Entre caminos de tierra y una tormenta que no daba tregua, donde la única luz provenía de los relámpagos que cortaban el cielo, avanzábamos. Los rayos retumbaban como tambores de guerra y el viento azotaba los árboles, haciéndolos crujir como si algo los desgarrara.

Un equipo de DIARIO1.COM se adentró en las oscuras veredas de Quezaltepeque, entre cientos de hectáreas de cafetales. La noche nos sorprendió en el camino con lodo, los desvíos y el clima convirtieron el trayecto en una travesía hostil, como si el mismo lugar intentara impedir nuestro paso.

Llegamos finalmente a la finca “14 de marzo”, un terreno extenso escondido en las faldas del volcán de San Salvador. Allí se alza “La Casona”, una vivienda tan imponente como sombría, envuelta en historias que hielan la piel. Según los lugareños, perteneció a Norberto Morán, un terrateniente que, se dice, obtuvo su vasta riqueza tras hacer un pacto con el diablo.

La construcción es amplia, con puertas de madera maciza y ventanales que alguna vez dejaron entrar la luz del día, pero que ahora solo reflejan sombras. Al cruzar el umbral, un estruendo sacudió el ambiente, un rayo cayó cerca, tan violento que pareció una advertencia.

Don Miguel, nuestro guía y conocedor de las leyendas locales, tropezó al subir las escaleras principales. Cayó justo frente a nosotros y, mientras se incorporaba con dificultad, murmuró “Eso significa que no somos bienvenidos… Quizá están enojados”.

Dentro, el ambiente era denso. En una habitación pequeña, Don Miguel nos mostró una esquina manchada en la pared, señalando que ahí hacía sus pactos con el diablo.

Las paredes están cubiertas de telarañas, y el aleteo de murciélagos interrumpía el silencio con sobresaltos. En cada puerta, una letra grabada con detalle adorna los marcos. Se presume que forman parte de un código oculto o un ritual que Morán selló como parte de su trato oscuro.

En los grandes balcones, aún majestuosos a pesar del deterioro, los vecinos aseguran haber visto la silueta de Norberto caminando por los pasillos. Nadie sabe exactamente cuándo murió. Solo se cuenta que desapareció tras atrasarse en una de entrega… un sacrificio que, según la leyenda, debía cumplir para mantener su pacto con las sombras.

La cocina emana una sensación opresiva. Varios del grupo aseguraron haber percibido un olor a carne quemada. Uno de ellos, visiblemente afectado, afirmó sentirse observado desde el primer momento en que entramos. La tensión era notable.

Desde finales de los años 70, el señor Manuel Castillo ha trabajado en la finca como cuidador y ha visto pasar a distintos propietarios. Recuerda que, en tiempos de guerra, soldados pidieron hospedarse en la casa, pero no aguantaban más de una noche, ya que algo no les permitía dormir.


Don Miguel nos confesó que evita entrar a la casona de noche, expresando su rechazo ante ello, “yo solo entro de día. En la noche prefiero no acércame”, detalló con viendo la casa desde fuera.

Uno de los visitantes frecuentes de Morán era un miembro de la familia Guirola, una de las más influyentes del país, lo que alimenta aún más el misterio que envuelve al lugar.

Al momento de salir de la casona, la lluvia seguía golpeando el techo como si el cielo mismo quisiera advertirnos algo. Cada paso hacia la salida se sentía más pesado, como si el aire se volviera espeso. Nadie hablaba. Solo se escuchaban nuestros propios pasos, el eco en los pasillos y, quizás, algo más detrás de nosotros.

Saliendo de la residencia había un frío que nos envolvía, pero era una sensación distinta, una que no viene del clima, sino de adentro, de saber que estuvimos en un lugar donde las reglas parecen otras, donde lo racional se quiebra.

La Casona permanece allí, imponente y sola, recogiendo años de mitos, relatos escalofriantes y presencias que se niegan a irse. ¿Sigue allí el espíritu de Norberto Morán? ¿O acaso lo que ronda entre sus muros es algo aún más antiguo y perverso? Y aunque nadie lo diga en voz alta, los habitantes de la zona sabe que hay algo que aún permanece entre sus muros.
