Dos hombres vienen bajando por una vereda sinuosa de peñascos y tierra suelta. El mayor trae un televisor en sus espaldas y el segundo, que parece ser el hijo del primero, trae una bolsa verde con ropa. Ambos tiran al suelo los bultos cuando llegan al plan y se secan el sudor de la frente. Delante de ellos hay unos cinco policías y dos soldados que escoltan su éxodo. Huyen. Se van de sus casas porque los pandilleros les dieron 24 horas para que se larguen o los matan.
Sihuatenango es un cantón del municipio de Panchimalco, al sur de la capital salvadoreña. Para llegar hasta ahí desde el casco urbano es necesario desviarse de la calle pavimentada y avanzar unos seis kilómetros sobre una calle destruida, llena de hoyos y piedras saltadas, que se dibuja en medio de los cerros que matizan con un poco de monte verde el paisaje árido de verano.
Este lugar, donde la pobreza de la gente se deja ver por todos lados, las pandillas empezaron a sembrar su semilla desde hace casi diez años, a tal punto que para el año 2013 se dio un primer fenómeno de migración, de éxodo, en el que cerca de diez familias huyeron luego de una amenaza a muerte. Desde entonces, el paso entre el pueblo y el cantón se ha convertido en un permanente punto de asalto donde solo conocidos pueden entrar y salir.
Los que vienen bajando por la vereda son el padre y el último hijo de la última familia que se ha marchado este miércoles 24 de febrero. El éxodo empezó cinco días atrás, el viernes, cuando un grupo de pandilleros de la Mara Salvatrucha ingresaron a una de las casas esparcidas por el terreno y sacaron a dos jóvenes y los mataron a balazos.
-Hace 15 días también mataron a otro. Aquí las balaceras son todos los días. Son en la noche. Uno solo agacha la cabeza porque cuando empiezan a sonar piensa que ya le van a dar a uno – cuenta un anciano del lugar que nació aquí hace 81 años, y uno de los pocos que todavía se niega a irse.
A Sihuatenango lo rodean los cantones de Potrerito Arriba, después de una quebrada, por el costado este; el pueblo de Panchimalco, por el lado oeste y Panchimalquito; Las Crucitas y Panchimalquito están al norte, arriba del nacimiento del agua.
Con cada relato de los que se han ido, los habitantes de Sihuatenango le clavan cada vez más el apellido de “fantasma” a este pueblo que día con día le quedan menos familias y más pandilleros.
-Realmente uno no sabe de dónde salen porque en el día no se ven. Solo se oye la latidera de los chuchos por allá, por el lado de la quebrada, pero no se atina exactamente de donde… ¿verdad? – dice el anciano mientras rasca la tierra con su bastón.
Los que caminan por la vereda con sus cosas a cuestas, una cama, un televisor, una bolsa con ropa y una cesta con un gato adentro, son, sin embargo, un poco más callados. Desde que vieron llegar las cámaras de televisión y el batallón de periodistas tirándoles fotos por todos lados, se han callado. Agachan la cara y hasta se regresan con miedo.
-Nosotros no nos vamos por amenaza – incluso llega a decir uno de los que se salen, a quien solo llamaremos El Joven –, nosotros nos vamos porque mi hermano y yo trabajamos y nos cuesta mucho regresar. Ya llevamos dos años y sentimos muy cansado ir y venir, más que todo porque a pie nos venimos desde el pueblo.
-¿Y por qué hasta hoy se les hace necesario irse todos?
-No, es que aquí está quedando muy solo. Mucho lo asaltan a uno. Lo friegan… con solo que uno vea algo o oiga… ¿y va a sacar mi cara en esa noticia?
La pregunta de El Joven se antepone a una confesión de miedo. La gente en Sihuatenango, como en todos los lugares donde las pandillas tienen control, tiene miedo. Miedo de hablar, de mirar, de contar algo que no debían, de que los saquen en las noticias. El fenómeno de las pandillas ha llenado de miedo este lugar y los ha obligado a huir.
Y no es para menos. En esta zona, donde en los últimos meses se ha disparado la tasa de homicidios, hasta la misma Policía tiene miedo. Antes de llegar hasta aquí pasamos por la subdelegación de Panchimalco donde dos policías se alistaban para irse al cantón Pajales, aledaño a Sihuatenango, y ellos también confesaron que no duermen tranquilos.
-Mirá… quizá me voy a llevar los dos cargadores porque presiento que hoy nos van a llegar a levantar esos hijos de puta – le dice un agente al oficial de servicio mientras envaina las 30 municiones en el cargador de su M-16.
El oficial de servicio duda un poco y luego le dice que tiene razón, que mejor le da otro cargador y 30 municiones más. No vaya a ser.
-Aquí vamos para la guerra, papá – dice el policía vestido de civil, mientras continúa revisando el fusil viejo y gastado -; a medianoche uno o pega o le pegan.
Este agente, a quién únicamente llamaremos así, El Agente, confiesa que la institución ha logrado conseguir una casa donde se puedan quedar en el cantón Pajales. Enfatiza en que esa no es una “base” ni mucho menos se gana el nombre de puesto policial. “Simplemente es una casa que nos sirve para dormir un par de horas y para desquitarnos algunos vergazos”, resume.
El Agente también nos cuenta que, en total, son 27 familias las que se están yendo de a pocos en Sihuatenango. Nos advierte que la zona está “caliente” y que en los últimos días los han advertido de que un grupo de más o menos 13 pandilleros se mueven por las noches armados con Ak-47 por la zona para matar a pandilleros contrarios.
Carga el fusil, pone el ojo en la mirilla y apunta hacia una esquina de la delegación. Jala el gatillo y suena el disparo en falso. Está probando la escopeta. Repite el procedimiento y, mientras alza la mirada en con una sonrisa dice “¿ustedes se acuerdan de Vietnam? Apues de ahí vienen estos fusiles. Están más viejos que yo”.
Horas después, y luego de insistirle en que su rostro no saldría en esta publicación ni tampoco ninguna foto que lo pueda identificar, El Joven se queda un rato callado y respira hondo antes de resumir todo su sentir en una frase.
-Mejor nos vamos, aquí ya no se puede vivir.
El padre de El Joven regresa de dejar un viaje hasta el plan donde está la escuela (cerrada) y nos ofrece agua en un huacal hecho de morro. “Aquí no hay vasos, ahí va a disculpar”, dice.
Lo único que no ha sido arrancado de esta casa es una cruz de madera pegada en la ventana de enfrente. Lo demás, las personas, las cosas, el esfuerzo de toda una vida aquí, se lo llevó el miedo. El miedo a las pandillas.