¿Cómo explicar la paz de esta Nicaragua?
Es de noche en el Puerto Salvador Allende. Las luces exteriores de un avión que entra en el cielo de Managua caen verticales en el lago Xolotlán y su reflejo corre de puntillas sobre el agua como una luna que busca angustiada el amanecer. Pronto todo vuelve a quedar completamente a oscuras y el rumor vaporoso produce una calma salina que sube por la nariz y los oídos induciendo a dormitar. Paz. Este no es un paraíso tahitiano pero ahora no acechan pistolas ni escudos antimotines ni patrullas azules con franjas celestes ni policías mirando por encima del hombro esperando con los fusiles en ristre en los accesos de las pasarelas ni la omnipresencia exótica de la pareja presidencial Murillo-Ortega.
En esta banca frente al inabarcable Xolotlán se respira una paz breve pero genuina, casi tocable. Pero en el resto de Nicaragua hay otro tipo de paz porque en estos últimos doce meses algo cambió para siempre. Hasta febrero de 2018 las imágenes más recurrentes del país pasaban por Rubén Darío agonizando boquiabierto en una cama y la arrugas nocturnas de Sergio Ramírez y la melena angelical de Ernesto Cardenal apelmazada bajo su boina guevarista, el retrato sepia de los guerrilleros encamarados en una tanqueta frente al Palacio Nacional ondeando banderas y el último de los Somoza derrocado, los adoquines en León y los chayopalos en las principales avenidas iluminando las noches de los turistas y los niños uniformados limpiando parabrisas debajo de los semáforos.
Las imágenes de la Nicaragua de ahora son otras: trincheras construidas con adoquines, inmensas manifestaciones atiborradas de banderas azul y blanco, hombres con los rostros tapados disparando con pistolas artesanales a los policías, llantas convertidas en hogueras medievales, regueros de piedras en las calles, los ataúdes de los muertos cargados por sus compañeros en funerales-mítines y muchachos encerrados en las universidades gritando ¡Daniel, escucha, seguimos en la lucha! asediados por antimotines que los esperan con las macanas siempre dispuestas a romper huesos.
¿Qué pasó?
En abril de 2018 casi 7,900 hectáreas de la Reserva Biológica Indio Maíz se quemaron frente a la mirada aburrida del presidente Daniel Ortega Saavedra y su esposa la vicepresidenta Rosario Murillo y miles salieron indignados a las calles a protestar y fueron recibidos a macanazos, trompadas y patadas; cuando el cielo managüense aún estaba bajo una nube de gas lacrimógeno el Instituto Nacional de Seguridad Social (INSS) anunció el incremento de hasta el 21 por ciento de las cotizaciones que pagan los trabajadores y, es lógico, la chispa de la rebelión ya se había extendido y hubo más protestas y más muertos hasta que el país se dividió en dos: los danielistas vestidos con los uniformes de agentes de seguridad del Estado autorizados para matar y los paramilitares y los parapolicías también; y, en la otra trinchera, los que se autodenominaron azul y blanco u opositores huyendo a Costa Rica, a Estados Unidos, y los que se quedaron enterrando a sus compañeros asesinados en Masaya y en Managua y los torturados en las cárceles curando sus heridas y los miles de exiliados sobreviviendo de la caridad de los otros en el país de otros.
Confrontaron dos discursos: el de Ortega y su séquito que acusó a sus enemigos de impulsar un golpe de Estado; y los azul y blanco denunciando las asesinatos y las muertes y el exilio que causó el régimen.
Antes de tanta muerte los nicaragüenses gritaban sin miedo el amor y el odio. Sobre ellos una amiga solía decir: “Son trompudos, les encanta pelear”. Antes de la represión si usted les preguntaba a los de a pie sobre la economía o la política se soltaban hablando como muñeco al que se le da cuerda hasta que el botón topa y se descontrola: que Daniel aquí, que Daniel allá, que no hay dinero, que mucho corrupto parásito en el gobierno. Ese era, palabras más palabras menos, el resumen de la situación, el discurso de inconformidad construido cada día.
Después de tanta muerte los nicaragüenses se alojaron en el miedo. El primer taxi que abordé lo manejaba un flaco con cara de Kid Pambelé joven; en el retrovisor llevaba colgado un óvalo de plástico brillante con las caras de María, José y Jesusito que se movía pendular, como reloj a medianoche, siempre que el vehículo frenaba o seguía una curva. Al preguntar por el estado de la situación hizo como que no había escuchado, al sentirse observado respondió que desconocía y que en política mejor no se metía. Para zanjar el asunto subió el volumen y cantó la canción que sonaba en Radio María.
