Mateo Quijada tenía 24 años cuando tuvo su primer acercamiento a la muerte. Lo asaltaron y se resistió. Le dispararon tres veces. Un impacto le reventó la arteria principal del brazo izquierdo. Otro le destrozó la mano. El tercero hizo que su fémur se rompiera en tres partes. Policías fueron testigos y no lo auxiliaron.
Él es de esos jóvenes que se creen más fuertes que cualquiera. No le temía a nada. Salía a la calle en horas de la noche. Ya antes se había enfrentado a un asaltante que trató de intimidarlo con una pistola de juguete.
Alto, corpulento y con ciertos gestos adustos y desafiantes, Mateo normalmente atemoriza. Perteneció a importantes bandas salvadoreñas de heavy metal como Víbora y Araña. Viste ropa negra y usa accesorios con estilo metalero. También está lleno de piercings y expansiones. El día en que lo asaltaron, su imagen no sirvió de nada.
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Miércoles tres de agosto del año 2016. Eran cerca de las 2:00 de la tarde. Mateo y su hermano menor, Luis, volvían de un centro comercial ubicado en el Paseo General Escalón, en San Salvador. De regreso a casa, siempre en la zona, traían sus teléfonos celulares en las manos. Iban jugando Pokémon Go, un videojuego de realidad aumentada basado en la localización.
En el camino, encontraron a su madre, Elizabeth, y a la empleada que aún labora en su casa. Iban cargadas con muchas bolsas. Venían del supermercado. Doña Elizabeth les pidió ayuda para llevar las compras. Segundos antes los regañó por llevar los celulares en las manos en plena calle.
Llegaron a casa. Guardaron lo que habían comprado. Mateo, que estaba muy involucrado en el videojuego de moda, apenas terminó lo encargado por su madre y quiso regresar a capturar pokemones. Incitó a Luis para que lo acompañara.
Su hermano menor le dijo que era tarde, que no fueran. Mateo insistió. Fue tanta la presión que al final decidieron ir. No tenían ni idea que iba a ser la primera vez que estarían cerca de la muerte.
Eran pasadas las 4:00 de la tarde. Cruzaron el umbral de la puerta de su casa y caminaron varios metros. Llevaban, otra vez, los teléfonos en la mano. Dos hombres en una motocicleta los interceptaron. Vestían jeans y chaquetas negras. Mateo le susurró a Luis que acelerara el paso y que no demostrara miedo. Sabían que no era nada bueno. Se trataba, aparentemente, de un asalto.
Uno de los hombres se bajó y los alcanzó. Con pistola en mano y apuntándoles, les pidió los celulares. Mateo que se la llevaba de fuerte, guardó el móvil. Se resistió. No sabía que esa acción le constaría casi la vida.
El asaltante dirigió su arma al pecho de Mateo. Había una distancia de centímetros. Hacía mucho tiempo que los hermanos no sentían tanto miedo. El mayor accedió y rápidamente sacó el teléfono. Luis estaba en shock, inmóvil. Empezó el altercado.
— ¡Quiero los dos celulares, putos! ¿No entienden? ¡Rápido!— gritó el hombre, mientras apuntaba a Luis.
— Mira, cálmate. Mira como está. Voy a sacarle el teléfono yo y te lo voy a dar— le respondió Mateo, molesto porque el asaltante se ensañó con su hermano.
— ¡Qué se lo saque él solo!— insistió el hombre.
— ¡No se puede mover cabrón! ¡Voy a sacarlo yo! Te lo daré para que alimentes a tus cinco hijos no deseados y podas irte— le gritó Mateo, retando literalmente a la muerte.
— ¡Cueteá ya a estos hijos de puta!— ordenó el otro hombre que aún estaba en la motocicleta, listo para huir.
Los sonidos que siguieron son inolvidables para los hermanos. Los disparos fueron a quemar ropa. El primero, iba directo a Mateo. En cuestión de segundos, logró empujar al asaltante. Gracias a eso, el impacto lo recibió en el brazo izquierdo y no en el pecho. Sin embargo, la arteria principal se le reventó. Eran chorros de sangre, como si fuese una manguera tirando agua.
