Seis salvadoreñas estaban en una de las esquinas de una enorme tienda de campaña verde que pertenecía a un inmenso campamento militar instalado en medio del desierto. Era alta hora de la noche y afuera se escuchaba el sonido serpenteante del viento arrastrando la arena. Las mortecinas luces de dos lámparas alumbraban el dilema que las desvelaba.
– Pero… Imaginate que sea un niño-, preguntaba Dora.
Todas meditaban. Los segundos se estiraban infinitamente como un macarrón en medio de un agujero negro.
– Ay no,- aseguraba Dora convencida que de su decisión dependía el futuro de la humanidad-. Cómo se les ocurre que voy a matar a un niño.
– O son ellos o somos nosotros-, opinaba Morena tratando de inclinar la balanza a su favor.
– Es que tenemos que tener huevos para sobrevivir-, secundó Morena.
La solución, obviamente, no consistía en agarrar una bandeja y llenar el plato. Los soldados estadounidenses les habían contado que recientemente un niño se acercó a un lujoso hotel en Bagdad. Sonrió. Cuando se apagó su sonrisa tiró de una argolla de su chaleco y explotó en mil pedazos. Se había convertido en un niño mártir de la Guerra Santa Musulmana al que le esperaba un espacio en el paraíso.
Dalila temblaba al escuchar las alternativas. Recordó que cuando su padre la castigaba, su hermana le aconsejaba enrolarse en la guerrilla del FMLN para nunca más soportar la rabia e impotencia; ella se sentía incapaz, sin agallas para dar el paso del que muchos nunca más volvieron. Pero las deudas que arrastraba desde hacía un par de meses le dieron el valor suficiente para lanzarse a la aventura cuando una de sus vecinas le propuso un trabajo para ganar buen dinero: viajar a Irak a hacer “oficios varios” mientras Estados Unidos derrocaba a Saddam Hussein y libraba una guerra de invasión. Era una oferta tentadora: $1,250 en depósito en su cuenta bancaria en El Salvador más $250 de viáticos mensuales.
En medio de aprietos económicos no podía siquiera titubear cuando le ofrecieron ir a trabajar a un país en guerra. Cuando dijo que sí ni siquiera se acordó de contarle a su esposo que, por una tradición inveterada, se negaba a permitir a su mujer buscar un empleo porque debía quedarse en la casa para cuidar a los hijos.
Una mañana de finales de noviembre de 2004 Dalila y sus compañeras abordaron un avión que, después de 16 horas de vuelo con escalas en México, Ámsterdam y Jordania, aterrizó en Bagdad. Llegaban a unirse a los más de 1.000 salvadoreños –civiles, militares- que querían ganar un par de dólares en la travesía militar que en 2003 había iniciado Estados Unidos, Reino Unido, Polonia y Australia con el expresidente George W. Bush a la cabeza.
Cuando puso un pie en tierra Dalila sintió frío. Los esperaba un convoy de camionetas dirigidas por hombres armados hasta los dientes. Los llevaron al campamento donde iban a estar en los siguientes cuatro días haciendo casi prácticamente nada; como en una existencia febril pasaban de la cama militar –hecha de una especie de lona con seis patitas para dormir a media altura- a caminar casi desorientados de una esquina a otra mientras superaban el desfase horario entre San Salvador y Bagdad.
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Jorge custodiaba la entrada a la Zona Verde, una especie de fortaleza de seguridad de unos 20 kilómetros en la que se guarecía un lujoso hotel para diplomáticos, embajadores, empresarios y otros personajes poderosos. Unos 500 metros a un costado entrenaba el nuevo ejército iraquí, nacido después de la caída de Saddam Husein; se escuchaban los gritos, los aplausos y los ánimos enardecidos. A unos pocos pasos se parqueó un camión que unos segundos después explotó. Fue cuestión de segundos: la onda expansiva botó a varias personas, las esquirlas hirieron a otros y en el cielo se formó un hongo de humo negro y blanco que le recordó el fin de la Segunda Guerra Mundial con la explosión de la bomba atómica que obligó a los japoneses a rendirse ante los Aliados.
Con el fusil en la mano se sintió absurdo. La fuerza del impacto provocó que el alma se aflojara de su cuerpo. Vio el camión en llamas. A los heridos arrastrándose. A los muertos hechos pedazos. Sus más de diez años como miembro de un cuerpo de socorro despertó en él el instinto de ayudar porque sabía que las estadísticas no fallan, que siempre después de una explosión la proporción entre muertos y heridos es de tres a uno. Ese día no se equivocó: hubo 50 fallecidos y 150 heridos. Corrió a donde su jefe –un gringo- a decirle que iba a ayudar a los sobrevivientes pero le respondió con dureza: “Esa no es tu guerra”.
Lo mandaron a una torre a vigilar el perímetro. Después de un atentado de esa envergadura las ambulancias, los muertos, los vehículos dañados, la gente llorando, los lamentos, las lágrimas, los sobrevivientes pasan como las escenas de una película muda. Pero la vida tiene que volver a la normalidad.
