—Ya me tomaste una foto. ¿¡Cuántas más querés!?
Reclamó el general retirado Juan Rafael Bustillo Toledo al fotoperiodista que apocado y calladito siguió obturando la cámara como si fuera sordo. Se detuvo unos segundos y lo encaró fijo con sus iracundos ojos grises de animal glaciar. Debajo del brazo cargaba un Informe de la Comisión de la Verdad, de pasta roja, de cuyo lomo sobresalían unas hojas amarillentas ajenas a la edición que unos momentos después presentaría como prueba de su inocencia al juez Jorge Alberto Guzmán. Después de la que fue su primera rabieta firmó el libro de entradas y subió las gradas al Juzgado de Instrucción de San Francisco Gotera, en Morazán.
Bustillo, de casi 85 y no de 88 años de edad como él aseguró tener, (nació el 31 de enero de 1935 en San Miguel, aunque después vivió en Santa Rosa de Lima, Chalatenango, Atiquizaya y actualmente en San Salvador) se sentó cerca del estrado. Quería hablar. Es más: la audiencia para la pronunciación de la declaración indagatoria, como se conoce a este tipo de diligencias en el mundo jurídico, la pidió el 16 de enero de 2020 Juan Antonio Perdomo Hernández, el abogado defensor que le asignó la Procuraduría General de la República (PGR). Algo tenía que decir. Algo debía saber. Es que no fue un soldado más durante la Guerra Civil: entre los años 80 y 90 del Siglo 20 se desempeñó como la más alta autoridad de la Fuerza Aérea. Los abogados de la parte acusadora lo describieron con este silogismo: en el ejército la disciplina es tan radical que ni un ángel puede pararse en la punta de un alfiler a orinar sin la autorización verbal o escrita del comandante de área. Durante un poco más de diez años él fue ese comandante que controlaba hasta esfínteres y vejigas de su tropa, el señor absoluto de su área de control. O, como dijo Ovidio Mauricio, querellante de Tutela Legal María Julia Hernández: “Un soldado no puede decidir por sí solo qué hacer”.
Por eso desde hace algunos meses es uno de los imputados en el juicio por la masacre de casi 1 mil salvadoreños en el cantón El Mozote y lugares aledaños. La Fiscalía General de la República (FGR) ultrajó su honor de militar encanecido culpándolo por los helicópteros que se presume dispararon desde el aire y los que se supone transportaron a una mínima parte de los soldados que violaron, torturaron, mataron y desplazaron a las víctimas que fueron acusadas de guerrilleras como justificante para vejarlas hasta el aniquilamiento total entre el 10 y el 12 de diciembre de 1981. Pero antes que cantara lo que se suponía quería cantar, su abogado pidió algo muy ofensivo: expulsar de la sala de audiencias a los familiares de las víctimas y a los periodistas. Alegó que su cliente podía sufrir alguna afectación, no especificó cuál, por la presencia de extraños haciendo sentir a los aludidos como apestados o leprosos.
Piense en la incertidumbre. Imagínela. La mayoría de los presuntos apestados viajaron más de cuatro horas desde San Salvador hasta Morazán solo para escuchar al otrora poderoso general de la Fuerza Aérea. Pero Perdomo Hernández no quería verlos cerca con las orejas extendidas aspirando las palabras de su, como ampulosamente dicen los abogados, patrocinado. En la mayoría asomaron el enojo y la frustración y la sospecha porque solo los que actúan con intenciones envenenadas prefieren moverse a espaldas de todos. Menos mal que la sensatez se impuso de inmediato: los fiscales lo rechazaron porque cuando se juzga un crimen de lesa humanidad no puede haber espacio para los secretos, como ocurrió con los primeros y los más recientes juicios contra los nazis. Hasta el mismo Bustillo, el beneficiario de la petición, se puso contra su abogado: dijo que quería que las víctimas oyeran su versión y que los periodistas también la replicaran a todos los ciudadanos. Entonces el juez dijo que sí, que todos podían permanecer en la sala de audiencias.
—Se dice que hubo apoyo de la Fuerza Aérea en el transporte de unidades militares y bombardeos. A usted se le ubica como el comandante de la Fuerza Aérea.
