El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

Duro como Mármol (VI y último)

por Redacción


El relato "Duro como Mármol" lo escribí en 1987 cuando trabajaba de "vendedor ambulante" para Wagon Lit, la compañía que distribuía bebidas y alimento en los trenes franceses de la SNCF. Describe una anécdota del encuentro con dos figuras míticas de El Salvador —Miguel Mármol y la Siguanaba— durante una espera solitaria en un tren vacío en el puerto de Calais.

En una curva cuya pendiente se aproxima al barranco, salté. Pero no de pie, para no levantar sospechas, sino en rollo; como un tamal en rulo envuelto, rodé hacia abajo de la cuesta. Tuve la suerte de poder asirme a un árbol, lejos ya de la mirada de mis perseguidores. Apenas me demoré un instante de reposo, con el fin de apretar con desahogo los moretes del descarrío. Fue entonces que me di cuenta del rozón. Temeroso de una acometida, corrí en sentido contrario. Seguí la cañada, desmontando el barranco hasta llegar a un río que se encontraba en el fondo. A pesar de mi agitación medrosa, me encantó descubrir ese lugar cuyo nombre evoca al mono. Tres pozas se sobreponen, cada una de ellas representa una edad distinta. La menor, arriba, en la sección más prominente, se haya rodeada de un farallón de yeso, blanquecina sustancia húmeda, que encierra en sus entrañas millares de pececillos y hojarascas a medio petrificar. Bajé la larga y delgada cascada en aras de una zambullida y una siesta oculta de cualquier intruso. Cercado de un paredón de coloridos estratos de duro mármol, las aguas revueltas, turbias como el fango, aconsejaron mi propio descenso a la última poza. Pulida en la roca, cual diamante incrustado gracias al persistente repiqueo de un cincel ancho y corto, yacía un traslucido manantial. Nadé, como chimbolo, varias horas, hasta que en búsqueda de un refugio nocturno seguro, divise una cueva encumbrada en un declive vecino. Lo escalé, bordeando la maleza, entre chufles y chichicastes. Su entrada me pareció sombría, colmada de una lúgubre oscuridad. No obstante, su orientación poniente me permitió internarme unos pasos. Su húmeda tranquilidad y un espeso colchón de guano, me trasladaron a un profundo sueño.  No puedo afirmarlo con certeza, pues la semi-inconsciencia, que produce la fatiga y el letargo adormecedor, rara vez dejan lugar a la lucidez de espíritu. Algo me removió en la madrugada; un ruido, no, un canto agorero se confundía con el chasquido de la piedra y el flujo de las aguas. Torné mi vista hacia la poza más límpida y admiré con frescura una silueta morena, deslumbrante de luz. “Es el espejo de la luna”, me repetí.  Pero luego, me percaté en mi memoria y un escalofrío pavoroso recorrió por entero mi cuerpo. Quise correr, alejarme de ese lugar nefasto. Más al disponerme a alzar mi figura, una voz ronca, un escabroso vibrar en eco, resurgió de lo más profundo de la cueva, como si me hallara apostado en la boca de una bestia. Asido a una piedra con la izquierda, pues el fuerte viento me impulsaba hacia afuera, escuché el vozarrón, al tiempo que me restregaba con la derecha para quitarme el estiércol viscoso. “No temás, Miguel, vos sos de los nuestros, de la misma estirpe”, insistió con fortaleza. “Ella no juega con los vencidos, sino con los vencedores, para convencerlos; de acuerdo a ellos, desde su óptica engañosa, su horrenda apariencia se vuelve realidad. Empero, vos, acertás dirigir tu vida en beneficio de su prole merma. Dormite, descansá sin asombro, pues mañana te espera una nueva jornada”. Una gruesa frazada de freza me cubrió en su manto de noche. Recosté mi cabeza y pude oír todavía el alargado canto de lamentación que decía: “Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos, del todo nos vamos ya a perder”. Entonces comprendí el presagio, la rebelión había fracasado.

— ¡Oooh!, ¡oooh!, vendedor ambulante — me llama como agitando animales en un corral, al revisor del tren. Anda, muévete, rápido, alístate, nos vamos en cinco minutos. Arregla tus cosas, en lugar de estar ahí divagando. Me apresta a terminar de color la mercadería en el carrito.

Y yo salgo disparado, nervioso de comprobar que algunos compartimientos contiguos están repletos de gente. Me dirijo al mío, ordeno las hieleras, acomodo las cervezas y gaseosas frescas, instalo la cafetera llena de agua caliente, en la parte más prominente del carrito, dispongo la moneda suelta en vasos de plástico. Listo ya a circular por los corredores que atraviesan cada vagón a lo largo, cierro el compartimiento con llave, inicio la tonada de la letanía habitual: té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas.

Recorro el primer vagón con ligereza, sirviendo sándwiches y gaseosas en acopio, ya que el calor del verano y la hora de la cena acuden en mi favor.

Luego, llego a los compartimientos de primera clase, más holgados y amplios, pero, sobre todo, con menos apretujones. Y me detiene ahí una voz femenina, que, sentada al lado de la ventana, al extremo opuesto del corredor, levanta la mano para llamar mi atención. Deslizo la puerta corrediza con cuidado, no sin antes empezar un escrutinio detallado de su figura.

Desde el primer vistazo me impresiona, sobremanera, su hermosura deslumbrante. Y, en seguida, la puerta abierta, y al vernos de frente, aduciendo a su llamado, se grava aun más en mí la delicadeza de sus gestos, sus facciones finas y delgadas.

— ¿Desea algo? —le pregunto con un tono dulce que deja traslucir una amabilidad rayana de un tratamiento meloso.

