El sacristán recuerda que, en la distancia, primero escuchó el sonido como de un cuete explotando ¡¡paaaa!! y después otro ¡¡paaaa!! y después como una ráfaga de pólvora que se extingue escandalosa con destellos de papel en todas direcciones ¡¡tataaatataaa!! Dice que imaginó que a lo mejor alguien estaba celebrando el Día de la Madre siete días más tarde de lo programado en el calendario oficial de asuetos salvadoreños. Afuera una lluvia fina y puntiaguda mojaba calles y carros y casas. Esa lluvia mínima, en las antípodas de la tormenta diluviana de la noche anterior, duró hasta la madrugada.
Fátima de Castaneda y su suegra llegaron un poco antes de las cinco de la mañana a la Iglesia San José la Majada, de Juayúa, Sonsonate. Llovía. La suegra se quedó en la capilla. Fátima dice que se fue de una vez a la casa parroquial. Ah, pero antes llamó a su hermana para saber dónde estaba. Justito en el momento que contestó iba entrando. Juntas se asomaron a la casa parroquial. Primero tocaron la puerta del padre Cecilio Pérez Cruz: ¡¡padre!! Pero nadie respondió. Pensaron: ¡qué raro! Volvieron a tocar pero tampoco hubo respuesta. O bueno, sí la hubo: de la puerta de enfrente asomó la cabeza Abraham Heriberto Mestizo Pérez que les dijo que entraran a la cocina porque la puerta estaba abierta. Entraron. Estaba oscuro. Del cuarto del padre Cecilio una luz oblicua se derramaba hacia la cocina. También se escuchaba el ruido del televisor. Pensaron que quizá por eso no las había escuchado. Las hermanas pusieron el café. Como es la tradición los feligreses se reúnen las madrugadas de los sábados de mayo para rezar el Rosario de la Aurora. Es una celebración que incluye comida. Sí. Pan dulce, café. Unas seis horas antes Fátima y el padre Cecilio se pelearon por el pan. Él compró $20 de pan pero nadie le avisó que ya alguien había comprado la misma cantidad; 200 panes era demasiado para un puñadito de gente.
— Padre Cecilio: ¿¡por qué encargó tanto pan!?
— Fátima de Castaneda: mi hermana me dijo que usted no había encargado el pan.
— Padre Cecilio: pero yo lo fui a encargar.
— Fátima de Castaneda: que le quede claro que yo no tuve el error.
Fátima y su hermana volvieron a la iglesia. El silencio de la madrugada estaba adherido a las paredes. Dice que recordó que el padre Cecilio tenía su libro de cánticos. Decidió insistir tocando la puerta. Recuerda que su hermana le dijo: «Debe estarse bañando». Era una posibilidad pero, la verdad sea dicha, era improbable porque no se escuchaba el sonido chispeante de las gotas en el suelo. Y en la larga casa parroquial se escucha todo: el chirriar de las puertas de madera barnizada abriéndose, las ventanas cerrándose, el televisor, el clic de la lámpara de mesa del padre Cecilio. Recuerda que empujó la puerta y vio los pies del padre en el suelo.
Afuera la llovizna provocó un debate: ¿era conveniente sacar la imagen de la virgen o mejor solo el cuadro de la Virgen de la Paz? Ganó el cuadro; la imagen se quedó adentro para evitar que el agua la corroyera. Los gritos de Fátima ¡¡el padre está tirado en el suelo!! interrumpieron el inicio de la celebración. Todos la escucharon y corrieron en pos a la casa parroquial. El sacristán también lo hizo. Fátima fue la primera en entrar. Dice que al verlo tirado imaginó que quizá se había caído al salir de la ducha porque tenía puestas las yinas. Se lanzó al cuerpo que tenía el rostro pegado en la orilla del sillón y puso la cabeza inerte en su regazo. Al moverlo notó el charco de sangre en el piso. Entonces se apartó.
“Quizá le dio un infarto”, murmuró un hombre.
