Armando Solís señala un lienzo mientras da algunas indicaciones. Está en su galería, orientando a una de sus alumnas. Habla suave, pausado, con un acento culto. En las paredes hay pinturas. En unas pequeñas mesas, libros y esculturas. Todo es de su autoría. Arriba, en un rótulo de fondo blanco, dice: “Escuela de Arte y Galería ARMANDO SOLÍS”. Es jueves, once de la mañana.
Días atrás habíamos hablado por teléfono para concertar una entrevista. Este jueves, al vernos entrar, nos conduce a un pequeño estudio repleto de papeles, revistas, pinturas. Armando Solís es la cabeza de una generación de pintores que, en sus propias palabras, representa una ruptura con el pasado porque propuso elementos nunca explorados en la pintura de El Salvador.
Armando Solís nació en 1940, en San Salvador, frente a la iglesia El Calvario. De niño recorrió las calles del Mercado Central. Cuando estudiaba la primaria, una de sus profesoras, llamada Carmen Pacheco, descubrió su vocación por el dibujo y lo matriculó en la Escuela de Artes Gráficas. No solo eso. También le compró todos los materiales. Pero no solo eso. También gestionó para que lo dejaran salir una hora antes de su centro de estudios y llegara a tiempo a recibir sus clases de pintura.
Por ese entonces, Armando tenía nueve años de edad, pero, según recuerda, sus habilidades sorprendían a los grandes maestros de la pintura. Uno de sus primeros tutores fue José Mejía Vides, uno de los más destacados pintores y escultores salvadoreños del siglo veinte.
”Me gustó tanto y me quedé casi cinco años estudiando la pintura. Uno de mis compañeros fue Julio Hernández Alemán. Cuando Mejía Vides vio que nuestra potencialidad era buena en el dibujo, nos metió al desnudo natural. Éramos los dos niños”, recuerda Armando Solís.
Pasaron los años y Armando se convirtió en un adolescente con más inquietudes artísticas. A los catorce años comenzó a trabajar como retratista. Por ese tiempo, instaló su propio taller y contrató a otras personas. Su vida cambió. Ganaba buen dinero y se llenó de algunas comodidades.
“ Allá por 1957 aparece un pintor chileno famoso, que lo habían traído de Estados Unidos para hacer los cuadros grandes alegóricos a la independencia de Casa Presidencial. Su nombre era Luis Vergara Ahumada. Este chileno sacó un anuncio que necesitaba a un joven pintor. Yo no quería ir porque tenía mi propio negocio y vivía bien. Sin embargo, hubo gente que me convenció. Cuando llegué ya habían pasado un montón de candidatos. Vergara me puso a hacer un retrato y eso no me costó porque lo hacía todos los días. Se quedó sorprendido y me dio el trabajo. Yo me sentí halagado. Ahí me quedé casi dos años y adquirí un conocimiento grande de retrato”.
A los 20 años ingresó a Bellas Artes. Transcurría 1960. Ahí aprendió nuevas disciplinas como la escultura e historia del arte. La primera materia la impartía Benjamín Saúl y la segunda Raúl Elas Reyes. “Cuando yo llegué a Bellas Artes iba bastante fogueado. Pero yo quería ser un buen artista. Sabía que era difícil, pero yo quería ser eso y empecé a prepararme lo más que podía. Por eso siempre busqué a los mejores profesores para aprender”.
Una conferencia de Leonardo
Cinco años antes de entrar a Bellas Artes, Armando Solís conoció a Josefina Monterrosa, una mujer que practicaba el espiritismo y que cierto día lo invitó a una sesión en la que escuchó una conferencia de Leonardo da Vinci. Días después volvió a escuchar a Leonardo, en otra sesión espiritista, y, a partir de entonces, quedó fascinado y comenzó a comprar todos los libros que trataban sobre el pintor florentino. “En este momento tengo en mi biblioteca más de 60 libros, una colección de biografías y libros de artes sobre Leonardo”.
