— ¿¡Hey, qué hacen!?
— ¡A la puta! ¿Querés irte o no?
Dos policías estaban adentro del carro; uno sostenía una lámpara cuya luz caía sobre el tablero y otro, navaja en mano, maniobraba con cuidado entre las líneas arrancando el equipo de sonido del Honda Civic.
Jorge es un estudiante universitario que nació en una familia con relativas comodidades. Tiene 18 años de edad. Es el menor de tres hermanos. No viaja en el transporte colectivo; sus padres le regalaron un Honda Civic. Los viernes y los sábados suele salir con sus amigos. Lo de casi siempre: cervezas, drogas, mujeres. Uno de esos días cuenta que repitió la rutina. Fue solo a comprar a La Granjita, sobre el bulevar Constitución.
(La Granjita es un muy conocido punto de venta de drogas. Se ubica entre los moteles La Pradera y El Riviera. La oferta y la demanda fluye con normalidad: los que buscan marihuana la encuentran; los que buscan cocaína, también. Los policías conocen el mercado que funciona ahí. Todo el mundo lo sabe)
Eran pasadas las doce de la noche. Jorge dice que entró y compró para su consumo. La ley dice que el consumo no es delito; la tenencia con propósitos de tráfico, sí. Pero en ese momento él no lo sabía. Salió y avanzó unas cuadras sobre Constitución. Detrás iba una patrulla y sobre la prolongación de la Calle Masferrer le ordenaron detenerse. Un policía se asomó a su ventanilla y le pidió los documentos. Él entregó la tarjeta de circulación y la licencia. Dos policías custodiaban.
— Policía: salí del carro.
Jorge obedeció. Llevó sus manos a la nuca. Abrió las piernas, como le ordenaron. Temblaba. El policía metió las manos en sus bolsillos y sacó el teléfono celular, las monedas y los billetes. Otro agente entró al vehículo.
— Policía: ¿andás armado?
— Jorge: no.
— Policía: ¿drogas?
— Jorge: tampoco.
El policía que hurgaba encontró, debajo del asiento del pasajero, una bolsa con un polvo blanco: cocaína.
Jorge recuerda que tragó grueso. Enmudeció. Los peores pensamientos vinieron a su cabeza: ir preso, qué dirán los padres, perderlo todo. Empezó a llorar.
— Policía: ¿y esto qué putas es? ¡Te la vas a comer!
— Jorge: no me haga eso, señor. Es la primera vez que compro. Ayúdeme.
Existe la idea que la extorsión es el delito por antonomasia de los pandilleros. Que primero se recibe una llamada y, al otro lado de la línea, el interlocutor se identificará como el pandillero equis, que llama en nombre de la pandilla equis desde el penal equis, que si no pagas tanto ya estás vigilado y que el jomi irá a reventarte a la casa cuando menos lo esperes. Ajá, es que con el barrio no se juega. Eso. Otras veces encuentras el papelito debajo de la puerta. Equis cantidad de dinero que debe enviarse a equis empresa de transacciones financieras a tal hora de tal día si no quiere morir. Eso también.
Pero la extorsión tiene otros empaques. También se puede presentar de otras formas. La pandilla tiene su método y sus víctimas. Algunos miembros de la Policía Nacional Civil (PNC) tienen lo propio.
De acuerdo con las estadísticas de la Fiscalía General de la República (FGR), entre enero de 2016 y marzo de 2019, 45 policías fueron acusados de extorsión. Solo en el año 2016 se registraron 22 de los 45 casos. Contexto: a principios de enero de 2015 el gobierno de Salvador Sánchez Cerén dijo nunca más a la tregua entre el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha que patrocinó su antecesor Mauricio Funes Cartagena; la guerra entre el Estado y las pandillas convirtió a los agentes en la carne de cañón en la primera línea de batalla; los principales funcionarios hicieron apología del uso de la fuerza bruta y legitimaron la prepotencia sin control de sus subalternos.
El resultado: policías acusados de extorsión, policías acusados de ejecuciones extrajudiciales, policías sentados en el banquillo de los acusados por asesinatos, policías creyéndose legitimados para hacer y deshacer, policías abusando a sus anchas de la tarea para la que fueron preparados y contratados.
En 2018 la cifra disminuyó a la mitad: once casos. Se repitió, sin embargo, una constante: los lugares con más casos fueron Santa Ana, Soyapango, Mejicanos y San Martín.
De los 45 casos la Fiscalía llevó a los tribunales ocho. De los ocho casos seis quedaron impunes. Hubo dos condenas.
De 45 denuncias la Fiscalía logró condenas en dos casos. 43 quedaron impunes.
Jorge dice que vio a los policías reírse entre ellos. Que le aseguraban que iba a pasar muchos años en la cárcel. Que ni por ser hijo de papi y mami iba a escaparse.
— Policía: ¿y cómo nos podés ayudar para no salir jodido?
Jorge recuerda que les ofreció un billete de $20 que no le habían encontrado en el registro. Los policías se burlaron. Le respondieron que eran cuatro, que muy poco dinero para cada uno. El que entró al vehículo propuso llevarse el equipo de sonido: bocinas nuevas, plasma nuevo, todo nuevo.
— Policía: la vendemos y nos sale algo para todos.
