Esta es la historia de Juan Carlos Vásquez, un salvadoreño que durante siete años convirtió su bicicleta en su brújula y su hogar. Recorrió miles de kilómetros por América Latina hasta llegar a Ushuaia, en la provincia argentina de Tierra del Fuego, la ciudad más austral del mundo.
Ushuaia es el fin del mundo pero es el principio de todo. Elegí viajar hasta allí porque había leído que era la ciudad más austral, al sur de Argentina, en la provincia de la Tierra de Fuego. Pero no quise leer más, quería verlo y experimentarlo con mis propios ojos.
Lo que me motivó a emprender un viaje tan grande fue el sueño de mi infancia de conocer las montañas hermosas que veía en las revistas, las que leía con mi hermano cuando vivíamos en México, y que mostraban los lugares más remotos del planeta. Ahí fue donde vi por primera vez el Everest, Alaska y la Patagonia.
Esa añoranza me siguió años más tarde con mi banda de punk/hardcore a inicios de los años 2000. Viajábamos en tours por Guatemala, Honduras y Costa Rica hasta 2010 y, durante esas travesías, siempre me quedaba fascinado contemplando las montañas, los ríos y los lagos —quería conocer esos sitios y su cultura a profundidad. Ahí despertó algo en mí: la necesidad de salir a explorar el mundo.
Esa espina se quedó clavada hasta que un viernes de 2014, sentado en un bar con un amigo y un par de cervezas, cansado ya de la rutina, le dije:
— ¿Por qué no viajamos?
Él me miró extrañado y riéndose a la vez. Yo insistía:
—Vamos hasta Chile o Argentina, hasta llegar a la Patagonia.
—Sí, te acompaño, pero en bicicleta.
¡Ahí fue el boom! Nunca antes se me había ocurrido viajar en bicicleta. Yo tenía una bici súper básica que usaba para ir al trabajo. Ese mismo año trabajé más duro y me compré una adecuada para caminos de todo terreno.

Salí de El Salvador en diciembre de 2014. Quería probar si podía llegar hasta Ciudad de México para ver a mi familia, pero el camino fue tan duro que terminaba pidiendo ride a los pick ups en la carretera. Nunca había viajado en bici y me cansaba rápido. La gente se me quedaba viendo y se reía —tal vez me veía chistoso. Yo también me reía porque sentía que lo estaba logrando y me estaba divirtiendo.
Lo más increíble de ese viaje al norte fue que me colé en una caravana de migrantes. Era muchísima gente caminando y yo me les uní con la bici. Así fue como entré al sur de México por Tapachula y Chiapas. Sin embargo, el trayecto se puso peligroso. Habían muchos soldados y yo estaba de ilegal. Me di la vuelta y regresé a El Salvador.
Finalmente, el 3 de febrero de 2015 salí definitivamente hacia el sur de América. Mi propósito era probarme a mí mismo que podía lograr algo que siempre había sido un sueño para mí. Era una forma de crecimiento personal y de superación.
Al principio no tenía una preparación formal. Todo fue un aprendizaje progresivo: físicamente me fui fortaleciendo con cada kilómetro y mentalmente desarrollé resistencia enfrentando los obstáculos día con día. Logísticamente fui resolviendo los problemas sobre la marcha. El camino mismo se convirtió en mi maestro, mi psicólogo y mi planificador.
Antes de partir dediqué unas pocas semanas a la planificación inicial como cualquier novato, quería tener todo controlado: la ruta marcada, lugares donde dormir, opciones de comida. Pero una vez en el trayecto es imposible preverlo todo. Las circunstancias cambian constantemente, así que adopté una filosofía más flexible: planificar lo básico pero estar abierto a las oportunidades y los desafíos que el camino me presentara día a día.
Mi equipo esencial incluía lo básico para sobrevivir: una tienda de campaña, sleeping, una cocinita portátil y utensilios para cocinar. En cuanto a la vestimenta, tuve que ir adaptándome según la región. Con el clima tropical de Centroamérica, llevaba muy pocas cosas, pero al llegar a Sudamérica incorporé ropa térmica, impermeable y para nieve, porque las condiciones climáticas son totalmente diferentes.