Armando ha escrito dos autobiografías. En la segunda, titulada De labore de Solís, decidió abordar un tema que había mantenido oculto durante casi toda su vida: su experiencia con el espiritismo y la influencia de esta filosofía en toda su obra pictórica y literaria. “Siempre comentaba con mi amiga Aída Flores que esa posición oculta de mi vida religiosa me daba gran ventaja ante mis compañeros artistas, que teorizaba con mi vida y el arte. No pintaba por pintar”, dice en sus memorias.
En ese libro también relata que las experiencias esotéricas no las conoció en las sesiones espiritistas de Josefina, sino en su propio hogar, pues su madre también era una destacada médium que, incluso, hacía trabajos al propio presidente de la República, José María Lemus.
“Durante 14 años viví bajo esa secta religiosa. Yo fui médium psicógrafo: con una gran facilidad, y con los ojos cerrados podía hacer retratos con base a lo que me decían. Todo eso lo oculté por muchos años. Pero todo eso me dio una gran ventaja en mi desarrollo personal”, dice Armando mientras muestra una colección de dibujos y señala algunos elementos místicos en ellos.
Esas experiencias esotéricas le hicieron muy amigo de Salarrué, a quien conoció en los años sesenta, mientras cursaba sus estudios en Bellas Artes. Se reunían en la oficina de José Mejía Vides. Con ambos se había hecho muy amigo. “Con Salarrué conversábamos sobre ese tema (esotérico). Mejía Vides no participaba, no le gustaba mucho hablar de eso. Salarrué me decía: ‘Ay, Armando, esta gente ni cuenta se da que traspaso las paredes y que camino por los techos de sus casas’”.
En sus memorias, sobre ese mismo tema, Armando escribe: “El maestro Salarrué me comprendía, ya que él tenía mucho conocimiento de los gnósticos y toda su teoría esotérica. Recuerdo que en la entrada del estudio estaba el escudo familiar que había hecho Salarrué. Tenía en el centro la cruz templaria, donde se manifestaba con los sionistas, a pesar que creía que el origen de la vida es el mar o el agua”.
Expresionismo social
A finales de los años sesenta Armando encontró su propio estilo en la pintura. Eso lo distanció de los grandes pintores que se aglutinaban en el Museo Forma, fundado y dirigido por Julia Díaz.
Armando realizó su primera exposición profesional en la Casa del Arte. Tenía 28 años. En su autobiografía, el pintor recuerda que esa presentación fue bien recibida por el público y sus compañeros del grupo. “Decían que tenía una gran originalidad y estilo propio. Mis dibujos eran raros como los fantasmas de mis pinturas, cargados de mis confusiones dolorosas llenas de angustia. Tan lejos había introducido mi nuevo concepto pictórico que yo le llamaba “aforismo plástico” y después se le llamaba “expresionismo social”… para muchos era excepcional pues aportaba un estilo nuevo en el país que cambiaría la historia de la pintura al imponer el neofigurativo y en Centroamérica”.
Armando es un artista polifacético. No solo hace pintura, sino escultura y literatura. Ha escrito una decena de libros, la mayoría son biografías de pintores; por ejemplo, la de su maestro José Mejía Vides y la de su gran amigo Camilo Minero. Pero también ha escrito la biografía de Valentín Estrada, Benjamín Saúl y Roque Dalton. Para reconstruir la vida de este último tardó más de 20 años. Investigó por todos lados y habló con muchos de sus compañeros de generación.
Además de las semblanzas, Armando ha escrito libros sobre arte. “Para escribir mis libros, mis biografías también me ha servido la concentración, la meditación espiritista. Me ayuda a canalizar las ideas”.
En los años ochenta, Armando ingresó a trabajar en la Universidad Nacional de El Salvador como profesor de artes. Ahí fundó el grupo denominado “Los cinco negritos”, que estaba integrado, entre otros, por Matilde Elena López y Salvador Juárez. Eran tiempos de guerra. Las persecuciones contra los artistas que tenían inclinaciones de izquierda eran más fuertes. Los cinco negritos tuvieron algunos problemas, pero ninguno fue asesinado.
Actualmente dirige la Galería de Arte que lleva su nombre. Ahí se la pasa pintando y enseñando a pintar. Así como lo hizo desde que era un niño.