El juez Guzmán explicó a Bustillo que la división que estuvo a su cargo durante una década es señalada por testigos de bombardear población civil en los cantones El Mozote, La Joya, y Cerro Pando así como en los caseríos Ranchería, Los Toriles y Jocote Amarillo. Los delitos imputados a él y a otra docena de altos mandos de la Fuerza Armada de la época son: asesinato, violación agravada, privación de libertad, violación de morada, robo, daños agravados, estragos, actos de terrorismo, actos preparatorios de terrorismo, tortura, desaparición forzada de personas y desplazamiento forzado. El crimen lo perpetraron, de acuerdo con investigaciones oficiales y paraoficiales, efectivos del Batallón Atlácatl, del Destacamento Militar #4, Tercera Brigada de Infantería de San Miguel y de Artillería con apoyo de la Fuerza Aérea.
(Las pruebas de los cientos y cientos de cuerpos hechos añicos con balas, cuchillos, fuego, y todo lo que pudiera matar son tantas que Bustillo jamás dudó y entre cuatro a cinco veces dijo a los familiares de las víctimas que lamentaba lo ocurrido, que odiaba las guerras porque hasta él mismo fue víctima cuando en 1986, cerca de una universidad, tres policías nacionales mataron a su hijo mayor de entonces 19 años de edad y esos asesinos después quedaron libres).
Bustillo a veces oía poco y mal y cuando ocurría miraba fijo con los ojos afilados y elevaba la voz con gritos acuartelados. En las orejas llevaba incrustados aparatos para aumentar el volumen a los sonidos externos. Pese a sus achaques físicos aseguró al juez que está sano mentalmente y que goza de una memoria excelente gracias a la que recuerda todas las cosas de su vida. Comenzó su declaración jactándose que había decidido no contratar a un abogado particular porque consideró que iba a ser más imparcial porque lo paga el Estado. Afirmó que no quería inclinar nada a su favor. Esto, sin embargo, fue una verdad a medias porque después de la declaración el abogado Celestino Carballo también se presentó como su abogado defensor.
—Sepan que no he venido a decir que soy inocente pero también quiero decirles que no soy culpable de ningún hecho que ocurrió en El Mozote y sus alrededores.
El general presentó su argumento: cada una de las ramas de la Fuerza Armada —Ejército, Fuerza Aérea, Marina, Artillería— son autónomas en mando una de otra, por tanto, ninguna podía inmiscuirse en la otra. Todas, sin embargo, están subordinadas al Alto Mando que, al menos en sus años mozos, estaba integrado por el ministro, viceministro, jefe del Estado Mayor y cinco asesores.
Entonces, continuó, el Estado Mayor sí ordenaba a cada rama. Por ejemplo: si el coronel Flores pedía refuerzos los integrantes de la cúpula militar valoraban su solicitud y la respondían ordenando despliegues de soldados militares o logísticos o negándose a hacerlo, según fuera el caso. Entre la petición y la respuesta había una gruesa capa de secreto porque en ese momento, en plena Guerra Civil contra la insurgencia del Frente Farabundo Martín para la Liberación Nacional (FMLN), la fuga de información podía terminar en operativos frustrados y en soldados muertos. Continuó diciendo que la Brigada de San Miguel recibió dos helicópteros UH-1H que pidió para transportar comida y tropa a los cerros porque los camiones no podían subir esas grandes escarpadas. Cada ocho días los pilotos se iban a descansar y llegaban otros a relevarlos. Pero mientras sus hombres estaban allá, a más de 150 kilómetros de distancia, él ni podía enterarse de lo que hacían ni intervenir en las órdenes del jefe que los mandaba en aquella jurisdicción. Ese modo de actuar estaba estipulado en códigos y ordenanzas militares.
Por eso, según la versión que pronunció en el Juzgado de Instrucción, se enteró de la tragedia en El Mozote entre tres a cuatro días después en medios de comunicación de Estados Unidos. No sabía que los destacamentos cercanos al crimen pidieron refuerzos. No sabía que el coronel Domingo Monterrosa Barrios estaba en Morazán. No sabía que existió la llamada Operación Rescate.