A veces paraba en el camino para trabajar o hacer algún tipo de voluntariado por comida, techo y descanso.

Ángeles guardianes
Luego de viajar por Centroamérica, crucé Colombia, Ecuador, Venezuela, la Amazonía de Perú, Brasil, Paraguay (que se parece mucho a El Salvador por la gente y por su clima), Uruguay, Argentina y Chile. Pero los que más recuerdo y más retos tuve por las condiciones climáticas son Chile y Argentina.
Recuerdo varios lugares, pero el que más me marcó sin esperarlo fue mi experiencia en la Amazonía con los Kichwa o quechuas, una etnia de Perú. Fue la experiencia más increíble de mi vida: aprender y convivir con ellos resultó muy enriquecedor. Son grandes cazadores y cultivan sus propias tierras. Si volviera a la Amazonía, sería precisamente para visitarlos. Pero en general, toda la Amazonía me fascinó.
Estuve en la selva aproximadamente 5 meses, guardo imágenes en mi mente que nunca olvidaré: la inmensa luna roja a las 3:00 de la madrugada, los amaneceres, los atardeceres y los delfines nadando junto a nosotros cuando viajábamos en barco.
Sin embargo, viví muchas situaciones difíciles. Algunas las superé gracias a la ayuda de personas increíbles y otras porque la vida quería que siguiera viviendo para poder contar esta historia. En una de ellas sentí que casi moriría: fue en el desierto de Piauí, en Brasil. Se me había acabado el agua y ya tenía los labios agrietados de lo resecos que estaban. Ahí me cuando me di cuenta de que los espejismos sí existen.
Piauí es una zona muy árida con paisajes increíblemente bellos: montañas rojas y un cielo tan espectacular que la palabra ‘hermoso’ se queda corta. Es un desierto majestuoso, parecido al Gran Cañón de los Estados Unidos.
Llevaba viajando por esa zona unos 2 o 3 días cuando se me acabó completamente el agua. Nunca olvidaré ese horrible calor. Estaba tan sediento y agotado que me tiré al suelo. Mis piernas ya no respondían y mi mente comenzaba a jugarme malas pasadas: pensaba que realmente iba a morir.
De pronto, a lo lejos, un carro apareció de milagro. Con las pocas fuerzas que me quedaban logré levantar la mano pidiendo auxilio. Así fue como conocí a Thiago, mi héroe, quien me dio agua, me llevó a su casa y me cuidó por un par de días hasta que me sentí lo suficientemente bien para retomar el viaje.
A pesar de esa experiencia cercana a la muerte, jamás pensé rendirme. Una vez que probas la libertad, ya no hay marcha atrás.
Otra persona que marcó mi recorrido fue Pepe Mujica, el expresidente de Uruguay. Estar con él fue como si estuviera con mi abuelo. De hecho, así le decía, abuelo. Pasé dos días en su casa trabajando en las tierras que tenía detrás de su casa. Fue súper chivo conocerlo en persona.
La tierra prometida… y más allá.
Después de cruzar selvas, cordilleras y desiertos, con más de 13 mil kilómetros de alfalto, tierra y lodo a mis espaldas, por fin llegué a aquel punto del mapa con el que tanto había soñado: Ushuaia. Una vez estando ahí te das cuenta de toda la historia increíble que sucedió en ese lugar. Es una tierra de nativos, que ha atestiguo guerras y resguarda una riqueza natural impresionante.
Fue algo poético: ahí es donde inicia todo. El fin del mundo, el principio de todo. Eso sí, este no fue mi último destino, continué viajando. Crucé el Atlántico y viajé por España, Francia, Alemania, Bélgica, Países Bajos, Italia, Andorra, Inglaterra y por el lado de los Alpes de Suiza, pero eso queda para otra historia.
Con esta experiencia descubrí que era mucho más resiliente de lo que imaginaba. Cada pedaleada me enseñó que los límites son construcciones mentales que se desvanecen cuando la voluntad se convierte en acción. Pero la lección más profunda no fue sobre mi fuerza, sino sobre la humanidad.
