El nombre del municipio de San Juan Opico, en el departamento de La Libertad, fue conocido el año pasado hasta en el extranjero por una matanza que un grupo de pandilleros cometió ahí. Antes de esa masacre, los pandilleros que operan en la zona asesinaron también a cinco agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) en el lapso de un año.
En el kilómetro 29 de la carretera Panamericana se encuentra el desvío para llegar a San Juan Opico. Ahí hay paradas casi obligatorias para los que disfrutan de la mezcla de los olores a bebidas embriagantes, cigarrillo y perfume barato; sumado a las caricias hipócritas de quienes se sientan en las piernas y meten la mano en la bolsa de sus clientes borrachos.
A pocos metros de los prostíbulos, se paran cuatro silos que dan ruta para la entrada de Opico. Entre ventas de pupusas y fruta sucia pelada en la carretera del valle de San Andrés. Los buses de la ruta 108 confirman el viaje a Opico.
En el camino, después de la entrada, dos cantones con sinónimo de muerte: Joya de Cerén y Agua Escondida. Después, una pendiente llena de car wash con un rótulo doblado de una de sus esquinas que dice “Bienvenido a San Juan Opico”.
Este es un municipio ideal para el turismo rural.
Su gente se resiste a dejar morir la agricultura y ganadería. Prueba de ello es la abundancia de agroservicios, tianguis, fruta y verduras frescas en los canastos, esta sí limpia.
Hombres con sombreros, botas y con hebillas relucientes se dejan ver en sus pick ups, luciendo voluptuosas mujeres de piel blanca. Entre todos se conocen. Entre todos se saludan, gastan bromas, ríen, se dan palmadas y abrazos, de esos llenos de testosterona.
Esa armonía campirana se rompe al ver un carro distinto, caras nuevas, gente nueva. En ese momento los seños se fruncen y las sonrisas se borran.
La ruta para llegar a la alcaldía, para quien no conoce, se vuelve un laberinto entre más de 15 cuadras de comercio interminable. Son más de 1.5 kilómetros cuadrados de comercio. Es un municipio de abundancia. Pero en esas cuadras el mismo efecto. Temor o enojo a los desconocidos.
En el parque central orbitan la iglesia, la alcaldía, comercios fuertes y pandilleros, muchos pandilleros, pero escondidos.
Literalmente en cada esquina hay un pandillero. Al estilo de agentes de películas de espías, , aunque con sus cuerpos desnutridos, un pie en la pared, una mano en la bolsa y otra en el teléfono celular conectado con un manos libres, un oído libre y el otro con el auricular. Los pandilleros se comunican entre sí.
Al ver al desconocido, los pandilleros actúan. Sus miradas nerviosas no se despegan de quien representa un factor nuevo en su ambiente dominado. Quizá porque no saben quién es o qué representa, a qué viene o por quién viene. Es un factor a dominar.
Desde la calle hasta la ventanilla de la alcaldía cualquiera camina solo. Al salir del trámite ya hay compañía. Dos de ellos se adhieren como la sombra. Aunque una de ellas anda short y la otra pantalón. Una anda el pelo parado y la otra una gorra con la visera recta. Y en sus manos un teléfono, conectado a un manos libres, con un solo auricular en el oído.
Sus dedos se aligeran al escribir y sus voces no se escuchan. Pero entre la antena y el que incursiona hay comunicación. El tercero no habla, solo “controla”.
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Don Pablo es un hombre viejo. Se ve que alguna vez fue fuerte. Ahora ya no se pone sombrero, en su lugar tiene una gorra azul desteñida por el sol. Todos los días camina por el cantón Agua Escondida en San Juan Opico. Este señor se describe como un “pobre campesino”.
A sus 69 años nunca salió de Opico. Al contrario este viejo hombre prefiere comprar más lotes en el cantón, que para muchos es sinónimo de muerte.
“Lo único que uno puede hacer acá es hincarse y santificarse todos los días”, dice Pablo, mientras baja el timbre de su voz y escupe entre dientes no tener confianza en nadie.
“Acá las paredes oyen y los bocones hablan”, apunta al callar y ver sobre sus hombros el camino hacia un lugar que trajo a mención nacional e internacional el cantón Agua Escondida.
El 3 de marzo de 2016 pasó a la historia por cometerse una de las masacres más crudas contra civiles en la guerra no declarada entre pandillas y fuerzas del orden.
Ese día fueron asesinados ocho trabajadores de una empresa eléctrica cuando su único pecado fue trabajar en una zona dominada por una facción de la pandilla 18. Los pandilleros bajaron a los ocho trabajadores del camión y los hincaron en línea recta, uno a la par del otro, con las manos amarradas hacia atrás. Portaban un revólver 38 milímetros, una escopeta calibre 12 y varios corvos.
Junto a ellos, minutos más tarde, fueron asesinados tres jornaleros quienes sin querer fueron testigos que aquella matanza.
Desde ese día en aquel cantón de Opico se vive una tranquilidad que se corta con una navaja. Nadie habla, ni dice nada. “Los bichos” se ven de vez en cuando entre los senderos de los cantones y caseríos que bordean el destacamento de Artillería de la Fuerza Armada.
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En el parque de Opico se ven desfilar soldados armados con M16, policías con galil y agentes municipales con revólver. Todos ven con normalidad la presencia de las incómodas sombras, de las antenas, de los pandilleros.
“Poco o nada se puede hacer”, dice un viejo agente del Cuerpo de Agentes Municipales. La verdad “se ven, pero se han calmado”, continúa. “Antes era más jodido. Ahora ya está tranquilo” continua, “lo jodido es en los cantones. Ahí sí es de cuidado” asegura.
“Ellos no andan pistolitas, andan los fusilones. Los modelan para que uno les tenga medo”, sigue contando.
Ese es un mito que corre por todos los habitantes de aquel municipio agrícola. Todos dicen ver ese cuadro, pero todos callan cuando se habla de denuncias.
Al parecer ahí nadie cree en las instituciones. Es un lugar de seños fruncidos y pocas sonrisas.