El Salvador
jueves 21 de noviembre de 2024

Zoon poiesis «Estación ilímite» de Ario E. Salazar

por Redacción


El poemario cruza lindes aéreos y marítimos en remedo del agua. Cambia de nombre —de hielo, nieve a vapor...— no sólo según las temporadas.

Antes ajenas, de tanto caminar por estas calles ya conservan mis huellas.  El legado de mi ceniza.  La hojarasca arrinconada en los arriates de las aceras archiva el recuerdo.  En el asfalto sólo permanece el rastro líquido del rocío que sin prisa se precipita a toda hora.  Al ignorar las fronteras del suelo a la nube —del copo a la gota y al vapor— me comunica una llegada sorpresiva.  Recibo «Estación ilímite» (2020) de Ario E. Salazar, en llovizna tenue.

El poemario cruza lindes aéreos y marítimos en remedo del agua.  Cambia de nombre —de hielo, nieve a vapor…— no sólo según las temporadas.  A la vez, adquiere distintos apodos, de acuerdo con su estadía terrenal.  Si fluye es arroyo o río; salado se vuelve mar.  Si acaso se estanca, es laguna, lago o charco.  De precipitarse, se convierte en rocío, llovizna, lluvia, chaparrón y al ascender, nube.  Por este carácter cambiante del mismo elemento (H2O), las cosas carecen de nombre propio y también de un nombre común.  Lo común implica una multiplicación tan amplia como el «vocabulario institucional» de la lengua que lo nombra.

Ahí reside la poiesis del idioma.  De «cayó el agua» a «calló el agua», la sutil diferencia ortográfica del castellano señala un drástico cambio climático y de humor.  En su caída, la lluvia o el llanto de las nubes se disipa en el silencio celeste de su huida.  Este derecho (inter)subjetivo a nombrar el mundo inicia el poemario de Salazar en su clara vertiente aristotélica, según la interpretación mexicana variante de Alfonso Reyes.  Al ser humano lo constituye una dualidad.  El «animal político» —zoon politikon— lo completa el «animal dotado de lenguaje», zoon logos ejon en su versión original.

Ese giro transforma el postulado lingüístico lógico —la gramática universal inscrita en el ADN— en un axioma poético complementario.  La lengua ya no sólo estipula una compleja red de estructuras ascendentes.  De la composición de los sonidos-letras en unidades significantes o morfemas-palabras —categorías gramaticales— y su ensamblaje en oraciones, la lingüística no agota el idioma.  Más allá de todo ese entramado formal, la poética genera discursos metafóricos que no apuntan directamente a lo Real.  En cambio, lo evocan, lo envuelven de un halo singular que transforma su origen natural en hecho cultural divergente, tal cual el ejemplo aludido del agua (H2O).  «Llovió» equivale a «cayó el agua» como «no llovió» a «calló el agua».  «La gran agua» es «la mar», cuyas mareas y oleajes prosiguen los dictados de la Luna (Metzti) y de la «menstruación» o «lunear» (metzhuia).  «El río» delimita «en el lugar (-pan) del agua (-a-t)»: apan.

Alegoría de lo Real, el idioma exige indagar esa fase que la lingüística suele arrinconar.  A la ciencia del lenguaje —al análisis formal— la poética añade la conciencia de la lengua en su metáfora (inter)subjetiva de lo Real.  Este quehacer imaginario sería el despegue de la «Estación ilímite».  La gramática universal a endosa la metáfora universal a descubrir en una lengua tan ilimitada como el infinito de objetos y sentimientos que nombra.

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Estudia “como el árbol que no apremia su savia”. Es árbol de amate (amat) quien augura el papel (amat), la lectura (amatachia; amtaketza) y la escritura en cuaderno (amatzin). Protectores de la migraciones, los Tepehuas diseminan las aguas como la hojarasca en el otoño… / It studies «like a tree who does not press down its sap». It is an Amate (amat) tree who augurs the paper, reading (amatachia; amtaketza) and writing in a notebook (amatzin). Protectors of migration, the Tepehuas spread water like leaf litter in the fall

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Al principio es el nacer, cuando la poesía nace como el grano (-ix) del «surco» y el ojo (-ix) humano percibe la luz al retoñar del vientre.  Al salir de la caverna, el cogollo espera la limpidez.  Pero la vida se retuerce entre «pasillos» laberínticos, donde «nadie agarra una escoba» para limpiar el rastro de su suciedad.  Yo tampoco, salvo si a diario el llanto me irriga los andenes del alma.

El ideal prescribe la utopía de la unión de los contrarios.  El sueño y la razón se conjugan en la unidad que niega el «gato» al contraponerse a las tijeras divisorias.  La unidad felina guía la razón a determinar el ensueño, viceversa, aconseja a la pesadilla a dictar la lógica.  Gracias a este objetivo integral, el poeta encuentra un prado de «tulipanes».   La flor (Anthos) lo limpia y le otorga «un nuevo ser».  Acaso ahí halla su contraparte femenina quien «me cobija en su respiración» y «a través de sus ojos» se deleita en «veleidades decadentes».  A la lectura de determinar el enigma de la levedad y del deleite.

