El hombre está a pocos metros, tambaleándose de un lado a otro, como si estuviera borracho. Nos observa fijamente, sin perdernos de vista. Avanzamos despacio. Pero cuando nos acercamos, el hombre pega una brutal carrera por un laberíntico pasaje del municipio de San Martín. “Ese bandido era el poste”, dice uno de los agentes mientras baja el fusil que había empuñado para defenderse ante cualquier ataque.
Viajamos en un pick up por las calles del Proyecto Santa Teresa, uno de los barrios más sanguinarios de ese municipio de San Salvador. Dos agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) han aceptado acompañarnos hasta la casa donde residía Ronald Alexander López Hernández, un presunto colaborador de la Mara Salvatrucha, quien a inicios de abril pasado fue capturado frente al cadáver decapitado de un hombre.
Queremos saber si Ronald, quien ahora se encuentra en el Hospital Psiquiátrico, con un proceso judicial por homicidio agravado, tenía con anterioridad un cuadro clínico por problemas mentales. Queremos saber un poco más de ese hombre que, pese a las incoherencias de su caso, continúa acusado en un tribunal de justicia.
Avanzamos ante la mirada expectante de los residentes de esa comunidad. Giramos en una calle donde hay instalados juegos mecánicos. Después nos estacionamos frente a un pasaje. El ambiente es pesado. Hay miedo, zozobra, terror. La gente saluda cabizbaja. Llegamos a la casa de la dirección anotada. El balcón de la puerta está abierto. Adentro hay dos niñas que juegan con un teléfono celular.
Preguntamos por un adulto. Una de ellas asegura que solo está su hermana, pero que está dormida y que le enfada muchísimo que la despierten. Le preguntamos si en esa casa vivía Ronald, la niña responde que sí, que era su tío, pero que ahora está en un hospital.
Es evidente que no hay ningún adulto en esa casa. O es evidente que no quieren recibirnos.
La vecina de enfrente ha observado la escena en silencio. Se ha limitado a continuar con su trabajo: echar tortillas. Parece ignorar la presencia de periodistas y policías. Nos acercamos y le preguntamos por los encargados de la casa de enfrente y ella explica que han salido pero que no tardarán en regresar.
Cuando uno de los agentes se acerca, la mujer dice: “Pérenme, les voy a mandar a llamar a la hermana. Aquí al otro lado vive. Hijo, andá hablale a la hermana Daysi”. Después explica: “Es que a veces sale a comprar y deja a las niñas, como yo estoy aquí en frente”.
Un joven se pone una camiseta y camina calle abajo. Nosotros nos quedamos esperando.
***
El pasado 5 de abril, un equipo policial que patrullaba las calles de San Salvador escucharon un reporte poco usual: sobre la Tercera Calle Poniente estaba el cadáver decapitado de un hombre. Pero lo extraño era que frente el cadáver se encontraba otro hombre con la ropa bañada en sangre. Los agentes se dirigieron al lugar y encontraron la escena descrita.
Los policías observaron el cadáver: la cabeza estaba desprendida del cuerpo y el pantalón bajado hasta las rodillas.
Luego se le acercaron al hombre que estaba cerca del fallecido. Le pidieron que se pusiera de pie y le exigieron los documentos de identidad. Cuando le preguntaron su nombre respondió sin titubeos que se llamaba Ronald Alexander López Hernández.
Lo arrestaron y se lo llevaron a una delegación. Pero antes de eso le tomaron fotografías que al siguiente día circularon en redes sociales. Las imágenes eran siniestras. Ronald estaba de pie, con la mirada perdida y la ropa empapada de sangre.
Los primeros reportes consignaban que Ronald había asesinado y decapitado a un vigilante del centro de San Salvador, y que luego había abusado sexualmente del cadáver. Pero eso nunca fue consignado por los agentes policiales que atendieron el caso.
Tampoco en la investigación de la Fiscalía General de la República (FGR) se constató que Ronald había abusado sexualmente del cadáver.
Contrario a lo que se había dicho en un primer momento, la víctima no era un vigilante privado, sino un contador con discapacidad auditiva y de lenguaje: no escuchaba ni hablaba. Su nombre era Rogelio Cabrera Gómez, de 63 años de edad. Así consta en el expediente judicial.
Lo raro fue que, dos días después, cuando Ronald fue llevado al Centro Judicial Isidro Menéndez, y los periodistas comenzaron a cuestionarlo, este dijo una chorrera de incoherencias. Las respuestas fueron disparatadas y absurdas.
Dijo, por ejemplo, que había perdido su documento de identidad, que alguien le había gritado una ofensa y que, en la desesperación por entender, había actuado de esa manera.