—No creo que el Alto Mando haya ordenado a Monterrosa “vaya y elimine a la población”. Posiblemente Monterrosa en una… quizá él en un momento… la guerra produce que la gente no valore la vida. Quizá fue por iniciativa de él que dio la orden para que mataran a esas personas. Casi pienso que fue en un momento de locura que hizo esa grosería. Son desviaciones mentales que cuando una persona tiene mucho tiempo en combate se le producen en el cerebro.
Ese comentario transmutó a Bustillo de imputado a una especie de testigo o perito. Adquirió un aire de abuelito severo pero buena gente y los abogados defensores siguieron preguntándole por el funcionamiento interno de la Fuerza Armada en la época así como también lo hicieron los fiscales y los querellantes. En el ambiente se impuso la sensación que el general retirado estaba contando cosas útiles para los acusadores y que el pacto de honor y secreto que existe entre los viejos militares empezaba a agrietarse, aunque también era claro que la estrategia de culpar a los muertos estaba tomando una forma más definida: Monterrosa Barrios murió hecho pedazos cuando el helicóptero en el que volaba fue derribado por la guerrilla el 23 de octubre de 1984; José Napoleón Duarte y Abdul Gutiérrez también están muertos.
—General, ha sido usted muy objetivo— elogió Celestino Carballo a su cliente— y le preguntó, aunque no de manera directa, si creía que la Tercera Junta Revolucionaria de Gobierno, es decir Duarte, Gutiérrez, Antonio Morales Erlich, José Ramón Ávalos Navarrete, podía haber sido la que ordenó la masacre.
—En ese tiempo no sabían con anticipación lo que estaba planificando el Alto Mando, sino que sabían de las consecuencias y se daban cuenta por los medios de comunicación. ¡No estoy acusando ni defendiendo a ninguno de lo acusados, ellos están vivos, son ellos que se tienen que venir a defender!
Bustillo comenzó a gritar más, a sacar el alma de bribón de cuartel que lleva en cada fibra de sus músculos, quizá esperando que todos en la sala se cuadraran con miedo y sudando helado al verlo violento. Su exasperación, sin embargo, resultó cómica tanto para periodistas como para los familiares de las víctimas. Era como escuchar rugidos de león en jaula de zoológico o como los dientes rabiosos de un perro detrás de una ventana. Después de unas cinco preguntas fallidas de los abogados el humor de Bustillo se había acatarrado, ya no tenía marcha atrás como tampoco lo tienen sus canas o sus arrugas: pegaba manotazos en el escritorio o gritaba o achicaba a los miembros de su equipo de defensores.
El fiscal Julio César Larrama intentó llevar sus preguntas buceando en su probable culpa pero sus respuestas oscilaron entre “las órdenes legales se cumplen, las que no son legales no se cumplen”, “no tuve conocimiento de la operación”, “cualquier otro debajo de mi nivel podía dar órdenes”. Después David Morales, de la oenegé Cristosal, intentó volverlo a llevar a su condición ficticia de testigo o perito preguntando cuándo El Salvador compró helicópteros UH-1H —en 1981 solo había cinco— o cuáles eran las funciones de un alto encargado de inteligencia de la Fuerza Armada pero algunas de sus respuestas se repitieron: usted es profesional, vaya y pregunte a la institución.
Al final llegó el turno de Wilfredo Medrano, de Cristosal:
—Señor Bustillo…
—No me diga señor, soy el general Bustillo.
—Señor imputado Bustillo.
—“ Señor Bustillo, Señor Bustillo, Señor Bustillo”, siga, siga…
Uno de los defensores, con servilismo desesperado, se quejó ante el juez asegurando que Medrano estaba ofendiendo a Bustillo al no llamarlo general como si el país siguiera siendo un cuartel de 21 mil kilómetros o el tribunal fuera militar y no civil.
Después de ese desencuentro ya no ocurrió nada.
Bustillo repitió que lamentaba la inmensa masacre que perpetraron sus compañeros de armas —con sus lamentos no recuperamos lo que perdimos respondió una mujer— dijo que los comprendía y les dio el pésame.
—No quiero responder más preguntas.
[cycloneslider id=»general-juan-rafael-bustillo-el-mozote»]