Ascendemos por unas escaleras envueltas en penumbra. Lo hacemos en silencio, despacio, calculando no dar un paso en falso. Juan Hernández va adelante, conoce el camino a la perfección. Miguel Lemus, el fotoperiodista, no pierde un segundo y comienza a retratar escenas. Llegamos a una extraña habitación. En el sofá hay una guitarra, en la mesa un diccionario de economía política, en la repisa un legajo de papeles y libros antiguos. Nos sentamos y empezamos a conversar: del pasado, del presente, del futuro. De todo y de nada.
Minutos después hablamos de lo que nos ha traído hasta acá: del terremoto de 2001, de la avalancha de tierra que mató a centenares de personas en Las Colinas, de las batallas legales, de los constantes engaños, de las promesas aún no cumplidas. En cierto momento, Juan se levanta de su silla y saca un disco que proyecta en la televisión. En la pantalla aparece un hombre que hunde sus pies en un mar de lodo, que camina de un lado a otro, que señala lugares y dice palabras que no se alcanzan a escuchar. Ese hombre es Juan.
Hace casi 17 años, días después que el terremoto provocara un desprendimiento de tierra de la Cordillera del Bálsamo, que soterró por completo la colonia Las Colinas de Santa Tecla, Juan y uno de sus hijos caminaron por ese desierto de muerte y destrucción para documentar el desastre. No fue cosa fácil. Días antes había sacado el cadáver de su esposa de entre los escombros de su casa. Había visto a socorristas desenterrar manos, piernas, cuerpos mutilados de amigos y vecinos. Son imágenes duras que aún golpean su memoria.
— ¿Y usted cómo se salvo? —pregunto.
Por un instante guarda silencio. No dice nada. Como si las palabras se le estancaran en la garganta. Sonríe levemente y suelta algunas frases:
— Yo recién había venido de los Estados Unidos. Me traje dos carros por tierra. Uno de los vehículos traía un asiento descocido y se me ocurrió ir a arreglarlo. Eran casi las doce del mediodía. Mi esposa me dijo que me esperara, que iba ir a comprar las tortillas, que no tardaba más de cinco minutos. “Vos te quedás platicando con la gente, yo sí me voy a echar unos cinco minutos, ya voy a venir”, le dije. Me llevé el carro y me fui. Mis hijos también habían salido. Solo mi esposa se quedó aquí. En eso fue el terremoto. Cuando regresé ya todo estaba destruido.
Para de hablar. Da media vuelta y camina hasta un mueble donde guarda centenares de hojas, documentos, planos, mapas, decretos, solicitudes. Es su archivo personal que registra lo que ocurrió en Las Colinas.
Juan recuerda que a finales de los años noventa, cuando escucharon que una empresa quería construir una residencial en la zona más cercana a la colina, hicieron marchas y protestas para evitar ese proyecto. Pero no lo pudieron detener.
Años después, cuando el terremoto cubrió de tierra esa residencial, los familiares de las víctimas reclamaron a las instituciones que habían permitido la construcción de esa residencial, pero nadie se hizo cargo. Ni el Ministerio de Medio Ambiente, ni la alcaldía, ni la empresa constructora. Nadie.
Entonces surgieron las primeras iniciativas del gobierno de Francisco Flores y de los diputados de la Asamblea Legislativa. Un primer decreto estableció que los terrenos serían expropiados y en el lugar se construiría un parque memorial. Algunos aceptaron. Otros se opusieron.
Luego surgió un segundo decreto que dejaba una vía alterna: quienes quisieran vender que lo hicieran, los demás podían quedarse con el terreno. Eso sí, en ese lugar no podrían reconstruir sus casas.
Y entonces Juan Hernández desafió toda legalidad. Aplanó el terreno y comenzó a construir su vivienda. Al inicio fue una pequeña galera que apenas servía para dormir bajo techo. Era la única casa en medio de una plancha de tierra que evidenciaba la devastación.
Los ofrecimientos llegaban por montones. Pero Juan entendió que todo era un engaño y se asesoró legalmente. Había muchas personas, como él, que no querían otra cosa más que las escrituras del terreno para reconstruir sus casas.
También recuerda las constantes y largas reuniones en su vivienda que había reconstruido poco a poco. En una ocasión llegó Óscar Ortiz, quien entonces era alcalde de Santa Tecla, y les prometió pelear para que les devolvieran las escrituras. Pero nunca cumplió.
Al final se quedó solo. Su casa es la única que está en el espacio que se inundó de tierra en el primer terremoto de 2001. Ahora es un taller donde se reparan automóviles. Al fondo se observan casas derruidas, paredes manchadas, muros a medio levantar.
Juan no quiere abandonar su casa. Muchas veces han pretendido sacarlo. Pero no saldrá. Por su cabeza solo pasa una idea: seguir batallando hasta que le devuelvan las escrituras. Mientras tanto, ahí seguirá. Ahí morirá.
MÁS FOTOS: El archivo de Juan Hernández sobre la tragedia de Las Colinas