— Sí, ¿podría servirme un café con leche?, por favor— me responde con la misma parsimonia y cortesía desbordante.

— ¿Me permite? —antes de servírselo voy a instalar la mesa plegable para poner el café.

Despliego la mesa que se halla a su frente, la cual la obliga a desdoblar la pierna para darle sitio a tan bajo acomodo.  Yo aprovecho el instante para recorrer con mis ojos su cuerpo entero. Y su piel morena se me figura de un mate tan intenso que brilla, incluso, ante el escaso resplandor del crepúsculo.

Y escalo paso a paso ese cuerpo delgado de hojarasca, con la lasitud de quien pasea por un quebrado paisaje de vegetación frondosa. Me invade el sentimiento de vagar, sin rumbo fijo, a las orillas del lago de Jaltepeque, bajo la sombra tibia de sus manglares, de deslizarme a nado paulatino en el remanso de sus aguas. Y mi corazón palpita los destellos del sol tropical, ya que no son mis ojos los que avanzan cautelosos a través de su figura, sino las yemas de los dedos se escurren, acariciando hasta el último declive de la superficie completa de su cuerpo desnudo. Y como si ella se hubiese doblegado ante la simple mirada firme de mis ojos inquisitivos, exploro declives recónditos. Y en el ascenso, la palma se amolda sigilosa a cada una de sus suaves ondulaciones. El corazón parpadea con insistencia, y de la piel sencilla por las estrías del roce continuo, aflora una ligera escarcha del rocío vespertino.

— ¿Quisiera algo más? —inquieto en titubeo, no tanto por la costumbre del impulsar el consumo, sino por el deseo de dilatar ese instante de intercambio­­—. ¿Un kake con frutas, un pastelillo?

—No, con el café me basta, muchas gracias.

Me observa con una mirada intensa, que no se desprende en un segundo con la mía. Y ahora son los dedos que se deslizan entrelazados alrededor de su larga cabellera negra. Sintiendo su espesor, remuevo varias hebras lacias entre mis manos, sobreprendido de contemplar el contraste de sus amplios ojos claros con lo trigueño de su piel. Me hundo en su tenue sonrisa sonrojada, que en rima a sus uñas bermejas, se contrapone a un elegante vestido de luto parisino. Un escote discreto deja apenas entrever unos senos medianos, firmes y rectos. Embebido de asombro, el agua de la cafetera sigue brotando a borbollones hasta llenar por completo la taza. Esta reboza de agua hirviendo y mi mano izquierda que la sostiene, recibe una ligera quemadura.

— Ya arruiné el café—le comento al comprobar que, absorto, he servido mucha más agua de la cuenta. Bueno, le prepararé otro.

Ella no me contesta sino con una ligera sonrisa de complicidad, que denota su imagen del percance.

Advirtiendo que el contratiempo es debido a ese ímpetu exigente de rondar su figura, de reconocer palmo a palmo, cada recodo de su silueta, prolonga su sonrisa artera, en invitación cortés a tomar asiento frente a ella. Yo coloco el café en la mesa y como si una imagen me atrajera con fuerza magnética, me siento a encararla, unos segundos nada más.

Y ella se vuelve oscura, misteriosa, noche estrellada, sin luna, de noviembre, vasta. Delicadeza de esponja, coral marino, orquídea nocturna, en despliegue fugaz de sus pétalos coloreados. Tórrida presencia que me invita, con un ademán de su mano ondulada, a permanecer largo a su lado. No precisa de palabras, ni de expresión alguna, le bastan gestos, muecas y un ligero cruce de piernas, para insinuar, con evidencia, su aceptación por mi estadía.

—Quédese, parece musitar con una respiración entrecortada, y con un soplo que se suspende, alargado, en cada sílaba, acentuando aun más el ruego. Y yo convencido, casi, de quedarme un momento, me acomodo flácido en el asiento. Vago, entonces, entre playas de oscura arena, densa, bruñida; desviada, solo, mi atención, por el torrente de olas de aquel Pacífico tumultuoso. Y descanso allí, a la orilla de los manglares, siempre, a la bocana del Jiquilisco.

Solo una idea loca se arremolina en mis sienes, perturbando de pronto mi vigilancia. Recuerdo la plática con Don Miguel y vibra un eco intermitente en mis adentros; él me impulsa a continuar la marcha. Vos no sos sino uno de los guanacos errantes de este siglo. Sólo sos un guanaco errante. Sos sólo guanaco. Sos solo. Y como si un estruendo, un estallido fulgurante me removiera del asiento, me pongo de pie y en callada disculpa, le digo.

—Perdón, tengo que irme a seguir vendiendo— inclino la cabeza en señal de reverencia y camino hacia afuera del compartimiento, cerrando la puerta al salir.

Un rostro de insatisfacción y tristeza me sigue con la mirada.

Té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas. Prosigo la venta al ritmo del son acostumbrado. Té, café, choco, jajajaja… y una risa desenfrenada, declamando la demencia, resuena en el vagón entero. Y su intensidad hace que las compuertas de vidrio vibren, como castañuelas rebotando. Y yo, asido firme al carrito, tiemblo, nervioso, mientras un escalofrío me penetra hondo, acompañado de un ligero sudor helado, que gotea el temor de mi frente.

Aterrado grito con desesperación: ¿Era ella?

Té, café, chocolate, sándwiches, bebidas frescas.

PARTE I: Duro como Mármol 

PARTE II: Duro como Mármol 

PARTE III: Duro como Mármol 

PARTE IV: Duro como Mármol 

PARTE V: Duro como Mármol 

Miguel Mármol VI