Trataron de correr. Gritaron desesperadamente. Parecía que en una zona comercial, caracterizada por tráfico y mucha gente, todos habían desaparecido.
Sonó el segundo disparo. Iba dirigido a Luis. Mateo logró empujarlo para protegerlo. Sentía culpa. El impacto terminó destrozándole la mano derecha con la que le salvó la vida.
Había mucha sangre en el pavimento. Todo se volvió borroso para Mateo. Sin embargo, nunca va a olvidar lo que sí vio con claridad a unos metros de distancia. Era una patrulla de la Policía Nacional Civil (PNC). Detrás, agentes escondidos. No podía dejar de pensar como no le ayudaron.
Tendido en el suelo, como si no fuera suficiente, Mateo recibió otro impacto en la pierna. Su fémur se rompió en tres pedazos. Los fragmentos estaban expuestos. La sangre era tanta que corría por la cuneta.
— ¡Ayudémoslos! ¡Dejen de estar de culeros!— gritó un vigilante privado que estaba cerca, dirigiéndose a los policías.
Corrió lo más rápido que pudo. Disparó contra el asaltante. El impacto le cayó en la columna. Ambos hombres ya iban en la moto, huyendo.
Mateo aún respiraba. Tirado en la acera, giró su cabeza desesperadamente buscando a su hermano. Lo vio. Luis se levantó y se acercó.
— Todo va a estar bien. Corré a la casa y traé a mi mamá – dijo Mateo, como si no hubiese pasado nada.
En cuestión de dos o tres minutos, Elizabeth llegó al lugar. Estaba seria. Ninguno de los hermanos recuerda que haya llorado. Quizá se sentía molesta porque les advirtió no salir a la calle con los teléfonos en las manos. Posiblemente, mantuvo la calma para bienestar de sus hijos, sobre todo de Mateo.
La Policía ya estaba ahí. De hecho, lo vieron todo. El vigilante no los dejó solos en ningún momento después que le disparó a uno de los atacantes. Incluso, fue quien con su camisa le hizo un torniquete en el brazo a Mateo, porque había perdido mucha sangre.
Todo lo que ocurrió antes de llegar al hospital fue muy rápido. Las autoridades les hicieron un breve interrogatorio. Llenaron el acta. Llegó la ambulancia y se fueron hacia lo que sería la peor experiencia que Mateo ha vivido.
Iba molesto. En ese momento, prefería que lo hubiesen matado.
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Mientras iba en la ambulancia, estaba enojado, no porque me balearon, sino porque lo hicieron mal. Yo sabía que iba a quedar mal de por vida. Para colmo, llegaron los policías a hacerme el interrogatorio. Recuerdo que sentí cólera. Me preguntaron si tenía amigos, enemigos o conocidos que fueran pandilleros. También si tenía novia y si ella estaba involucrada en pandillas. Todo lo relacionaban con ellos. Para los policías, incluso antes de una investigación más profunda, no había otra razón del ataque. Las autoridades así solucionan todo ahora, es como si estuvieran de moda. Los asaltos, disparos y hasta los homicidios se han vuelto naturales, normales.
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30 días en el Hospital Rosales
Mateo iba acostado en la camilla. Estaba mareado. Quería dormirse y no sentir dolor. No dejaba de sangrar. Fue trasladado al Hospital de la Mujer. Eran cerca de las 5:30 de la tarde. Necesitó de 8 transfusiones de sangre para medio estabilizarse. La arteria del brazo izquierdo seguía reventada.
Luego de ser atendido de emergencia, los doctores le dijeron a Mateo que las operaciones que necesitaba tendrían un costo de más de $25,000.00. Una cantidad que no cualquier persona tienen en sus cuentas bancarias.
Su madre, Elizabeth, no tuvo otra alternativa que llevar a su hijo a un nosocomio público. Eran entre las 7:30 y 8:00 de la tarde cuando Mateo iba de camino al Hospital Nacional Rosales. Tenían ya recomendación e ingresarían de emergencia, directo a la sala de operaciones.