El sacristán dice que vio el hoyo de una de las balas en la boca del estómago del sacerdote y concluyó que estaba frente a la escena de un crimen. Era un hoyo que en la oscuridad le pareció gris, con bordes. Recuerda que supuso que ahí lo llegaron a matar.
«Las tres divinas personas», exclamó una mujer.
Estaba amaneciendo. Una de las mujeres corrió a la subdelegación de San José la Majada a llamar a la policía. Dicen los viejos que las malas noticias no se hacen esperar. En tiempos de redes sociales las malas noticias son un tren bala que se quedó sin frenos. Una de las sobrinas del padre Cecilio revisaba su cuenta de Facebook. Veía los comentarios y las fotografías de su vecindario virtual. Entre los comentarios leyó que en Juayúa encontraron a un sacerdote muerto. No especificaba el nombre. Saltó de la cama a contar a sus abuelos, es decir a Rigoberto Pérez y Juana Cruz, padre y madre del sacerdote, lo que había leído. Ellos le dijeron que llamara a la parroquia. Ella lo hizo pero al otro lado de la línea nadie contestó. En ese momento un grupo luctuoso de feligreses de la iglesia de San José la Majada tocó la puerta de la casa ubicada al final de un empinado camino de tierra y piedras lunares en el cantón Sabana San Juan Arriba, en Nahuizalco.
«Vámonos que al padre lo mataron», dijeron los visitantes.
Rigoberto y Juana llegaron a la iglesia pero no pudieron ver el cuerpo de su hijo. Los fiscales y los policías no los dejaron entrar a la escena del crimen. Adentro los investigadores interrogaban a Fátima. Cerca de ellos pasó Abraham Heriberto Mestizo; llevaba un paraguas e iba a la calle. Una agente entendió sus intenciones y lo detuvo. Le dijo que no se podía ir. En ese momento llevaron a Fátima y a Mestizo a la cocina. Les ordenaron esperar unos momentos mientras decidían cuál era el siguiente paso a dar.
— Fátima: ¿usted no escuchó nada?
— Abraham: …
— Fátima: ¡No creo que no haya escuchado nada!
Luego los policías se llevaron a Abraham a interrogarlo. Eran pasadas las nueve de la mañana. El cuerpo se lo llevaron los forenses de Medicina Legal. Rigoberto y Juana lo vieron pasar pero no pudieron ver su cara. No pudieron ver las balas incrustadas en el pecho y la espalda. Sin el cadáver en el cuarto era orden de limpiar. El sacristán y tres personas más se dieron a la tarea de regar y barrera la sangre pegada cerca de la cama y el sillón. Pensaban: ¿quién fue? ¿Qué sintió cuando lo asesinaron? ¿Por qué? Después de limpiar rezaron el rosario en la calle.
Casi un mes después la pregunta sigue sin ser respondida: ¿por qué?
La iglesia San José de la Majada tiene una amplia zona verde. La intensidad de la luz del día penetra todos los rincones limpiando cualquier rastro de luto. En el altar hay una vela encendida metida dentro de un vaso y a la par el retrato del padre Cecilio. Sonríe. Al fondo del altar un velo rojo esconde un Cristo crucificado.
La casa parroquial está cerrada con llave. Las llaves las guarda el párroco de Juayúa que llega a La Majada todos los días a dar misa a las seis de la noche. La casa parroquial es larga. En la parte frontal tiene seis ventanales y tres puertas. Los primeros tres ventanales corresponden a una bodega y al cuarto de las visitas. Los restantes tres corresponden al cuarto del padre Cecilio. Las tres puertas están una frente a otra precedidas por un pequeño recibidor.
La puerta del cuarto del padre Cecilio está frente a la puerta de la bodega en la que dormía Abraham Mestizo, el predicador a tiempo completo que es acusado del asesinato del sacerdote.
