Una bolsa plástica blanca flotaba en la soledad de la Plaza Morazán rebotando entre los basureros metálicos como una rosa de Jericó entre las dunas de los desiertos. La tímida ventisca la siguió empujando sobre el asfalto de la Primera Calle Poniente hasta llevarla a los pies de las docenas de hombres y mujeres que esperaban agobiados en la larga fila para entrar al Banco de América Central, en el Centro Histórico, para cobrar los 300 dólares que el Gobierno pagará a se supone 1.5 millones de las familias más pobres de todo El Salvador.
La fila la custodiaba un policía que caminaba de arriba-abajo y abajo-arriba con el fusil en ristre y los ojos iracundos. Gritaba ¡señores hagan caso, hagan caso, el último de la fila ve, el último de la fila! y se iba hasta la punta a ordenar entre los que esperaban haciéndolos tomar distancia uno de otro con la pedantería controlada de los instructores militares en los cuarteles.
Eliseo Ávalos hizo caso y tomó distancia de un señor moreno y escuálido que escondía la cara apoyada la mitad del cuerpo en la pared manchada de orines seguramente de borracho. Llegó a las siete de la mañana desde Rosario de Mora, a unos 22 kilómetros del Centro Histórico. Vive con su mujer y sus hijos. Para él no hubo cuarentena ni un día: es albañil y por suerte —los pobres no conocemos de vacaciones ni de cuarentenas— un vecino lo llamó para que le construyera una pila y otro para que le ayudara con una puerta y esos días en los que usted estuvo encerrado viendo Netflix o tragando golosamente la parafernalia gubernamental él se lo agradeció profundamente a su dios porque el trabajito no faltó y cuando el trabajito no falta es que en la mesa habrá comida.
Hasta ahora él ha seguido trabajando en cosas sencillas, pequeñas, con las que ha ganado unos 60 dólares. A eso sumará los 300 dólares que el Estado le dará.
—Lo más que pueden durar este dinero es para dos semanas, limitándose uno. Vamos a sobrevivir pero limitándonos.
Un pick up de la policía lo interrumpió. Con la voz roñosa que profirió un megáfono los agentes desalojaron a todos los vendedores ambulantes que estaban sentados descansando en la acera frente al banco. ¡Vaya esa gente que está sentada hay que moverse, desalojen! Todos se movieron nerviosos la cara larga y cansada con sus mascarillas, guantes plásticos doblados en cuadritos y empacados prolijamente en bolsitas transparentes, mangos con chile, pastillas para el dolor de cabeza, jocotes, jícamas y sus otros productos en mano.
Eliseo se calló. Un silencio pesado entre su mirada fija y los policías en el pick up avanzando lento detrás de los vendedores ambulantes.
—Los pobres vivimos marginados. A nosotros nos humillan. Eso es lo que pasa.
En la entrada del banco Ana Gertrudis vendía guantes plásticos celestes y negros y mascarillas de tela verde y pastillas para el dolor de cabeza. Es bajita y morena como generalmente somos los más pobres de este país. La mascarilla le cubría la mitad de la cara pero, en la mitad visible, las arrugas destacaban simples y bondadosas como cicatrices de guerra. Los primeros días de la cuarentena los acató a medias: salió de su casa, ubicada en Apopa, a lavar la ropa del vecino- fueron seis lazos llenos de prendas colgadas por los que ganó ocho dólares para ayudar con la manutención de sus diez nietos y sus cinco hijos. Con esos ocho dólares compró azúcar, frijoles, tortillas. Pero todo se terminó rápido porque, ¿qué puede durar tanto si son tantas las bocas que alimentar y más si hay niños que saben mucho de hambres pero nada de bolsas vacías ni de pandemias importadas? Como era natural el dinero se terminó y en una casa sin gallinas en el patio ni árbol de mangos cerca las angustias en plomo sobre la cabeza. Entonces consiguió 20 dólares y compró los productos que ahora todos o casi todos quieren comprar por ese miedo inoculado al virus.
—No le voy a decir que me he muerto de hambre porque eso es mentira. Nadie se muere de hambre si uno se rebusca.
Aquí no se hablaba de pandemias ni de coronavirus ni de estadísticas de fallecidos en Nueva York-Londres-Lombardía ni de viajeros que, antes de bajar del avión con los pulmones apestados, publicaron sus mejores fotografías en las redes sociales. Ana Gertrudis no conoce eso. Pero sí conoce del dilema de decidir entre reparar el techo de la casa que tiene agujeros del tamaño de una cueva de topo o comprar leche para las dos nietas chiquitas.
Al otro lado del banco, en la plaza Gerardo Barrios, las farmacias estaban llenas. La gente hacía fila. Los vendedores ambulantes seguían en la rutina de ganarse el pan pese a todo y pese a todos. Cerca de la Biblioteca Nacional un hombre en silla de ruedas vendía pomadas y mascarillas de tela. Dos policías se acercaron y le pidieron desalojar. Hablaron con él sin gritarle, hablaron con él pedagógicamente, hablaron con él sin tratarlo a patadas.
Después caminaron entre las plazas cerradas con cinta amarilla como enormes escenas de homicidios. El hombre en silla de ruedas se quedó pensando. Movió levemente una pierna pero de inmediato volvió a quedarse quieto. Sin más que hacer movió el reposapiés hacia arriba para impulsarse pero una mujer se acercó y le entregó unas monedas. Él las tomó con las manos unidas como aplauso de foca.
—Pago cinco dólares del cuarto todos los días y tengo que guardar algo para comer. ¿Cómo voy a hacer si no me dejan vender?
¿Puede este hombre quedarse en casa a esperar los 300 dólares que seguramente no recibirá?
Uno de los policías que aleccionó al hombre en silla de ruedas se acercó con una queja: los tienen trabajando 24/7 y no les dijeron si les pagaran horas extras y cómo están todo el tiempo en las calles el dinero para la comida que la institución les da, entre 130 a 180 dólares mensuales, no les alcanza —régimen de disponibilidad en jerga burocrática— y les toca poner de su bolsa a eso se suma que tampoco les dan guantes ni mascarillas ni alcohol gel ni nada para su limpieza y cuido personal en estos tiempos en que todos andan nerviosos con el virus.
Al otro lado, mientras el policía se quejaba, sus colegas subieron en un pick up a unos vendedores que insistían en violar la cuarentena ofreciendo sus productos a los transeúntes que pasaban por el Centro.
Se supone que los llevaron a sus casas a cumplir la cuarentena.