La sombra hinchada de los árboles cae sobre la casa. La casa es pequeña y encorvada como hombre desesperanzado. En el cuarto principal, pegada a los ladrillos rojos manchados de cemento, justito cabe una cama. El lunes pasado en esa cama una mujer fue asesinada de un disparo en la sien y un hombre se disparó en la parte trasera de la cabeza muriendo casi dos días después. El cadáver de ella cayó despacio vencido por la gravedad corporal; el cuerpo de él quedo en el piso de tierra temblando, con espasmos asmáticos.
Aproximadamente a las doce y media del lunes 15 de julio, Juan Francisco M. mató a Kenia M. Durante 14 años fueron cónyuges y procrearon un hijo: Juan Pablo que ahora tiene diez años de edad.
Durante más de cinco años Juan Francisco fue vigilante del Agroservicio la Casa del Agricultor, ubicado en los alrededores de una de las terminales del transporte colectivo de Quezaltepeque, en La Libertad. Era un tipo tranquilo, pero serio, que trabajaba de lunes a domingo de ocho de la mañana a cinco de la tarde. El arma de fuego que le servía de herramienta de trabajo no era suya; se la proporcionaba el patrón.
El lunes hizo algo que no solía hacer: se largó al mediodía con el arma de equipo. Desanduvo más de cinco kilómetros y veinte minutos en motocicleta desde el Agroservicio hasta su casa en el cantón Platanillos, en el corazón de tierra mojada, milpas y caña de azúcar del municipio de la zona paracentral de El Salvador.
Claudia Larios, su prima, atendía su pequeña venta de frutas de temporada y chucherías frente al centro escolar Estebana Sanabria de Larios cuando lo vio llegar impulsado por la lenta inercia de la calle en pendiente; el casco lo llevaba metido en el brazo, con el desplante que suelen llevarlo los que se pasan la vida recorriendo carreteras en dos ruedas. Le pareció raro verlo tan temprano regresar a casa.
—Francisco, el casco se pone en la cabeza.
Sí, respondió el vigilante, sonrió a medias y dobló de la calle pavimentada a la calle peatonal de tierra que lleva al terreno en el que fueron construidas cuatro casas una contigua a la otra: la de su suegra, la de su cuñada, la suya, y la de su cuñado al final. Las cuatro comparten una amplia zona de tierra llena de hojas secas, pedazos de hierro, la bandera sucia y roída de un partido político, pedazos de juguetes mugrientos, árboles.
En su casa, la tercera desde la calle peatonal, ya había terminado la hora del almuerzo. Juan Pablo, y sus primos menores que él, coloreaban libros tirados en la tierra; unos momentos antes jugaban a tirarse un pedazo de palo. Sintieron la mirada plomiza de su padre caer vertical sobre ellos.
—Que venga tu mamá.
Juan Pablo corrió a la casa de su abuela a llamar a Kenia. Desde hace algunos meses ella se dedicaba por completo a cuidar a su anciana madre hipertensa y diabética. Ella regresó a la casa encorvada.
—Andaté a la casa de tu abuela.
Francisco, antes de discutir con Kenia, siempre le decía al niño que se fuera a la casa de su abuela. Pero esa vez Juan Pablo se quedó cerca con las orejas palpitando como antenas: escuchó a Francisco pedirle el DUI a Kenia y a ella negárselo, escuchó los insultos y el forcejeo y los golpes que su padre asestó a su madre en la cara, escuchó un disparo, quizá el que entró en la cabeza de la mujer o quizá el que entró en la cabeza del hombre, corrió a buscar a uno de sus tíos o a su abuela o a cualquiera capaz de detener eso que estaba pasando.
Carlos es mecánico. El lunes en la mañana se deslizó y se lesionó las costillas izquierdas. Estaba en su casa, la segunda desde la calle peatonal, escuchó a Juan Pablo pedir ayuda pero no pudo hacer mucho. Renqueó lo más rápido que el dolor le permitió, escuchó un disparo, cuando llegó encontró a Kenia tirada en la cama y a Francisco en el suelo.
Hace algunos meses Juan José estaba tomándose unas cervezas en el patio. Era tarde. Francisco, su cuñado, se acercó y le pidió una.
—No.