La travesía de Jorge había iniciado por las deudas. Estaba a punto del colapso económico cuando vio publicado en un periódico que la agencia de seguridad SEFLOT buscaba contratar a agentes de seguridad cuya principal tarea iba a ser funcionar como barricada cuando insurgentes o yihadistas atacaran a los solados estadounidenses en Bagdad.
La guerra era consecuencia de otra guerra. En 2003 la nación norteamericana invadió Irak y unas dos semanas más tarde había derrocado a Husein; la operación inició con intensos bombardeos desde Jordania y Kuwait. Después dividieron el país en zonas: las rojas eran las más peligrosas; las verdes, las seguras, es decir, en las que podían instalarse las nuevas instituciones, vivir los funcionarios, los hombres de las armas.
La primera misión de Jorge y los centenares de salvadoreños fue servir como carnada, hacer el trabajo sucio por un salario de $1,200 y un seguro de vida de $50,000. Los mandaron a un hotel que tres días antes habían terminado de construir trabajadores iraquíes para verificar que no hubiera bombas. Registraron cuarto por cuarto. Cama por cama. Por suerte el lugar estaba limpio.
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La primera noche en una tierra completamente extraña fue tremenda. Al filo de la madrugada Dalila recordó que a esa hora solía estar viendo televisión acostada en su cama cuidando a su hija de cuatro años. Pero en ese momento los recuerdos eran eso: imágenes en blanco y negro que añoraba. Entonces vio a su alrededor. Las mujeres tenían insomnio. Una decía que subirse al avión había sido bonito pero el aterrizaje en tierras árabes se convirtió en una pesadilla; otra empezó a sufrir una crisis de llantos y nervios que solo pudo controlar cuando uno de sus compañeros de viaje le dio un tranquilizante.
Volvió a la realidad cuando le dieron una AK-47 y dos cargadores sin munición. La empresa de seguridad que la había contratado para hacer “oficios varios” no le avisó que debía estar armada porque de lo contrario podía ser víctima de una violación; afuera había unas cien tiendas más en las que dormían ugandeses, filipinos, gringos, y de otras nacionalidades que no habían tocado una mujer en mucho tiempo.
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Esta es la hoja de vida de los últimos deseos. “Les voy a dar una a cada uno”, dijo Jorge a sus compañeros.
– ¿Qué es eso? Se preguntaron los salvadoreños. ¿Para qué? Un par de días antes descendieron de un avión que tenía el 50% de probabilidades de ser derribado por un misil y huyeron despavoridamente a un campamento militar. El miedo corría como un ventarrón desde que encontraron la cabeza de un filipino al que los yihadistas habían decapitado. Eso explicaba un poco la hoja de los deseos. Unos escribían a sus parejas que cuidaran a sus padres, que no permitieran que los niños dejaran de estudiar, que después de muertos les hicieran una velación sencilla en la iglesia del pueblo, que los vistieran de una u otra manera. Cosas por el estilo. Nadie tuvo humor para pedir algo extravagante.
Ese día entendieron que la muerte también es un trámite administrativo.
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Dalila y su compañera tenían un trabajo casi tétrico: revisar todos los vehículos que ingresaban al hotel para verificar que no tuvieran bombas. Jugaban una ruleta rusa armadas de un artefacto que en la punta tenía un espejo convexo.
La muerte habría sido más sencilla de lo sencilla de lo que aparentaba. Cada vez que llegaban los visitantes les ordenaban bajarse de los carros y apagar el motor que, si hubieran tenido explosivos, bastaría accionar la llave para accionarlos. De quienes más tenía miedo era de los trabajadores iraquíes que todas las semanas llegaban en un camión lleno de productos para la despensa. Revisaba gavetas y todo mientras su compañera los requisaba para ver que no llevaran nada extraño pegado en el cuerpo.
Una puerta después estaba el perro de detección –cuyos costos oscilan entre 15 a 20 mil dólares- de explosivos y su entrenador. Si una bomba explotaba lo más importante era salvar al perro mientras los cuerpos de las mujeres volaban por los aires..
Irónicamente con quien más problemas tenían era con un gringo que se enojaba que lo revisaran. Una vez llamó molesto al encargado y le explicó las razones de su resistencia. Después decidieron que lo iban a dejar pasar así nomás.
Con su compañera jugaron a la ruleta de las bombas unas 200 veces. El miedo nunca se terminaba.
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El 28 de marzo de 2005 Jorge, Dalila y sus compañeros salvadoreños regresaron a San Salvador.
Jorge se trajo una maleta llena de recuerdos que, entre las pertenencias más valiosas, están un pequeño Corán que le regalaron los iraquíes de los que se hizo amigo, videos de la propaganda de los grupos radicales. En su memoria todavía está impregnada la solemnidad de la cultura árabe.
Dalila guarda una agenda con los indicativos que ocupaba en árabe e inglés cuando ordenaba a los conductores apagar el motor y bajarse del carro para una inspección.