Pero esa no era la primera vez que Ronald evidenciaba problemas mentales. Horas después de ser arrestado, los agentes captores lo llevaron al Departamento de Servicios Médicos de la Policía Nacional Civil para realizarle un examen clínico. El documento está adjuntado en el expediente judicial.
En uno de los apartados dice: “El privado de libertad a la hora de la entrevista dice muchas incoherencias”. Mucho más abajo, en la casilla titulada como APARIENCIA GENERAL, dice: “Presenta trastorno mental, al parecer habla incoherencia”.
***
Los agentes siguen viendo de un lado a otro, atentos, con sus armas listas para disparar. Pocos minutos después, el joven regresa solo y sin novedades. Cuando la mamá le pregunta por la hermana Daysi, este hace un movimiento negativo con su cabeza.
— Mire, lo que queríamos saber es si Ronald estaba en un tratamiento psicológico previo al crimen que cometió —preguntamos.
— Sí, él ya estaba en un tratamiento previo. Incluso estuvo ingresado. Estaba en un tratamiento psicológico.
— ¿Ya tenía un cuadro clínico de años?
— No, de años no, porque no tenía mucho. Quizá como un año tenía de venir con ese proceso. Pero de años, no. Él era una persona normal. Yo recuerdo que cuando me vine a vivir a este pasaje él era un cipote normal.
— ¿No era violento con los vecinos?
— No, la verdad que no. Era bien amigable. Incluso, a veces, hasta le ayudaba a uno en mandados.
— ¿Fue sorpresa para ustedes darse cuenta lo que ocurrió?
— Sí, la verdad que sí.
La mujer baja la mirada y continúa echando tortillas en señal que no quiere seguir hablando. Decidimos salir de la zona.
El Proyecto Santa Teresa es una comunidad extensa. Con muchos pasajes, con muchos barrancos, con muchos pandilleros. Las paredes están manchadas con grafitis de la Mara Salvatrucha y con textos religiosos. La delincuencia es el pan de cada día.
Los agentes nos lo habían advertido minutos antes, cuando en la delegación habíamos pedido apoyo para ir hasta la casa de Ronald.
Los informes que nos habían dado eran poco alentadores. “¿Al Proyecto quieren ir ustedes?”, preguntó con una sonrisa irónica uno de los agentes que hacían guardia cuando explicamos el caso que andábamos siguiendo. ¿Está fregado en esa zona?, cuestionamos. “¡Jumm!, más así como andan ustedes, ligero se los levantan”, replicó.
Varios minutos después, cuando entrabamos a la comunidad, y el hombre que fingía ser un borracho corría despavorido por un pasaje, uno de los agentes que nos acompañaba nos dijo: “Ah, si no hubieran visto policías, seguro les caen y los topan. Y ya no salen de aquí”.
Cuando salimos del Proyecto Santa Teresa, las calles estaban más desoladas. Como si todos se hubiesen refugiado temiendo lo peor: algún operativo o algún enfrentamiento.
— Está bien complicada la cosa —explica uno de los agentes cuando hacemos la observación que las calles están más solas—. Mire, aquí la gente tiene miedo. Es que la misma gente también los acuerpa. No todos. Pero buena parte de la gente los acuerpa. Por miedo o por conveniencia.
— Tienen buen sistema de comunicación.
— Sí, mire, el poste siempre está en el mismo lugar. Nosotros siempre lo vemos ahí. Pero siempre alguien le avisa. Nos detectan y cuando ven un carro sospechoso se activan. Ellos conocen todos los carros de aquí. Cuando entra un carro así como este, ellos piensan que es de investigaciones. Se ponen buxos y tiran la llamada para que todo mundo se repliegue. Incluso, a los investigadores ya los han levantado a riata en esa colonia. Por eso ya no entran de civil, sino que piden apoyo.
— ¿Cómo están las cifras de homicidios?
— Solo este fin de semana hubo dos.
Llegamos a la delegación. Adentro continúa la plática.
— Aquí en San Martín es novedad cuando está relajado —dice otro agente que se suma a la conversación—. Cuando está así, tranquilo, uno dice: ¿qué estará pasando?, ¿qué estará pasando?.
Los agentes hablan de asesinatos recientes. El que se durmió en el bus y después lo encontraron muerto en un barranco. Al mecánico que desaparecieron y encontraron en una bolsa. Al que había venido de Estados Unidos, lo privaron de libertad y lo encontraron muerto por una canchita. A otro que mataron en un parque. Así. La lista continúa.
La plática la interrumpen un grupo de agentes vestidos con ropa deportiva. “Estos muchachos juegan para distraerse un poco”, retoma uno de los agentes que se ha sumado a la plática.
En la delegación, los agentes saben que Ronald era colaborador de pandilla. Pero se niegan a dar más detalles porque, aseguran, el caso aún se está investigando.
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