—Jesús es la solución a todos los problemas, hermanito.
Cantó todo el camino. Terminada la carrera entregó una factura y recibió el billete mirando al suelo. Ni siquiera dijo adiós.
Aventón es una aplicación para teléfonos similar a UBER. A través de ella contacté a un chofer de unos 30 años de edad que al escuchar el acento se alegró porque había vivido un tiempo en El Salvador trabajando como vendedor de tarjetas de crédito. Recordó aquellos tiempos felices ganando en dólares. Quizá impulsado por el entusiasmo se ofreció como guía turístico por diez dólares la hora. Hizo que la oferta sonara buenísima hablando de las desventajas de los taxis convencionales que, según él, timan a los extranjeros y son cómplices de los asaltantes versus sus supuestas ventajas: conocer de cabo a rabo la ciudad, incluidos los puntos más interesantes del turismo sexual. Siendo tan hablador era lógico pensar que debía tener una opinión sobre la realidad. Pero al preguntarle se calló: vio a todos lados como si hubiera estado en la esquina del barrio y no en un vehículo en marcha, aceleró y alzó el dedo con reflejo didáctico:
—Yo le voy a dar un consejo, sobre todo usted que es extranjero: tenga cuidado con quien habla de Daniel porque ahora hay sapos en todos lados, y es peor en los taxis porque todas las cooperativas las controla el gobierno. Tenga mucho cuidado con lo que pregunta o dice que si se lo lleva un policía usted no vuelve a su casa.
Manejó en silencio todo el camino. Ni volvió a mencionar la oferta que solo a un turista gringo le hubiera parecido una ganga.
Entonces es eso: después de tanta muerte siempre llega el miedo.
Managua tiene 267 kilómetros de territorio y, aunque a veces parece demasiado laberíntica, en realidad no lo es. Su trazo va desde las residenciales acomodadas en el extremo norte de la ciudad, sobre la carretera que lleva a Masaya, hasta la larga orilla del lago Xolotlán en el extremo sur. Dentro de ambos extremos y en medio de ellos las concentraciones de pobreza que, sin pedir permiso, se instalaron en todos y cada uno de los puntos de la ciudad.
Cerca del lago fueron construidos los edificios de las instituciones públicas (Asamblea Nacional, INSS, Cancillería) que además están cerca de edificios históricos como el Palacio Nacional. En estos puntos no se ven más que policías de tránsito ordenando el tráfico vehicular; en el otro extremo, en Las Colinas y Santo Domingo por ejemplo, hay pocos policías nacionales, excepto escoltas de seguridad de empresarios, funcionarios o los que resguardan las casas de las embajadas; en el centro de la ciudad, es decir en las zonas más populares, en cada esquina y debajo de cada pasarela hay policías armados con escudos, chalecos, espinilleras, fusiles y pistolas y siempre están en posición de defensa sudando bajo el sol y es como si siempre estuvieran esperando que sin avisar salga un grupo de opositores a vituperar a Ortega.
Donde más se ven esos grupos de policías es cerca de Metrocentro o en los alrededores de las universidades como la UCA de Managua o la Autónoma de Nicaragua (UNAN). Sobre esto una amiga me dijo: “Antes vos llamabas si tenías una emergencia y te decían que iban a llegar a tu casa solo si les dabas para la gasolina. Pero ahora para andar chingando tienen de sobra”.
Pero la intimidante presencia de esos policías no impide manifestarse. Los opositores se encierran en universidades o en casas, se tapan los rostros con camisetas o pañuelos y comienzan un piquete exprés, que no es más que una protesta en un lugar al que los policías orteguistas no pueden entrar. El 13 de agosto, por ejemplo, estudiantes de la UCA cerraron los portones y montaron su pequeña protesta contra Ortega dentro del campus. Eran tantos que los catedráticos no pudieron impedir la manifestación. Eso sí: intentaron limitar el alcance prohibiendo la entrada a la prensa y a toda persona ajena y estacionando autobuses con los que pretendían incomodar. Afuera, mientras los muchachos cantaban las canciones que inspiraron a sus abuelos en los años de la guerra contra Somoza, los antimotines se acercaron amenazantes con sus escudos y sus fusiles a vigilarlos y hasta pidieron refuerzos: llegaron dos patrullas que se estacionaron en mitad de la carretera de cuatro carriles que pasa a un costado del campus.
