Aquella tarde José Napoleón Rodríguez Ruiz cumplió una misión. Lo hizo en silencio. Sin dar explicaciones. Sin pedirlas. Llegó a un lugar clandestino y entregó a Schafik Hándal una carta escrita por Salvador Cayetano Carpio, quien había decidido romper con los comunistas para fundar su propio movimiento guerrillero. Su plan era tomar las armas y hacer una guerra prolongada. Ese acto partiría la historia de la izquierda salvadoreña en varios pedazos. Era marzo de 1970.
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Estamos en una cafetería de San Salvador. Adentro hay ruido. Las meseras van y vienen, atienden, anotan pedidos y sirven. José habla pausado, con reserva, con frases cortas. Su esposa Ana Aracely de Rodríguez está sentada a su lado. Por momentos lo auxilia: le pasa servilletas y azúcar. A ratos el silencio se impone. Nadie dice nada. Pero la memoria de Pepe Rodríguez Ruíz es un hervidero de imágenes, de fotografías, de sucesos pasados que va relatando poco a poco.
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Primer viaje
José aún recuerda a su padre, sentado frente al escritorio, leyendo voluminosos códigos y garrapateando letras en una antigua máquina de escribir. Su oficina estaba invadida por una tenue y delgada luz. Era amplia. Una enorme e imponente biblioteca ocupaba el mayor espacio. Ahí se refugiaba durante horas ese hombre de rostro serio y reflexivo. Lo admiraba porque era un prestigioso abogado, un prominente literato que había escrito numerosos relatos y que, algunos años después, escribiría una de las novelas clásicas de la literatura salvadoreña: Jaraguá.
Su padre, Napoleón Rodríguez Ruiz, también era un influyente académico. Escribía en los diarios más importantes del país y participaba en debates públicos. Los periodistas lo buscaban para hacerle consultas jurídicas. Su vida estaba inmersa en un mundo cultural. Todo eso marcó a José Napoleón Rodríguez Ruiz, su hijo, quien siguió sus pasos como si se tratara de la misma persona caminando por los mismos caminos pero en épocas distintas. Todo coincidió en sus vidas. Tuvieron los mismos nombres, los mismos cargos públicos, las mismas inquietudes literarias.
— Crecí rodeado de libros. En los colegios fui muy exigido. Tuve que estudiar mucho. Me gustaban sobre todo las matemáticas, pero como mi padre era abogado entonces me decidí por el Derecho —recuerda mientras le da pequeños sorbos a un café expreso.
José nació en 1930, en San Salvador. Estudió en el Liceo Salvadoreño, donde fue un destacado estudiante y un buen deportista. En la biblioteca de su padre tuvo sus primeros encuentros literarios. Ahí descubrió a los grandes escritores latinoamericanos: Rómulo Gallegos y Salarrué eran sus autores predilectos. También leyó a los clásicos españoles y franceses. Ahí, además, surgió su interés por las leyes.
—De joven leía mucho a mí padre. Era devoto de Jaraguá. También del cuento El Janiche, que para mí es uno de los mejores que se han escrito en el país.
Entró a la Universidad de El Salvador en 1946. La figura de su padre fue decisiva para optar por la carrera de Derecho, pero también lo influyó su amigo Enrique Borgo Bustamante, quien muchos años después llegaría a ser vicepresidente de El Salvador. Eran tiempos de transición. El país era gobernado por el general Salvador Castaneda Castro, quien había sustituido a Maximiliano Hernández Martínez tras una prolongada dictadura.
En la universidad había un ambiente político que se respiraba a diario, una efervescencia social que se encarnaba en los movimientos estudiantiles que protestaban contra el gobierno y marchaban por las calles de San Salvador para exigir la libertad de presos políticos o la aprobación de alguna ley. No meterse en política era un absurdo. José lo hizo cuando recién había cumplido 20 años. Se integró a un movimiento de izquierda llamado AEU. Ese fue el inicio de una extensa vida política.
—A los 24 años ingresé al Partido Comunista. Ahí tuve contacto con Schafik Hándal, con Cayetano Carpio, con los obreros, con los poetas de la Generación Comprometida.
— ¿Quién lo conecta con el partido?
— Raúl Padilla Vela, quien ya murió. Él me invitó a un grupo donde se estudiaba marxismo y política internacional. Ahí me propusieron ingresar al Partido Comunista y acepté. Eso fue en 1954.
En ese tiempo gobernaba el coronel Óscar Osorio, quien había impulsado reformas en el campo social y laboral, pero también había iniciado una fuerte persecución contra todo lo que oliera a comunismo. Muchos de los jóvenes talentos de esa época fueron becados en el extranjero; los que se involucraban en movimientos de izquierda eran neutralizados de esa manera; algunos terminaban doblegados, otros regresaban fortalecidos y continuaban en la corriente opositora. José Rodríguez Ruíz fue uno de ellos. Se fue becado a Italia a estudiar Derecho Romano y regresó para continuar en las actividades políticas del clandestino Partido Comunista Salvadoreño.