En un mundo que a menudo parece fracturado, encontré la prueba viviente de que la compasión sigue siendo nuestro hilo conductor. Hay familias que te reciben como si fueras un hijo perdido, extraños que se convierten en ángeles guardianes y amigos que son inolvidables. El camino me devolvió la esperanza.
Después de esta travesía no soy el mismo chico que vivía sumido en la depresión. El camino me devolvió la luz que había perdido y me enseñó a ser más autosuficiente, tanto en lo práctico como en lo emocional. Ahora veo los problemas desde otra perspectiva: después de sobrevivir en el desierto sin agua, o sufrir intenso frío en la Patagonia, muy pocas cosas me parecen imposibles. Me volví más fuerte, más confiado en mis capacidades y, sobre todo, más agradecido con la vida.
También descubrí la autenticidad que caracteriza a los salvadoreños, nuestra forma de ser se distingue entre otras nacionalidades. Desde fuera nos ven como buenos trabajadores, lo cual me llenó de orgullo. La gente respeta esa ética de trabajo que, sin darnos cuenta, llevamos como parte de nuestra identidad. También noté que somos más cálidos y directos en el trato, a diferencia de personas de otros lugares donde se suelen ser más reservados. Nuestra forma de recibir a las personas, esa hospitalidad natural, se siente diferente cuando se contrasta con otras culturas.

“El futuro llegó hace tiempo”
Una vez vi un mural en una casa de Uruguay que me marcó profundamente: aparecía un hombre del siglo XIX montado una bicicleta, que quizás el mismo inventó, con la frase “El futuro llegó hace tiempo”. Esas palabras me hicieron reflexionar profundamente. A menudo no valoramos el rol fundamental que la bicicleta cumple en nuestra sociedad.
Solo hay que mirar a los panaderos que salen cada madrugada a vender su pan o a las personas que la usan para ir al trabajo y ahorrar el pasaje del bus. No importa tu situación económica, te da libertad de movimiento.
Pero va más allá de lo práctico: la bicicleta representa independencia, sostenibilidad y una conexión más humana con el entorno. Mientras en un carro vas encerrado, en la bicicleta sientes el viento, hueles los aromas, saludas a la gente. Es un medio de transporte que te mantiene conectado con la vida.
Si un día quieren comenzar a utilizar la bicicleta, ¡háganlo! Es una de las mejores decisiones que pueden tomar. Ese dinero del pasaje se convierte en dinero para frutas, verduras, o lo que sea que necesiten; es un ahorro inmediato que se nota en el bolsillo.
Pero les aseguro que van a ganar mucho más que dinero: van a ganar salud, tiempo y, sobre todo, una sensación de libertad increíble.

No dependes de horarios, no dependes de nadie más que de ti mismo. Otro consejo: empiecen poco a poco, sin miedo. La bicicleta no muerde y una vez que prueben esa sensación de libertad, no van a querer parar. Si yo pude recorrer un continente en bicicleta, ustedes definitivamente pueden llegar a cualquier otro lugar.
También sé que nuestro país presenta desafíos enormes para los ciclistas: tráfico caótico, pocas ciclovías y, cuando las hay, son irrespetadas o vandalizadas. Pero creo que El Salvador podría transformarse si trabajamos juntos.
Necesitamos más infraestructura amigable con las bicicletas, más ciclovías conectadas —no solo tramos aislados— y campañas de educación vial que enseñen que la calle es de todos. También hace falta que las autoridades hagan cumplir las reglas y multen a quienes invaden las ciclovías.
Lo más importante es cambiar la mentalidad: ver al ciclista no como un obstáculo, sino como alguien que está contribuyendo a descongestionar el tráfico y cuidar el medio ambiente. Si logramos esa unión y respeto mutuo, El Salvador podría ser un ejemplo para la región.
Y si piensan viajar por el mundo en bicicleta, mi recomendación es que empiecen sin tener todo planeado. Yo no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, cuando arranqué no tenía un plan perfecto, no tenía toda la experiencia. Pero empecé y el camino fue mi maestro.
