La alcaldía de San Luis Talpa, en el departamento de La Paz, nunca va a figurar por su infraestructura. Aunque la administración actual pretende embellecer aquella casa de pueblo adecuada para oficinas, color azul y naranja, con una estatua de un ángel en la entrada que parece rezar y otro de una señora con un cántaro.
Esa, que alguna vez fue casa, es la entrada que da la bienvenida a un municipio traído a mención de varios medios de comunicación por sus muertes violentas o las otras ocurridas por la insuficiencia renal.
Pocos saben que ese municipio playero es un nicho del “orgullo gay”. Es la cuna de más de un centenar de homosexuales, travestis y transgéneros; que en los últimos días han huido del lugar, según residentes del municipio.
La virtud de la casa naranja, ubicada en la entrada del pueblo costeño, es la facilidad para organizar todo tipo de pretextos para montar fiestas o carnavales. Eso es lo que ocurrió el sábado 18 de febrero.
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Yasuri era un transexual que se mantenía todas las noches al final de la calle El Centro de San Luis Talpa, junto a otras transexuadas. Esperaban a que llegaran los conductores de las rastras cañeras o vehículos particulares, para que ellos compraran “algo diferente”. Sexo con otros hombres.
Aunque a Yasuri − delgada, de piernas largas, cara cuadrada y cabello lacio color negro− no le gustaban los cañeros y nunca los acompañó. Ella solo se emborrachaba y se iba con hombres en carros pequeños. Creencia, complejo o discriminación, no le gustaban los hombres toscos de manos callosas y con vehículos pesados.
“Desde que era niño se vestía con shorts cortos y camisas pegadas. Desde pequeño se le notaba que le gustaban de los mismos”, dice una mujer anciana que asegura aconsejaba a la Yasuri.
Muchos en aquel pueblo caluroso conocieron la verdadera identidad de Yarusi hasta el domingo 19 de febrero. Unos en la misma madrugada se enteraron, otros en la mañana. Pero todos contaron la misma historia.
A Yasuri la mataron a balazos, junto a Dany, otra transexual. Las dos recibieron impactos de bala en sus rostros. Las dos murieron a una cuadra del puesto de la Policía Nacional civil (PNC) de San Luis Talpa.
Aunque Dany, al parecer no era originaria de Talpa, era conocida de “vista” por algunos lugareños. “Era una narizona que andaba ahí”, dicen; “de ella no sabemos nada”.
Las dos estuvieron desde temprano en el carnaval que se organizó en la alcaldía, en ocasión de la celebración del día del amor y la amistad.
Nadie sabe qué ocurrió. Nadie, incluso se atreve a decir algún rumor. Nadie se atreve a pensar en alguna hipótesis. Aunque la quieren, nadie se atreve.
“Eso es lo jodido, en este pueblo nunca nadie ve nada. Así no se resuelve ningún caso. Esas muertes jamás se van a resolver”, afirma un agente de la PNC, que con una mano en un muro y la otra en la cacha de una pistola que parece nunca ha sido disparada, se encuentra en el puesto policial.
El cuerpo de Yasuri fue dejado boca arriba; el de Dany en el pavimento. Les dispararon con una 9 milímetros. Las dos iban juntas hacia el final de la calle El Centro, donde vendían sexo.
Hasta ese día muchos conocieron que el verdadero nombre de Yasuri era Alexander Jandres Orellana. Dany se llamaba Daniel Antonio Rodríguez Hernández.
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San Luis Talpa era un paraíso para los LGTBI. Con las playas cerca, calor, bares y la tolerancia de la Mara Salvatrucha (MS), la estructura dominante en la zona. Los transgénero se paseaban en las calles sin ley, sin horarios y sin condiciones.
“El vacil les gustaba a muchos, por eso hay varios que se vinieron para acá”, dice un gay que se identifica como Roger.
San Luis Talpa aparece en los municipios más violentos de 2016 con una tasa que supera los 150 homicidios por cada cien mil habitantes, según el Instituto Salvadoreño de Medicina Legal (IML). Era un paraíso gay.
Pero desde el asesinato de la Yasuri y Dany, según la asociaciones, más de 40 integrantes de la comunidad LGTBI decidieron huir.
Se trata de un crímenes de odio, generado por la discriminación, sostiene algunos integrantes de la comunidad gay. Además lamentan que vivir en una sociedad poco tolerante ante los gustos diversos.