En menos de cinco minutos desarmaron y se llevaron el equipo de sonido del Honda Civic. Jorge recuerda que lloró.
Entre enero de 2016 y marzo de 2019 en la PNC fueron denunciados 16 policías por extorsión, según la respuesta a la solicitud de información presentada a la institución. Todos los casos están “sobreaveriguar”. En 2017 se registraron más casos que en el año anterior y en los siguientes.
Quezaltepeque fue el municipio con más casos: seis. El resto se distribuye en San Salvador, Soyapango, Ilopango, Santa Rosa de Lima, San Gerardo, San Miguel, San Sebastián y California (Usulután).
También se solicitó los nombres de los policías acusados de extorsión. El oficial de información, sin embargo, alegó que esos eran datos reservados porque las investigaciones pueden truncarse. Pero cuando se trata de delitos comunes la institución no piensa lo mismo; divulga sus nombres sin titubeos.
Se le pidió a la Inspectoría General de Seguridad Pública la cantidad de policías suspendidos de sus cargos acusados de extorsión entre 2016 a 2019. La petición de información fue enviada a Baltazar Chávez López, oficial de información institucional. Un par de días más tarde se le llamó para confirmar si había recibido la solicitud. El oficial dijo que sí. Pero la respuesta nunca llegó.
En el estudio “legitimidad y confianza pública de la policía en El Salvador”, publicado en 2017 por el Instituto Universitario de Opinión Pública de la UCA (IUDOP) y el Kimberly Green Latin American and Caribbean Center, los investigadores preguntaron a los ciudadanos: por lo que usted ha visto o ha oído mencionar, ¿la corrupción de agentes de la policía es muy generalizada, algo generalizada, poco generalizada o nada generalizada? Más de la mitad de los encuestados, es decir el 51.5 por ciento, respondió que la corrupción dentro de la PNC es mucho o algo generalizada.
Los investigadores cruzaron las variables de los encuestados y concluyeron que los hombres más jóvenes de las zonas Occidental, Central y Metropolitana y con estudios superiores son los que perciben a la PNC como más corrupta.
El Chele trabajaba en un call center. Ahí tenía su cartera de clientes. Cada cierto tiempo viajaba a Guatemala a comprar marihuana para la venta. Allá está el trance. En uno de tantos viajes de regreso a El Salvador un grupo de policías lo detuvo en la entrada de La Hachadura. Traía dos kilos. Se los quitaron.
— Policía: hasta que traigas el pisto te lo voy a devolver.
El Chele regresó preocupado por su inversión. Pero la tarea estaba clara: comenzó a cobrar a todos los clientes que le debían dinero. Reunió para pagar un kilo y volvió a la frontera. El otro kilo le quedó a los policías.
Al Musulmán le ocurrió algo similar que a El Chele pero en una cantidad mucho menor: regresaba de comprar tres onzas para revender a sus amigos y con el dinero se pagaba la universidad. Eran tres bolsas ziploc llenas. Cada una le costó $50. De la esquina de la calle vieron a los policías ordenarles detenerse y llegar a él y a su amigo. La negociación fue rápida: $25 a cambio de dejarlos irse. Le ordenaron guardarse el dinero en el bolsillo del pantalón.
— Policía: vamos a hacer como que te estamos registrando y te los vamos a sacar.
Ese fue el trato. Pero la realidad fue otra: les quitaron los celulares, los zapatos y dos bolsas con marihuana. En estos casos la conclusión es siempre la misma: es preferible pagar en vez de terminar encerrado.
Es irónico. Otro día, mientras bebía cerveza con sus amigos en un parque de una colonia de Mejicanos, un grupo de policías se acercó y les ofrecieron marihuana. Una bolsita. Barata.
— El Chele: te pones a pensar: ¿a cuánta gente le piden? Es un sobresueldo de policía que anda en la calle.
— Musulmán: a veces uno siente que hasta le hacen el paro. Uno no quiere ir a parar al bote.
Un policía cuyo nombre no puede darse a conocer por razones de seguridad: aceptará que extorsionar a vendedores y consumidores es una cosa común. Todos en la PNC saben quiénes lo hacen. Extorsionan a conductores ebrios, a consumidores, a dealers, a infieles.
— Policía: dinero, teléfonos, computadoras e incluso mamadas han dado cuando los agarran. ¿Vos creés que alguien decente, que no es delincuente pero que la cagó porque anda en drogas, o porque anda a pija, o porque acaba de salir con un travesti y no quiere que su esposa lo descubra, no te da cualquier cosa? Puta, esa desesperación da pisto.
Los policías conocen los mapas del vicio. Rondan moteles, bares, puntos de ventas de drogas. Pero no siempre llegan a esos puntos para realizar su tarea abnegadamente.
Jeannette Aguilar fue directora del IUDOP. Ahora está concentrada en investigar sobre seguridad pública. El 18 de junio dijo en una entrevista en Radio YSUCA sobre el asesinato de la policía Carla Ayala y el comportamiento de una buena parte de los agentes: “No es un tema de manzanas podridas, no se reduce al tema de algunos malos elementos, hay una subcultura de tolerancia, actuación arbitraria, de actuación extralegal que se ha instalado a partir de la tolerancia y la animosidad que ha predominado en las autoridades».