¿Por qué ya no convocan a las inmensas manifestaciones como las que ocurrieron durante todo el año pasado? A finales de septiembre de 2018 Ortega prohibió las manifestaciones en su contra calificándolas como terrorismo y abriendo las posibilidades de reprimir, a punta de bala, a cualquiera. Con esto intentaba tapar con un velo de normalidad los más de 300 asesinados en las protestas, los más de 3,000 exiliados y las docenas de torturados.
Afuera, en la calle, Nicaragua respira la paz que la pareja presidencial Ortega-Murillo quiere que respire. Es la paz que florece con plomo.
Karla (nombre ficticio) sabe que esa paz tóxica nubla los pensamientos. Una noche me contó cómo su familia había terminado siendo una víctima más: en diciembre de 2018 su hermana viajó a vacacionar a Estados Unidos y le pidió que cada cierto tiempo fuera a ver cómo estaba la casa. Un día de esos que fue a vigilar llegó la policía orteguista y, sin una orden de allanamiento entró a requisar, a buscar pruebas de supuesto financiamiento al terrorismo. Ella tiene dos hermanas más: una trabaja en la Cancillería y otra en la Asamblea Nacional, ambas afines al sandinismo de Ortega. Pidió ayuda a ambas pero ninguna quiso meter las manos. “Si se metieron en problemas, respondan ustedes solas”, le dijeron. Nicaragua también es eso: familias divididas por el poder de Ortega.
Los acontecimientos siempre son amorfos y terminan absorbiendo a quien no se ha propuesto involucrarse en ellos. Desde entonces su hermana vive exiliada en Estados Unidos.
El poder absoluto del que fue uno de los líderes de la rebelión que provocó la caída del último de los Somoza, Anastasio Somoza Debayle, beneficia a unos y perjudica a otros. Carlos Mauricio Funes Cartagena, expresidente de El Salvador, es uno de los beneficiados. Llegó a los dominios de Ortega entre agosto y septiembre de 2016 y desde entonces está bien protegido: el Estado le dio una casa en la que vivir en la colonia Las Colinas, seguridad compuesta por policías uniformados y de civil, salario de la Cancillería para él y su hijo Diego Roberto Funes Cañas, más un salario en otra institución estatal para Carlos Mauricio Funes Velasco, otro de sus hijos.
Con él también están Ada Mitchell Guzmán Sigüenza y el hijo que ambos procrearon.
Todos estos acontecimientos desafortunados para los nicaragüenses tienen un beneficiario: Funes que huyó de El Salvador cuando se enteró que sería procesado penalmente por el desvío de $350,000, 000 de la partida secreta de la Presidencia de la República.
Él mismo, en una de sus jornadas tuiteras, lo dejó claro. El 4 de febrero de este año publicó: “Me tiene sin cuidado la posición de Nayib y su próximo gobierno sobre mi asilo en Nicaragua. Es de ignorantes creer que una extradición la decide el Estado que la pide. Esa es una decisión soberana del gobierno que concede el asilo. Es Ortega y no Nayib el que debe decidir”. También el 19 de julio del año que transcurre publicó una selfi participando en la celebración de la conmemoración del 40 aniversario de la Revolución Sandinista. El 8 de septiembre de 2016 dijo, en entrevista a Canal 4 de Nicaragua y a la página 19 Digital, ambos medios de comunicación subyugados a Ortega: “Este es un gobierno democrático que respeta la Constitución”.
Ortega es el gran represor de Nicaragua. Ortega es el gran protector de Funes.
El expresidente salvadoreño también tiene protección no oficial. La red de orejismo rudimentario que montó el orteguismo también vela por él. Los súbditos de Ortega lo protegen como un incondicional del régimen.
Funes no es el único personaje de reputación oscura que encontró asilo en los brazos de Ortega. Es uno más de una extraña galería de personajes entre los que también están Thaksin Shinawatra, exministro tailandés acusado de graves delitos y que en 2009 fue nombrado embajador en misión especial del gobierno nicaragüense; Maurizio Gelli, acusado de intentar lavar la fortuna malhabida de su padre que ascendía a $1,200 millones y que en la actualidad es el embajador orteguista en Canadá; Aldo Casimirri, que fue condenado en ausencia a seis cadenas perpetuas por el asesinato del primer ministro Aldo Moro.
¿Qué gana Ortega asilando y posteriormente nacionalizando al expresidente salvadoreño?