Al llegar, los doctores comenzaron a prepararlo para la cirugía. Hicieron todo el protocolo. Mateo recuerda, con mucha gracia, cómo ningún médico pudo quitarle las expansiones de metal. Todos discutían y estaban desesperados porque seguía perdiendo sangre.
Como si se tratase de una coincidencia, justo en ese momento estaba de interna una amiga de ambos hermanos. Elizabeth la reconoció. Ella todavía tiene muchas expansiones, perforaciones y tatuajes en todo el cuerpo. Fue precisamente quién entró a quitarle las suyas a Mateo. Hasta entonces pudieron intervenirlo quirúrgicamente.
A la salida de la sala de operaciones, Mateo despertó. Era la madrugada del 4 de agosto. Estaba enojado, desesperado. Tenía mucha hambre y no le permitían comer. Solo podían humectarle los labios con unas gotas de agua. Seguía en cuidados intensivos.
Horas después fue trasladado al que sería su cuarto por casi un mes. Era un salón grande, con más de 30 camillas ubicadas en forma paralela. Había personas durmiendo en bancas, incluso en el piso.
En la primera operación, solo le cerraron la herida de la pierna. Le suturaron la mano. Lo más importante fue un injerto de arteria de su pierna derecha a la reventada en su brazo izquierdo.
Los resultados de la intervención quirúrgica fueron favorables. Mateo ya no estaba perdiendo sangre. Se encontraba estable. Días después le practicaron más exámenes y le realizaron más operaciones.
Durante su recuperación, Mateo vivió en carne propia lo que significa estar internado en el enfermo y deteriorado Hospital Rosales. También vio todo tipo de cosas. A la par de su cama, estaba un adulto mayor con diabetes. Le habían amputado la pierna y la parte del hueso que le quedó se le seguía engangrenando. Gritaba día y noche que lo dejaran morir.
Otra de las experiencias que más recuerda fue cuando llevaron a un pandillero al cuarto donde él estaba. Era madrugada. Todos estaban dormidos. De pronto, encendieron las luces. Entraron policías con máscaras, apuntándoles a todos. Para Mateo fue muy duro, él venía de recibir tres disparos. Los agentes leyeron el expediente de cada uno de los del salón. Minutos después, entró un hombre, tatuado de pies a cabeza.
— ¡Ya los vi a todos!¡Ya conozco sus caras!¡Al salir de aquí, los voy a matar a todos!— gritaba con fuerza el pandillero, a pesar que estaba herido de bala y acostado en la camilla.
Después de eso, ningún paciente quedó tranquilo. Tenían miedo. No dormían por temor a que él les hiciera algo.
Pasaron los días. Mateo fue sometido a más cirugías. Seguía viendo de todo. A su derecha, el adulto mayor con diabetes. En frente, el pandillero herido de bala. A la izquierda, un cobrador de bus al que intentaron asesinar.
Las operaciones no fueron del todo un éxito. En la mano le quedó un queloide que le impedía abrirla. En la pierna, le introdujeron un metal y le pusieron dos clavos. En el momento no generó problemas, pero un par de meses después, sí. Sin embargo, luego de 30 días, por fin le dieron el alta.
Al salir, Mateo era otra persona.
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Estar en el Hospital Rosales es una experiencia que te cambia la vida. Yo sentí que me sacaron de la burbuja en la que vivía. Había gente a punto de morir. Ves quemados, heridos de bala o con arma blanca, personas con cáncer, gente sin brazos, sin piernas. Es terrible.
Había quienes llegaban, con mucho esfuerzo, a ver a enfermos, pero no tenían para comprar el pasaje y regresar a sus casas. Ves personas que no comen en todo el día para lograr comprarles aunque sea algo a sus familiares. Es una realidad que te hace despertar. Uno se vuelve agradecido y aprendés a valorar cada cosa.
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La rehabilitación
Mateo volvió a su casa. Parecía que todo estaba tomando su lugar. Sentía paz. No sabía que la rehabilitación iba a ser muy dolorosa.
