La bala atravesó su pecho y una erupción de sangre estalló por su nariz, ojos y oídos. El disparo fue brutal. Provocó una hemorragia indetenible y monseñor Óscar Arnulfo Romero murió pocos minutos después. Era 24 de marzo de 1980.
Un día antes, monseñor Romero había pronunciado una incómoda homilía para los cuerpos de seguridad que pretendían detener a todo movimiento popular que, por una parte, estuviera en contra de las políticas del régimen militar, y, por otra, simpatizara con las guerrillas urbanas que conspiraban para llegar al poder a través de la violencia.
En esa homilía, monseñor Romero les pidió a los soldados que que no obedecieran cualquier orden de matar que les dieran sus superiores. Luego ordenó, en el nombre de Dios, que cesaran la represión.
En sus memorias, el periodista Jorge Pinto recuerda que ese domingo por la mañana se encontraba escuchando la homilía a través de un radio en las oficinas de El Independiente, periódico del cual era propietario, junto al jefe de redacción José Vidal Chacón.
Cuando monseñor Romero finalizó la homilía, recuerda Pinto, su jefe de redacción se quedó “blanco como un papel” y giró la cabeza negativamente. “Hoy sí lo matan esos gorilas”, dijo.
Al siguiente día, el 24 de marzo, Jorge Pinto llegó a la capilla del hospital Divina Providencia. Eran las seis de la tarde. Monseñor Romero se había comprometido con el periodista celebrar una misa por el primer aniversario de la muerte de su madre doña Sara Meardi de Pinto.
Jorge Pinto escribió en sus memorias que, cuando llegó a la iglesia, observó que monseñor Romero estaba arrodillado, orando, con un breviario en las manos y plenamente concentrado.
A monseñor Romero le habían advertido, las personas más cercanas, que no diera esa misa, pues sabían que la homilía del día anterior había desatado la rabia del Ejército y lo mejor era que no se expusiera. Las amenazas de muerte eran el pan de cada día.
Una parte del templo se llenó con los amigos y familiares de Jorge Pinto, y también de algunos de los enfermos de cáncer del hospitalito de la iglesia.
En la misa también se encontraba el fotoperiodista de El Diario de Hoy, Eulalio Pérez, quien también trabajaba para la agencia United Press International (UPI), la cual le habían solicitado nuevas fotografías de monseñor Romero. Por eso, guiado por las esquelas aparecidas en los periódicos donde se anunciaba el acto religioso, llegó al lugar.
Cuando monseñor Romero pidió que se unieran en “fe y esperanza» para orar «por doña Sarita y por nosotros”, se escuchó un fuerte impacto.
“En aquel momento Monseñor Romero puso las manos sobre el mármol y pareció que iba a arrodillarse —recordó Jorge Pinto—. El disparo sonó como una bomba. Debo confesar que yo no alcanzaba a analizar lo que estaba sucediendo. La gente se había lanzado sobre mí para protegerme del disparo que me hicieron. Era un segundo disparo. Yo sentía como un velo que me hacía parecer todo como una espantosa pesadilla(…). Si bien todo parecía una pesadilla, los zapatos de monseñor Romero, que salían debajo del altar, me hicieron volver rápidamente a la grave realidad que me circundaba. No, no era una pesadilla. Ahí estaba el cuerpo ensangrentado de monseñor Romero”.
Las únicas imágenes de esa trágica noche, donde un francotirador, dirigido por los Escuadrones de la Muerte, asesinó al arzobispo de San Salvador, fueron las que hizo Eulalio Pérez.
Vocación sacerdotal
Óscar Romero soñaba con ser sacerdote desde que era un niño. Así lo recuerdan familiares y algunos amigos de infancia. Nació el 15 de agosto de 1917 en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel. Su padre, Santos Romero, era telegrafista y su madre, Guadalupe Galdámez, hacía distintos oficios para ganarse la vida.