— Recuerdo que el ministro de Educación, Reynaldo Galindo Pohl, escogió a un grupo de jóvenes recién graduados de abogados para ir a estudiar al extranjero, entre ellos estaba yo. En mi caso fui a Italia. Allá, ser comunista era algo de ordinaria administración. Había un partido fuertísimo. Yo tuve contacto con los comunistas italianos.
— ¿Quiénes más estaban en Italia?
— Waldo Chávez Velasco, Melitón Barba… Pero yo era amigo de dos grandes artistas: Esteban Servellón y Ezequiel Nunfio, ambos músicos de primer nivel.
José regresó a El Salvador en 1957. En ese entonces muchos de los intelectuales y políticos que habían sido exiliados retornaron al país. El coronel José María Lemus, quien un año antes había llegado al poder en unas cuestionadas elecciones, abanderó un discurso de apertura y reconciliación. Las cosas estaban cambiando. Su padre había asumido como rector de la Universidad Nacional de El Salvador y él regresó al país con el título de doctor en derecho romano.
Las cárceles
José estuvo preso una veintena de veces. A inicios de los años sesenta se había convertido en uno de los profesores de marxismo más importantes y uno de los abogados litigantes que defendía a los comunistas que eran apresados: Salvador Cayetano Carpio y Roque Dalton fueron algunos de ellos. Por todo eso, su rostro figuraba en los archivos policiales. En la puerta de su casa le dejaban calaveras y coronas fúnebres con un mensaje que decía: “Te esperamos, Pepito”.
A mediados de 1960, El Salvador se encontraba en un caos político. Los precios del café se habían desplomado y el desempleo había aumentado. Las protestas arreciaron en la capital. Los estudiantes jugaron un papel importante, estaban motivados por el triunfo de la Revolución Cubana que había ocurrido un año antes. A inicios de septiembre, un escuadrón policial irrumpió en el campus universitario y apaleó a los estudiantes. Napoleón Rodríguez Ruiz, el rector, también recibió una paliza brutal. Le abrieron la cabeza de un batacazo. Eso generó una indignación generalizada.
El 26 de octubre de ese año, un grupo de militares y civiles derrocaron al presidente José María Lemus, quien fue expulsado con su familia a Costa Rica. Una Junta Revolucionaria de Gobierno asumió el poder y fueron liberados los presos políticos. El nuevo gobierno restableció relaciones diplomáticas con Cuba y autorizó la inscripción del Partido Revolucionario Abril y Mayo (PRAM), fachada electoral de los comunistas.
Esas acciones levantaron sospechas en los sectores del poder económico y en los militares más conservadores. Las conspiraciones comenzaron a florecer. En enero de 1961, un grupo de militares dio un contragolpe: capturó a muchos de los funcionarios y políticos de izquierda y los encarcelaron. José fue uno de ellos. Fue a parar a una celda donde estaba el expresidente Óscar Osorio.
— ¿Habló usted con el expresidente Osorio?
—Claro. Ahí nos reveló que había estado detrás del golpe contra el presidente José María Lemus, quien él mismo había elegido como su sustituto. Nos dijo que había estado luchando por la libertad. Pero Osorio era un preso más, casi nadie le hacía caso.
En una ocasión fue capturado junto a dos sindicalistas. Fueron trasladados hasta la frontera de Guatemala por los agentes de seguridad. Uno de los policías dijo: “Démosle mecha”. En ese momento recordó que en uno de sus calcetines guardaba un billete de cien colones. Se los había dado su madre para que los usara cuando estuviera en apuros. Ella sabía que su hijo era un perseguido político. Por eso le había dado ese dinero. Y la situación se presentó. Cuando los agentes recitaban amenazas, José sacó el billete y se los ofreció a cambió que los dejaran en libertad. Hubo trato. Eso le salvó la vida. Al llegar a su casa su madre lo recibió con una frase que jamás olvidaría: “¡Ay Pepe, lo que te sacas por andar metido en cosas!”.
La actividad política era intensa. Una tarde de marzo de 1970, Salvador Cayetano Carpio le encomendó una misión: llevarle a Schafik Hándal la carta donde renunciaba al Partido Comunista Salvadoreño. Carpio había decidido fundar su propio movimiento guerrillero. Ya no se sentía a gusto con los comunistas porque se negaban a la lucha armada. Su plan era hacer la guerra prolongada.
José se quedó en el aire, sin organización, sin partido. No se fue con Cayetano Carpio ni con los comunistas. Fue hasta años después que se incorporó a la Resistencia Nacional. Combinaba su trabajo político con el académico. Durante muchos años fue profesor de derecho en la Universidad de El Salvador. También escribió cuentos y ensayos. Ganó varios certámenes literarios.
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José ha pedido una botella con agua. Está cansado. Pero los recuerdos siguen floreciendo en su cabeza. Lamenta que muchos personajes, que fueron clave en el desenvolvimiento histórico de El Salvador, hayan sido olvidados. Lo dice como un reclamo, como si él también se sintiera abandonado. Afuera ha comenzado a oscurecer. La conversación ha terminado. José y su esposa se despiden. Desde la mesa le veo marcharse por el camino perfecto del olvido.