Esas palabras parecen reñir con el día a día de los habitantes de San Luis Talpa, que ven casi natural el ir y venir de “hombres vestidos de mujeres”. Algunos hasta hablan con una ternura materna cuando se refieren a “ellas”.
Esas mismas personas que asumieron esa naturalidad en su pueblo se molestan al hablar de algunas conductas de algunos “abusivos”, más cuando hay baile y ebrios. “Cuando ven hombres los buscan y comienzan a restregarlos, cualquiera se enoja”, dicen.
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El lunes 20 de febrero muchos asistieron al funeral de Yasuri y Dany. La comunidad gay se unificó. Buscaron explicaciones, se preguntaban, se lamentaban y lloraron.
Corrían de un nicho al otro, los hoyos de los tacones todavía se ven en la pálida tierra del cementerio municipal. Los dos fueron sepultados en fosas comunes, ubicadas a unos 25 metros, una de la otra.
Una de la que más corrió, porque quería estar en los dos entierros fue Elizabeth. Otro joven transexual.
Elizabeth era también de San Luis Talpa. Era del mismo grupo de las víctimas. Tenía cuerpo más delgado. Le gustaba usar faldas y lucir sus piernas, teñía su pelo de rojo oscuro. Aunque el día del funeral usó pantalones vaqueros, color celeste y blusa negra.
El día del funeral de sus amigas, Elizabeth desapareció.
El martes 21 de febrero Elizabeth fue encontrada. Su cuerpo fue dejado sobre un sendero del kilómetro 29 de la carretera antigua a Zacatecoluca en el municipio de Cuyultitán.
Las manos de Elizabeth estaban atadas. Al igual que Yasuri y Dany, fue asesinada a balazos. A Elizabeth le desfiguraron el rostro a tiros. Todavía hay casquillos, también de pistola 9 milímetros, en las hojarascas del sendero.
Los tres casos fueron reportados como “hombres vestidos de mujeres”, según la FGR y la PNC. Esto indignó al colectivo LGTBI.
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De la identidad de Elizabeth, solo lo identificamos como Wilbert. Un joven, como las dos primeras víctimas de orígenes pobres.
Wilbert o Elizabeth vivía por la Ruta Cañera. Cerca del punto en donde los demás travestis esperaban a los rastreros.
Entre los caminos polvosos hay unas pequeñas sendas de casas pobres de láminas. Ahí la gente no habla. No saluda. No da información.
“Es una zona caliente”, afirma un agente en el puesto policial. “Si escuchamos que les pasa algo, hablan, cerramos el puesto y nos vamos a ayudarles, porque solo dos estamos acá”, dicen dos agentes avanzada edad con más voluntad que capacidad.
A un costado de la Ruta Cañera hay un grupo de unos nueve hombres, unos jóvenes y otros viejos ebrios, con camisas de rayas horizontales blancas y azules, pantalones flojos y zapatos blancos.
Mientras uno de ellos destapa una botella de aguardiente, pregunta “¿a qué putas vienen?” evidentemente borracho y con la boca salivosa se tambalea en una silla de plástico.
“La familia de Wilbert no quiere hablar con nadie, mucho menos con periodistas”, dice el que lleva voz campante. Mientras tanto, al fondo el que está más ebrio levanta la mano y tiempla los dedos haciendo la señal de “la mara”.
Los familiares de Wilbert o Elizabeth, al escuchar “la orden”, replican “pasen”. El pandillero repite: “la familia de Wilbert no quiere hablar con nadie”. La anciana, abuela del fallecido, entra a una champa de lámina y dice “adiós”.
Esas son las órdenes a las que todos se someten. Nadie tiene independencia. Nadie decide nada. Nadie habla nada. Los pocos que dicen algo, lo hablan entre dientes, viendo por sus hombros cada diez segundos.
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En tres días fueron asesinados tres travestis. Los tres con disparos de 9 milímetros en el rostro.
Los LGTBI temen. Huyen. Callan. A excepción de uno.
Hablando entrecortado, con las manos temblorosas y con la vista sobre sus hombros, cada 30 segundos, duda de los autos y cuando escucha el motor de una moto salta y ve fijo quien la maneja. Esa persona se atreve y habla. Hay un rumor: “quieren matar a todas las vestidas”, estos son “los hombres que se visten de mujer”. Sin embargo, no supo decir una razón que justifique las tres muertes en tres días. Tampoco supo decir quién.