— ¿De dónde venís?
— De dejar los envases que anoche me tomé unas cervezas.
Eran pasadas las diez de la mañana y Antonio —nombre ficticio— recién acababa de levantarse. En la cabeza llevaba unas mechas que parecían pegadas con saliva nocturna. Andaba vestido con un pantalón de pijama cuadriculado, sandalias y una camisa negra de Pink Floyd llena a la altura de los hombros de los pelos café claro y afilados de Pipo y Pecas, su pareja de perros Beagle con leve sobrepeso que ladraban roncos desde la meseta de las gradas con ganas de clavar colmillo en carne blanda de no ser por la guitarra negra de cuerdas deshiladas interpuesta a medio camino que les impidió seguir el olor de la sangre ajena.
Antonio tiene 27 años de edad y vive a unos pocos pasos del monumento a la Constitución. Su casa es de dos plantas con balcones negros bien pintados y cochera para un vehículo. En la sala tiene una computadora con dos monitores y una consola para videojuegos con unas torres de sonido llenas de polvo. En el comedor está tirado un plato lleno de comida para perro con agua derramada alrededor y en la cocina la refrigeradora tiene pegada con un imán una nota escrita en francés españolizado.
Vive con su papá que es propietario de una imprenta y su hermana que es administradora de recursos humanos. Desde hace dos años él trabaja en un call center y en el 2019 se graduó en administración de empresas turísticas de la Universidad Francisco Gavidia (UFG). Hasta este día no ejerce su carrera porque no ha encontrado un chance con un salario competitivo.
—Me está tocando levantarme a lavar platos, sacar basura y ordenar un poco la casa porque la señora que nos viene a ayudar con la limpieza no está viniendo.
Hace dos semanas el milenial Nayib Bukele dio a conocer que el Gobierno que preside había decidido que los centros de llamadas y las maquilas iban a cerrar un tiempo mientras escampa la peste del COVID-19. Todos los trabajadores, o más bien los que pudieran, iban a ejercer desde sus casas. Entonces Antonio y sus compañeros fueron enviados a hacer todo a control remoto. Los que tenían ya la capacidad instalada comenzaron de inmediato a recibir las llamadas de los clientes en inglés que necesitan soporte técnico y de los clientes que no tuvieron más remedio que cancelar las reservaciones a hoteles que habían hecho antes de la catástrofe.
—Está complicado para las personas que venden comida y dulces en las calle porque casi no hay nadie que les compre. Ha salido en las noticias que no tienen para comer al día siguiente.
Cuando hablaba de los salvadoreños que están en sus antípodas, Antonio lo hacía con abstracción marciana, como si hablara de algo fuera de este mundo, con pasividad de accidente cerebrovascular. Es lógico. Hoy más que nunca está lejos de los estómagos que chillan a la hora en la que él se levanta en las mañanas.
Normalmente Antonio gana 600 dólares más las comisiones por las ventas que hace, es decir, por lograr que los clientes compren reservaciones a los hoteles. Su salario oscila entre los 600 a un poco más de 700 dólares cada 30 días. Si usted es padre de familia con cinco hijos que piden comida golosina-paseo-zapatos-ropa eso es casi nada. Pero si es como él que no tiene hijos ni paga casa ni tiene más gastos que los pequeños vicios de la vida de un joven de este maravilloso siglo sin igual entonces no pasa nada. Muy probablemente vivirá sin planear un atraco de leche y pan al supermercado.
—Ni siquiera he querido verificar si me salieron esos 300 dólares. Si me hubieran salido no habría sido justo.
Hace algunos años acompañaba a su papá cuando salía a beber cerveza con sus amigos. En las reuniones jugaban póquer. Los veía quitar y poner cartas pero no entendía. Lo veía en la televisión y tampoco descifraba la lógica. Un día alguien le regaló 25 centavos de dólar para que participara en las juergas paternas y ganó diez dólares. Fue cuando se envició de azar: leyó información en internet hasta que llegó a PokerStar.net. Comenzó en torneos gratuitos después en torneos en los que ganaba un centavo de dólar hasta que ganó su primer dólar.
La obsesión del qué vendrá lo mantuvo pegado a la computadora aprendiendo los resortes de las apuestas hasta que llegó su mejor año: en el 2013 ganó hasta 4 mil dólares.
En los años siguientes no ganó tanto pero siguió jugando.
—Esto me ayuda a pasar la cuarentena más tranquilo, más al suave.
Hay torneo de todo tipo y para todo mundo. Hay unos en los que participan más de 1 mil jugadores y solo hay un gran ganador. En estos es más importante tener suerte que ser un gurú de las probabilidades. Pero también están las partidas de cash en las que la apuesta puede oscilar entre los 2 y los 10 mil dólares dependiendo del nivel.
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