Abraham es un viejo conocido del padre Cecilio. Por ser predicador vivió algún tiempo en la iglesia con el sacerdote. Pero en septiembre del año pasado se casó y se fue a vivir a la ermita de San José de la Majada que está a unas tres cuadras de distancia de la iglesia.
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Ambos, desde hace algún tiempo, llevaban una relación tensa. Fátima recuerda que el padre Cecilio le llamaba la atención muy frecuentemente a Mestizo. No estaba cumpliendo, según ella, a cabalidad sus obligaciones como hombre de Dios. El viernes 17 de mayo, el día del crimen, le ordenó repicar las campanas para llamar a la misa de la mañana. Mestizo, según ella, no lo hizo. Eso terminó en una pelea con el sacerdote.
— Fátima: en el consejo pastoral el padre nos dijo: “Ya no asume sus responsabilidades, veré qué medidas tomo. Necesito un evangelizador que me ayude”.
La noche del asesinato Fátima y su esposo iban a quedarse a dormir en la casa parroquial para no madrugar el sábado. Pero el padre les dijo que mejor no, porque Abraham estaba ahí. Ella y su cónyuge solían quedarse cuando la ocasión lo ameritaba o cuando el sacerdote se los pedía. El 5 de mayo, doce días antes de morir, les pidió que se quedaran con él porque tenía miedo.
— Padre Cecilio: me despierto en la madrugada con miedo. Cuando alguien se queda conmigo me siento protegido.
El sacristán dice que no cree que Mestizo sea el asesino. Duda demasiado. Prefiere creer que detrás están los que se enojaron con el padre Cecilio por criticarlos, los que se enojaron porque, según recuerda, les echaba en cara que estafaban a los creyentes con la teología de la prosperidad. Tiene motivos para estar casi seguro que las balas llegaron de esa dirección: hace dos años y medio, cuando el padre fue asignado a San José la Majada, lo recibieron con cárteles insultantes. Tiempo después se robaron una imagen del Niño y de San José de la iglesia. A principios de este año alguien rompió la cara a un San José instalado cerca del parque que fue reconstruida el 1 de mayo, día de San José Obrero. 16 días después el padre Cecilio fue asesinado.
— Sacristán: como que los mismos que destruyeron las imágenes… es sed de matar.
Las sospechas del sacristán, a quien Mestizo estaba sustituyendo un par de días, la PNC la descarta. Es lo único que elimina. Después no dice nada. No confirma nada. No rechaza nada más. Sobre el asesinato y el conocimiento de las causas hay un muro igual de infranqueable que el muro Gaza o la valla de Melilla. Hay demasiado silencio. Ni la familia ni los allegados de la víctima tienen una idea completamente construida de los porqués, de las razones detrás del crimen.
El 13 de junio, al filo de la una de la tarde, la Fiscalía General de la República (FGR) presentó formalmente la acusación contra Mestizo por el homicidio agravado del sacerdote. En el requerimiento pidió al Juzgado de Paz de Juayúa que ordene la reserva total del caso, es decir, que nadie pueda conocer ningún detalle. Secreto, oscuridad. La jefa fiscal de Sonsonate, Carmen Paniagua, no explicó más que tenían las pruebas suficientes para sostener la acusación.
Lo curioso es pedir que el caso sea secreto es lo que estila cuando se trata de casos de abusos sexuales en menores de edad o cuando está de por medio la intimidad de adultos.
Los padres de la víctima tampoco saben nada. En su casa esperan mientras el luto sigue latiendo como el corazón de un animal en sus últimas horas de vida.
— Rigoberto Pérez: no le podemos decir que acusen porque no sabemos quién lo hizo. No sabemos nada. ¿Qué podemos decir si no hemos visto ni hemos estado con ellos? ¿Verdad? No puedo decir “acúsenlo”, tendría que ser injusto yo para decir eso porque no hemos visto.
— Juana Cruz: él se ocupaba de hacer la voluntad de Dios, enseñar la palabra para que las personas comprendan el amor a Dios. Por eso nosotros no sospechamos nada malo que él haya cometido.