba como a cuatro cuadras del Inframen. Esos partidos siempre terminaban en cinchazos, por eso mi mamá no me dejaba ir. Cuando salí de la cancha una de las señoritas de España me dio cinchazos en la espalda. Yo corrí pero ella me siguió las cuatro cuadras sin dejar de golpearme. Cuando llegué a la casa y mi mamá me vio los cinchazos… ¡ya se imagina qué pasó, me cayeron los ganchos mucho más debajo de la espalda!
Nunca voy a olvidar mi juventud. A pesar de ser hija única, no me costaba socializar, por eso siempre busco reunir a mis compañeros de bachillerato de la generación 79. Es como transportarnos al pasado, a los partidos de básquetbol, a los campamentos: lo recordamos tal como si estuviéramos ahí.
Desde niña tuve la dicha de rodearme de la gente correcta, cada uno dejó algo en mí: un consejo, un abrazo o un libro, como el que me regaló una profesora de apellido Sea, llamado “Sé lo que quieras ser”. Fue una fuente de inspiración para el rumbo que trazaría en mi vida.
“Nunca había disparado, pero tenía pulso”
Desde afuera, uno siempre critica el accionar de la policía y piensa que puede hacer mejor las cosas estando ahí. Muchos se quedan en palabras, pero yo preferí que los hechos hablaran por mí cuando en 1996 tomé la decisión de ingresar a la PNC. Tomé la determinación de pasar de espectador a agente de cambio.
Después de salir de bachillerato, donde me gradué de técnico en analista de computadoras, trabajé tres años en el Centro Internacional de Programación de Computadoras. Luego laboré para ANTEL durante 11 años, donde me permitieron estudiar hasta graduarme de Ingeniera Industrial en la UES y la Politécnica.
Yo tenía un trabajo estable, pasaba mucho tiempo con mi familia, ganaba un buen salario. Usted se preguntará ¿Qué necesidad tenía yo de cambiarme a un trabajo donde mi vida pendía de un hilo todos los días?
Mi mamá, mis amigos y mis compañeros de trabajo se sorprendieron cuando les comuniqué mi deseo de integrar la PNC. Las compañeras de ANTEL me dijeron que estaba loca.
De parte de mi papá tengo una familia grande, somos 23 hermanos. La mayoría eran médicos y querían que siguiera la línea. Uno de ellos se empeñaba en llevarme al hospital y yo le decía que no traía nada de esa profesión. “En mi casa nunca va a haber un militar”, recuerdan mis hermanos que decía mi papá. El obstáculo familiar era grande, tanto como una muralla, pero yo ya estaba decidida.
Ya para esa época estaba casada y con mis dos hijos. “Si ellos están de acuerdo voy, sino no” me dije. En eso fui más democrática que mi madre. Ellos me advirtieron de todos los peligros que tenía la profesión, pero por suerte los pude convencer y me apoyaron.
Éramos 1.200 los que aplicamos para ingresar a la academia en 1996. Solo 18 superamos la prueba física y psicológica. Había nada más 6 mujeres.
Luego pasamos 18 meses internos, solo salíamos viernes por la tarde y regresábamos el domingo al encierro. El primer día que llegué estaba hecha un puño de nervios. Aunque siempre fui persona de orden y disciplina, para mí fue un cambio enorme, desde el momento en que se recoge el uniforme o se forma en doble fila. Nos levantábamos a trotar apenas salía el sol, seguían las clases por la mañana y tarde, y en las noches el estudio.
Todo era nuevo: aprender voces de mando, defensa personal, cursos de liderazgo. Recuerdo cuando trotábamos carretera a Comalapa. Hacíamos pechadas y el profe decía que había que sacar el temple, el coraje y la mística, mientras las manos se nos quemaban en el pavimento.
Cuando nos sentíamos sin fuerzas, algún compañero tendía la mano. Siempre hubo respeto y palabras de apoyo de ellos hacia nosotros. Esa mística de la que hablaba el profesor provenía de todos.
Nunca había usado armas de fuego, pero tenía buen pulso. Si le tiro a una piedra, júrelo que yo le pego. Eso sí, aprender a armar y desarmar arma fue mi dolor de cabeza. A veces pasaba horas sentada con el cargador y un montón de balas, solo para hacer eso. En las prácticas de correr y disparar, a campo abierto, había siluetas que aparecían de la nada: una anciana, un niño o un delincuente. Las primeras veces mataba a todo el mundo.
Cuando las pulsaciones se descontrolan
Día de entrega de diploma fue el acto más solemne del que he participado. Asistió el mandatario. Fue en el teatro presidente. Estábamos vestidos con el uniforme azul de gala. Yo quedé de quinto lugar en mi promoción y de tercer lugar en la tesis. Ver a las altas autoridades y a mi familia ahí fue un orgullo y aliciente adicional para desempeñar mi trabajo. Ya con diploma en mano todos estaban contentos.
En cuanto salí, me nombraron como segunda jefa de la delegación de Santa Ana, una zona difícil. Uno sale de la academia muy didacta, con grandes conocimientos técnicos, pero la verdadera escuela es la calle. Yo hice mis 3 meses de práctica en San Vicente; la primera vez que salí fue una misión de dos días en el volcán de Chinchontepeque. Cuando salimos me perdí y logramos la salida por Zacatecoluca.
Como mujer una siente miedo. Cuando hacemos intervenciones en las madrugadas, en viviendas y comunidades marginales no se sabe qué va a vivir. Cuando se oye un disparo de la nada, hace que la sangre le recorra y que las pulsaciones se descontrolen. Uno no sabe qué le va a salir del otro lado de la puerta.
Antes de entrar usted observa y piensa todo, hasta para dónde va a correr, no hay margen para improvisar. A veces está tan oscuro que no se da cuenta que está caminando al lado de precipicios.
Hay dolor, inevitablemente se contagia con las tragedias humanas, por ejemplo cuando se detiene a mujeres y hay que dejar a los bebés para que alguien los reciba.
Así mismo hay sacrificios. Recuerdo el primer año que tuve que trabajar 24 y 31 de diciembre. Fue en Santa Ana, nunca había pasado esas fechas lejos de mis hijos. Desde la mañana del 31 pensé que iba a pasar llorando todo el día. A eso de las 11:30 p.m. hubo un problema a la vuelta de delegación, una familia comenzó a darse con vasos y garrotazos. En lo que solucionábamos caí en la cuenta que eran 12:45 a.m., ni había reparado en el año nuevo. Ahora es diferente, ya son muchos 24 y 31 que paso con mi otra familia, los compañeros de la policía.
No voy a negar que para nosotras el trabajo sea difícil. A la luz de los ciudadanos infunde más respeto un hombre que una mujer policía. Por la misma construcción machista de la sociedad, creen de primer momento que una mujer no puede realizar esa tarea. Ahora ha cambiado un poco, porque se acostumbra ver más mujeres, o sino observe la reacción de los conductores con la policía de tránsito, ahí da más miedo ver mujer que a un hombre.
Yo tengo una forma de quebrar ese paradigma: hay que tener la habilidad para atender a un niño con voz suave, pero también darse la vuelta y pegarle un grito a alguien. Hay que ser suave cuando se tiene que ser suave y enérgico cuando sea necesario. Cuando uno va a una comunidad y ellos plantean sus quejas a la PNC hay que crear empatía. Quizás esa cualidad es la que me ha hecho llegar lejos, tan lejos como al otro lado del planeta.