Romero ingresó desde muy joven al Seminario Menor de San Miguel. En 1937, se fue a Italia, Roma, y se formó con jesuitas en el Colegio Pío Latinoamericano. Ahí se ordenó sacerdote en 1942.
Al regresar a El Salvador, en 1943, fue nombrado párroco del municipio de Anamorós, departamento de La Unión, y luego encargado de la diócesis de San Miguel. Los feligreses lo recuerdan como un sacerdote tímido, pero profundamente entregado a la organización de las comunidades y, sobre todo, a atender a los pobres, a los niños y a los huérfanos.
En 1967, Monseñor fue nombrado secretario de la Conferencia Episcopal de El Salvador y estableció su despacho en el Seminario de San José de la Montaña. En 1970, el papa Pablo VI lo ordenó obispo auxiliar de San Salvador y siete años después arzobispo de San Salvador.
Ese mismo año, escuadrones de la muerte asesinaron al padre Rutilio Grande y, a partir de ese momento, monseñor Romero adoptó una conducta más volcada en defensa de los pobres. Comenzó a denunciar los atropellos cometidos por el Ejército, pero también por los secuestros y atentados de las guerrillas urbanas. En sus homilías dominicales clamaba por el cese de la violencia.
Monseñor Romero tenía la costumbre de llevar un diario en el que, cada noche, dejaba constancia de las actividades en que había participado durante el día. El diario no lo escribía. Lo registraba en una pequeña grabadora.
A través de las páginas de su diario puede observarse que monseñor Romero era, ante todo, un cristiano que celebraba las festividades religiosas con recogimiento y administraba con gran pasión los sacramentos.
Ahí también puede observarse que Romero era muy cercano a los jesuitas de la UCA, sin embargo también colaboraba con las demás órdenes religiosas como la Opus Dei. Con quienes no logró establecer una buena relación fue con los obispos Josué Eduardo Álvarez, de San Miguel, Marco René Revelo, de Santa Ana, y Pedro Arnoldo Aparicio, de San Vicente. Romero escribió en su diario que las reuniones de la Conferencia Episcopal eran amargas por las frecuentes confrontaciones.
Estos obispos criticaban severa y públicamente sus actuaciones y prédicas. Monseñor Aparicio, por ejemplo, publicó en México un artículo en que culpaba a Monseñor Romero de la violencia en El Salvador.
Monseñor Romero tenía una agenda intensa. Celebraba dos misas diarias en sitios distintos. Recorría comunidades donde la pobreza era evidente. Visitaba conventos y orfanatos, y atendía a casi todas las personas que solicitaban hablar con él, ya sea porque tenían un familiar desaparecido o secuestrado.
Muchos diplomáticos se le acercaban para empaparse de la situación del país. No obstante, a excepción de dos encuentros con José Napoleón Duarte, monseñor Romero no registró reuniones con dirigentes de partidos ni con dirigentes de movimientos guerrilleros.
Sin embargo, a mediados de 2016, en una entrevista concedida a una radio salvadoreña, el coronel Adolfo Majano, quien presidió las Juntas de Gobierno después del golpe de Estado de 1979, aseguró que durante esa coyuntura monseñor Romero se constituyó en una especie de autoridad, con quien se reunían constantemente para consultarle ciertas acciones políticas.
El crimen de monseñor Romero ha sido un misterio. Desde un inicio se manejó que el asesinato fue perpetrado por los Escuadrones de la Muerte, dirigidos por el Mayor Roberto d’Aubuisson. Trece años después, la Comisión de la Verdad estableció que fue él quien ordenó su asesinato. d’Aubuisson, por su parte, siempre negó haber tenido que ver con la muerte del arzobispo de San Salvador. A pesar de las indagaciones, el crimen todavía tiene sus zonas oscuras.
Monseñor Óscar Romero fue beatificado en mayo de 2015. Este domingo será canonizado, es decir, será declarado santo por las autoridades del Vaticano.