Francisco se quedó cerca comiendo pepitas. Se veía sombrío, deprimido. Había transcurrido algún tiempo desde que se dejaron con Kenia.
—Cuñado, le voy a dejar encargado al niño.
—No sea tonto.
Juan José le restó importancia al asunto. Era un delirio, una cosa irrelevante, de esas que se escuchan y se olvidan como la lluvia una tarde de domingo. Pensó, como mucho, que a lo mejor podía suicidarse.
Francisco quería volver con Kenia. Más de una vez se lo rogó. Hasta que una vez, desesperado, la intentó ahorcar. El hijo de ambos se interpuso y lo cacheteó. Pero reaccionó y pidió perdón. Hincado pidió perdón a ella y a su suegra. Eso no lo supo Juan José hasta un par de días después; siempre se trataron distantes y con respeto, sin embargo, si lo hubiera sabido a tiempo lo habría enfrentado. Kenia se lo había contado a la mujer de su hermano; era un secreto que ellas prefirieron esconder algunos días para evitar más violencia.
Juan José estaba en lo alto de un árbol cortando mamoncillos. Escuchó los gritos de su hermana y se tiró. Corrió como loco a la casa. Escuchó el disparo y se imaginó lo que antes tímidamente había imaginado: Francisco se mató frente al niño. En el cuarto en penumbras encontró el cadáver de su hermana y a su cuñado agonizando. Supo de inmediato que ya no había nada que hacer para salvarla. Pero a él sí. Entre 15 a 20 minutos después llegó un pick up de la Policía Nacional Civil. Subieron al herido.
—Se lo llevó la bestia.
Francisco no bebía alcohol ni drogas. Su trabajo era estable, por eso no pasaba mayores penurias económicas. Era miembro de una iglesia. Trataba bien a su hijo y estaba siempre pendiente de su comportamiento en la escuela, en la casa, de sus notas, de sus necesidades.
—Se lo llevó el diablo, la bestia.
Aquel lunes Juan José escuchó a la aurora cantar toda la madrugada. Unos dicen que la aurora anuncia la muerte. Él es uno de ellos.
Después del asesinato y el suicidio la puerta de la casa encorvada quedó cerrada con llave. Adentro quedaron encendidos los focos. El cuerpo de Kenia fue velado en la casa de su madre. Su ataúd quedó justito en la sala de la casa construida con ladrillos rojos, con dos cirios en la cabecera. Nadie puso una foto de ella y ninguno de sus hermanos o sus cuñados supo responder por qué.
En el patio de tierra Juan Pablo y sus primos daban vueltas. Chisteaban porque Steven, de ocho años de edad e hijo de Juan José, le pegaron un chicle hace algunos días y ahora anda pelón de una parte de la cabeza.
Juan Pablo no lloraba. Recordaba todo: desde la mirada abyecta de su papá entrando a bordo de la moto, los cuerpos ensangrentados, hasta la promesa de su mamá de prepararle panes con pollo el día de su cumpleaños número once en enero. Contaba cada escena como quien cuenta una tontera que no le hace mucho sentido. Su angustiosa resignación no es infantil y menos cristiana; brota de un lugar plano donde las emociones se achatan sin remedio.
—Mi mamá me contaba un chiste: va una pareja por la calle y aparece un ladrón que le dice la mujer: la cartera o la degollo. Entonces la mujer dice: Goyo, Goyo, la cartera.
En el carácter Juan Pablo se parece a su padre, según sus profesores: es fuerte pero no es agresivo. A veces anda tranquilo pero de repente puede gritar porque lo están molestando. Antes se metía con bastante frecuencia en problemas. Pero este año fue diferente: un niño promedio que ni molesta tanto ni pasa completamente desapercibido.
Juan Pablo quiere cuidar plantas cuando sea grande. Dijo que le gusta ir al Salto, una pequeña cascada a unos pocos kilómetros de distancia de su casa, porque de la escuela lo llevan a conocer las especies de plantas que ahí crecen. En cambio Steven quiere ser albañil, como su padre. Ahora que es huérfano sus tíos lo cuidarán. Juan José prometió que lo cuidará con igual o con más esmero que a sus propios hijos.
— Si diosito quiso llevársela que en paz descanse. Que él la guarde. Ella es un ángel que me anda cuidando y yo solo tengo que recordar los chistes que hacíamos, cómo jugábamos.
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