Todo comenzó a las diez de la mañana. En la entrada del cementerio Los Ilustres de San Salvador estaba el expresidente Armando Calderón Sol rodeado de periodistas. Hacía calor. El sol golpeaba su rostro y el sudor se resbalaba por su frente. Miraba de un lado a otro, sofocado, y contestaba con rapidez la lluvia de interrogantes que le lanzaban. Los temas eran una mezcla absurda: el ritual del día de los muertos, la violencia, la política y la súbita muerte de Gloria Salguero Gross. De todo eso hablaba. De fondo, la tumba de Shafick Hándal contrastaba la escena.
No me entretuve mucho tiempo y seguí caminando. En seguida observé lo inevitable, lo de siempre, lo que año con año se observa en los cementerios a inicios de noviembre: hombres y mujeres enflorando a sus muertos, ancianos recitando alguna oración, niños saltando sobre las tumbas. Y también flores artificiales y rosas de distintos colores adornando los epitafios.
Seguí vagando por las veredas del camposanto. Iba de un lado a otro, sin rumbo ni destino. Todos los rostros me eran desconocidos. Los vendedores anunciaban su mercancía y los limpia-tumbas ofrecías sus servicios. De fondo sonaba una música de marimba fúnebre. El día comenzaba a tornarse gris.
Nunca antes había visitado ese cementerio y desconocía cada sector. No sabía dónde estaban las tumbas de los políticos, escritores, músicos, aviadores y médicos. Había caminado ya por varios minutos, había repasado con mis ojos las bóvedas y cruces, pero no había leído ningún nombre conocido. Nada.
A medio camino me detuve, me apoyé sobre la rama de un árbol y escuché a dos mariachis que entonaban algunas canciones. El tono era melancólico. “Amor eterno e inolvidable”, decía una de las melodías. “Llorar y llorar, llorar y llorar”, repetía la segunda canción. Una mujer tenía la mirada entristecida y escuchaba con plena atención. Sin embargo, parecía que su pensamiento volaba por otros senderos.
De pronto giré la vista y observé un nombre conocido. ¡Por fin! Sobre una amplia lámina de cemento estaba inscrito el nombre de Francisco Morazán. La tumba lucía bien cuidada, pero nadie la había limpiado, ni tampoco le habían colocado flores. Estuve algunos minutos de pie, esperando que alguien se aproximara, pero nadie se acercó. La gente pasaba, indiferente, por ese lugar.
Como una especie de efecto dominó, comencé a encontrar los mausoleos de otras personalidades. Me detuve frente a las tumbas de los escritores José María Peralta Lagos, Alfredo Espino, Claudia Lars, Salarrué, Arturo Ambrogi y Alberto Masferrer.
Tampoco en las sepulturas de estos encontré a familiares, amigos o admiradores rindiendo algún homenaje. Nadie leía un poema, o algún cuento, o algún artículo. No había mariachis; ni nadie que limpiara, pintara o enflorara esas sepulturas. Algunas estaban más descuidadas que otras.
En la misma situación estaban las tumbas de algunos políticos. Excepto la de los contemporáneos, todas lucían solas, al límite del abandono. Repasé la tumba de Farabundo Martí, Salvador Castaneda Castro, Manuel Enrique Araujo, Roberto d’Aubuisson y Shafick Hándal. Solo en esta última había un grupo de jóvenes que cantaban una canción a capela y gritaban “Hasta la victoria siempre”.
Luego de algunas horas de idas y venidas, de detenerme a contemplar las derruidas y abandonadas tumbas de nuestros ilustres, regresé a la entrada principal. En el camino me topé de nuevo con las tumbas de estos eminentes hombres y mujeres. Todas estaban de la misma manera: vacías y envueltas en un inalterable silencio. Olvidadas. Siempre olvidadas.