Una de las tradiciones más antiguas y desafiantes del distrito de Santa María Ostuma, en La Paz Centro, es la preparación y carga de “las palancas”. Se trata de una práctica ancestral que los habitantes reconocen como una herencia transmitida por sus bisabuelos, que se mantiene viva generación tras generación, aunque nadie puede precisar desde cuándo se realiza.


Antonio Aguilar, quien tiene 70 años de edad, expresó que la tradición es muy antigua en la localidad. «Cuando tenía como 10 años mi bisabuelo me dijo que él, desde pequeño, hacía la tradición. Así que no se sabe cuándo empezó, solo sabemos que debemos hacerlo cada año», manifestó con nostalgia.
Lo que sí está claro es que esta expresión del pueblo tiene raíces indígenas profundas y, aunque hoy se lleva a cabo en un contexto católico, el ritual no muestra símbolos religiosos visibles en su recorrido, lo que reafirma su origen ancestral.


Originalmente, el acto de dar gracias por la fertilidad de la tierra estaba dedicado al dios Xipetotec, el señor de los desollados en las cosmovisiones mesoamericanas. En la actualidad, este gesto de agradecimiento se traduce en una promesa a la Santa Cruz. Sin embargo, lo que se celebra es el esfuerzo humano, la producción de la tierra y la capacidad de organización de los lugareños.



La “palanca” es una estructura que lleva en el centro un tronco de madera, la cual puede medir entre cinco y quince metros, decorada con productos agrícolas que representan el patrimonio del pueblo como piñas, cocos, paternas, mangos, abonos e incluso gaseosas.
Su elaboración es un proceso que puede durar más de ocho horas y requiere la participación de unas quince personas, quienes arman un aproximado de 10 palancas que van desde los 200 hasta los 800 cocos. Es un trabajo que mezcla planificación, fuerza física y conocimientos heredados. Una vez armada, la palanca se traslada hasta un punto de reunión entre los cantones.



La noche anterior a la repartición de la fruta, se realiza una oración de agradecimiento, y al día siguiente, los encargados escogen una palanca y asumen el compromiso de replicar o superar la cantidad de fruta para el año siguiente.
Sandra Gabriela es una de las personas que recibió la palanca hace un par de años y expresó que, «la organización de esta tradición puede llegar a costar alrededor de $4,000 dólares, entre misas, alimento el día de la carga de las palancas y flores que se reparten a los habitantes cada día del mes de mayo como agradecimiento a la comunidad». La carga económica la asumen principalmente las familias que reciben la palanca, pero todo el pueblo se involucra.


El momento del traslado es la parte más conmemorativa y uno de los momentos más intensos de la celebración. «Cargarla no es tarea fácil, ya que puede pesar hasta cuatro toneladas, dependiendo del número de cocos que lleve. La cantidad de personas se encargan de llevarla puede ser desde las 25 hasta las 60 personas, dependiendo de la cantidad y tamaño de la palanca, recorriendo una distancia de aproximadamente medio kilómetro, en una calle de piedra que va en subida», comenta Don Manuel, que lleva más de 30 años formando parte de la tradición.


Se trata de un esfuerzo físico notable, donde las calles de los cantones aledaños al pueblo se unen entre piedras y tierra. El sudor denota la dificultad que cada año une a todos los habitantes.
Los participantes suelen prepararse con anticipación, calientan, comparten consejos y «toman fuerza con el alcohol que reparten a todos los que cargan la palanca», comentaron entre risas. El dolor de los hombros y la fatiga se compensan con la emoción de cumplir una promesa.


Hay ocasiones que por la dificultad y pendientes pronunciadas en el camino, la palanca suele caerse por completo, pero eso no es impedimento para continuar, mientras se recuperan y en coordinación levantan nuevamente la palanca para continuar con la caminata.


La tradición de las palancas también cumple un papel fundamental en la transmisión cultural. Se incentiva la participación de niños y jóvenes, quienes observan, aprenden y eventualmente se integran al esfuerzo colectivo. En algunas familias, la participación se hereda como un honor. Durante la preparación y carga, se comparten historias, se ríe, se canta, entre otras maneras de convivir.


Para los ostumeños, la palanca no es solo una estructura de frutas, sino que, es símbolo de unidad, de promesa cumplida y de identidad. Es el recuerdo de los abuelos, la enseñanza a los hijos y el orgullo de mantener una costumbre que no necesita altar ni misa para tener sentido. Porque en Ostuma, la tradición camina sobre los hombros del pueblo y busca mantener viva esta tradición que se ha transmitido de generación en generación.