Pasar en cama 30 días hace que tus músculos se duerman. Es difícil volver a moverte. Lo es aún más cuando se han realizado cirugías en extremidades cómo piernas, brazos y manos.
Elizabeth estaba muy preocupada. Parecía que a su hijo se le había olvidado cómo caminar, sentarse, abrir las manos y estirar sus brazos. Contrató a un terapista físico que en tres meses le ayudó a pasar de una silla de ruedas a muletas, luego a bastón, después a patojear y finalmente a andar como antes del asalto.
En medio de ese proceso, ocurrieron varios inconvenientes. Cuando Mateo al fin logró ponerse en pie y caminar solo con ayuda del bastón, uno de los clavos que le pusieron en la pierna se le incrustó en el hueso. Se produjo una grave infección. Necesitaba una intervención quirúrgica de emergencia. El fémur corría el riesgo de engangrenarse.
Era enero. Mateo fue al Hospital Rosales por una urgencia. Esperó más de cuatro horas. Lo recibieron y pasó consulta. Al salir, estaba molesto. El doctor le había dejado la cita para los exámenes previos a la cirugía hasta en noviembre.
Se trataba de una emergencia. No podía esperar casi un año hasta perder la pierna. Su madre, y toda su familia, hicieron un esfuerzo por conseguir los recursos para la operación en un hospital privado.
La intervención impidió la infección, pero significó un retroceso. Mateo volvió a las muletas. Necesitó nuevamente de las dolorosas terapias.
Otra secuela que le quedó luego del asalto fue un dolor crónico en el brazo izquierdo. Al inicio, Mateo se asustaba, pensaba que podía ser un síntoma preinfarto. Con el tiempo, se acostumbró. Todos los días consume opioides. Estas molestias son producto de una lesión irreversible en el nervio radial.
Lo que más se le complicó fue el queloide de la mano derecha. No podía abrirla. Actividades tan cotidianas como comer, escribir y tomar cualquier objeto se volvieron difíciles de realizar.
Elizabeth mantenía la esperanza que Mateo iba mejorar. Consiguió el contacto de un cirujano plástico del Hospital San Rafael. El objetivo era la reconstrucción de la mano, hacerla nuevamente útil.
Mateo fue sometido a su última operación hasta ahora. Le quitaron el queloide de la mano. Era como un nudo que le impedía estirarla. Necesitó de un injerto de piel de la cadera para sustituir la retirada. Sin embargo, los resultados no fueron los más favorables. El pedazo que le añadieron no fue bien recibido y quedó muerto, como si fuese un lunar grande.
La rehabilitación continúa. Los dolores persisten. Para Mateo, hay días buenos y otros no tanto, pero vive. También retomó sus estudios en la carrera comunicación social.
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Este tipo de accidentes te obligan a despertar de lo que vos crees que es la vida. Te hacen darte cuenta de la realidad. Desde ese punto de vista, he aprendido. Ha sido difícil. Sí. Ya no puedo hacer algunas cosas que antes sí y que me gustaban mucho.
Al inicio te da miedo salir. No querés ir solo a ningún lado. A mí no me dejaban ni andar en bus. Me iban a dejar y a traer a todos lados, pero no podía ser dependiente de los demás todo el tiempo. Sí te haces más precavido. A veces hasta demasiado. Es mejor, porque el peligro está en todos lados, no importa si andas en carro o a pie. El peligro no es selectivo, está ahí siempre y para todos. Además, la vida sigue con o sin mí. Yo no soy indispensable para nadie. Es decisión de cada uno no estancarse.
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Sentado en la cama de su cuarto, en su casa, Mateo muestra las cicatrices que le quedaron en el brazo, la mano, la cadera y la pierna. Saca de su armario las muletas y el bastón que usó para volver a caminar. En la pared, cubierta de repisas sobrecargadas con su colección de figuras de Starwars, también hay un bajo eléctrico, que hasta la fecha no ha podido volver a tocar.
*Los nombres utilizados son ficticios por protección a la identidad de la víctima y su familia.