Sin embargo, esos «ojos» también remiten a la «memoria» de la víctima.  Bajo el atuendo del «venado» recorre el «borde del abismo» donde demarca una «senda sin ayeres».  Ya se sabe que mientras la historia académica oficial se dedica a suprimir archivos, la política actual la remeda al enviar olas migratorias hacia el extranjero.

Ante tales sucesos, Salazar recurre al «psalmo» el cual quema dura —es «quemadura» «que madura»… (X. Villaurrutia)­— del «corazón» como emblema del sentimiento.  De su asiento —»el suelo»— brota una hélice en ADN que enlaza el amor a la muerte, el día a la noche.  Nueva conjunción de los opuestos.

Persiste el amor al «sinfín de mujeres» que sufren la violencia viril sin cese.  Es sabido que antes de acuñar el concepto de «acoso sexual», el poder masculino lo ejerce el «derecho de pernada» hasta la primera mitad del siglo XX.  La historia académica oficial se encarga de acallarlo, al tildarlo de «fantasía».

Casi arrodillado, Salazar lee la «última epístola» de San Romero de América.  Su devoción le inspira restituir un «país robado», ya que el «rezo» convertiría el «sufrimiento de Jesucristo» en resurrección.  Ojalá.

Nueva figura, el «saltimbanquis» ofrece la imagen del transcurso poético.  En un mundo recortado, la objetividad depende del objetivo.  Pero en la «era nuestra» también existe la improvisación jazzística que rige los saltos sesgados en «caracola de Dios».  Tal es la «convicción en agonía» en un «país bovino» que confunde el proyecto lógico y la proyección del ensueño.

Contrario al ju-Ego poético, al asalariado se le impone un ritmo regulado por el reloj sin alternativa.  Tal es la herida de su holocausto, carente de espontaneidad.  Sólo el «vos despiadado» desafía ese propósito férreo al demoler y «burlar al diablo», a ese destino unidireccional evolutivo.  Quizás las «monedas de agua» y las «luciérnagas» apoyen su nuevo rumbo.

Para lograrlo, debe enfrentar la «tarántula».  Imagen de la «muerte» —»semilla (-ix) seca»; ojo (-ix) ciego— intuye la «tristeza» de la «vida» como un «estanque inmóvil».  Su fluidez de río —de risa fluvial— sólo se la concede la desnudez de la palabra.  Quizás también la encuentre en «el ayer» que motiva «meditaciones» y «labra testimonios».  La vida es un paso aligerado que —como «el polvo»— augura el viaje y la luz matinal que entra por «las ventanas».

También le otorga la esperanza pensar en «la niña» ingenua, cuya «pala» vaticina el futuro de un «árbol».  Ese jardín del anhelo vive «dentro de mí» que anticipa la presencia de su pareja.  Ese conocimiento de sí —de la Otra en sí— supera cualquier saber «guisado para la academia».

La solución es vivir el instante.  «Tomar» a diario «un tramo…de la dicha», hasta hacerse partícipe del «cielo ilímite».  Acostado en la «grama», el poeta se proyecta en «nube».  Se vuelve «burbuja de luz», mientras su «ingenio» quijotesco fluye en «cascada» y en riachuelo.  Como el aire, la poesía que le otorga ese vivir no se halla a la venta.

Más que entregarse al comercio, cuenta rescatar las «palabras raras» de la niñez perdida.  Aquellas que nombran los naranjales y cafetos de su madrugada en el trabajo a destajo.  Pese a los días como «frutos necios» y «racimos pesados», la presencia de «tus manos» alivia el pesar.  Asimismo, lo anima el recuerdo del volcán donde la poesía reconoce sus antecesores literarios.  Empero, al cerrar el ciclo, la «sombra» anuncia el balance de las transformaciones, entre el día y la noche, entre la tierra y el «cielo».

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«Estación ilímite» prosigue el trayecto literario de Salazar como poeta, luego de «Arioficciones» (1997) y «El amor de los padres y otros poemas» (2014).  En saltimbanquis jazzístico recolecta sentimientos y recuerdos.  Narra los altibajos de su vivir a diario, entre el cenit de la alegría y el nadir de la tristeza.  Evoca quizás ese «arco de los años» que le inspira W. H. Auden al inicio.  En ese vaivén la vida es un péndulo no sólo de vivencias personales.  También la voz íntima del poeta la completas «tú/vos», tu voz.  Indefinida, queda a la lectura descifrar la incógnita.  A saber cuál nombre recibe esa persona que com/re-parte el ciclo de sus días.  En péndulo constante, el diálogo poético exige la presencia de otra voz.  Quizás la lectura misma en su interpretación «ilímite» o…  Sea cual fuere la respuesta, perdura el ideal del gato quien anhela prohibir las tijeras, esto es, toda línea divisoria entre hablante-escritura y oyente-lectura, entre amante y amada.   Habría una alianza entre el hombre y la mujer, unidos contra la violencia sexual y de género.  Desde el inicio, hay un llamado a la semilla-ojo (-ix) a procrear visualmente el Mundo, en conjunto por la mirada atenta.