Era exactamente la 1:35 de la tarde cuando William y su hermano Ariel estaban vestidos con uniformes y listos para ir a la escuela, pero no para morir. Apenas cruzaron el umbral de la puerta de su casa y Ariel, el menor de los dos, vio a un sujeto en la esquina que los estaba vigilando, advirtió a su hermano mayor y tuvo miedo. No es por nada, pero vivir en el barrio San Esteban en el Centro de San Salvador no los hacía sentir específicamente en el lugar más seguro del mundo.
-Calmado, si nos paran le decimos que no somos nada, que no andamos en nada –le contestó William, con tono de hermano mayor que lleva las riendas.
Caminaron unos pasos y en menos de un minuto estaban en la esquina y cruzaron a la derecha, buscando la entrada de la escuela, a menos de dos cuadras desde su casa. Cuando estaban a poco menos de cien metros de la puerta que les podía salvar la vida vieron al mismo sujeto parado en la otra esquina como un espejismo que desaparece de un lado e inmediatamente está en otro.
Hizo una señal y ambos sabían que iban a morir. Cuatro niños de entre 15 y 16 años salieron de la esquina con un caminar holgado y las manos sueltas. Con las miradas les anunciaron la muerte y uno de ellos se sacó una pistola 9 milímetros como quien se saca la billetera para pagar la cuenta, apuntó a la cara de William y empezó a descargar el cartucho.
En San Salvador, y en la mayoría de municipios de El Salvador, las pandillas han pasado de ser grupos clandestinos a convertirse en un hecho social permanente que ha establecido reglas claras: aquí morir con violencia es como morir de muerte natural.
La lluvia de plomo alcanzó la cara de William y a Ariel lo agarró por la espalda. En sus intentos por salvar la vida corrió desesperado buscando la puerta de la escuela, pero antes de llegar sintió como si le dejaran caer agua caliente en la espalda y en la pierna derecha. Fueron casi diez disparos los que alcanzó a oír-sentir y en un abrir y cerrar de ojos se vio tirado en el suelo, frente a la puerta negra que lo podía salvar, al menos por un rato, de la muerte.
Pero los gritos de su hermano sonaron a pocos pasos y cuando regresó arrastrándose – escena que hubiera encajado perfectamente en un árido campo de guerra en medio de bombas y no frente a una escuela pública con un niño de 14 años como actor– logró llegar hasta su hermano ensangrentado de la cara para abajo.
Tirados los dos en el suelo, Ariel alcanzó a ver a los hechores, conocidos suyos todos, amiguitos quizá de la escuela o de colonia, huir, meterse unos en una tortillería y otros en la casa del mejor amigo de William, a esconderse. Sí, en la casa del dizque mejor amigo de William. A esconderse.
Los fallidos intentos de Ariel por despertar a su hermano golpeándole la mejilla izquierda a William –de la que no le brotaban borbotones de sangre– lo llevaron a medidas más desesperadas. Aunque le gritó, le lloró, le suplicó que se levantara, que se fueran para la escuela, su hermano estaba muerto sobre una calle –destino o casualidad– llamada La Amargura.
Luego regresaría arrastrándose hasta el portón de la escuela, unos compañeros suyos y profesores lo recogerían y luego irían a ver a William, de 15 años, tirado boca arriba en la calle con la blanca camisa de uniforme manchada con sangre y la cara aún con una expresión de dolor. Luego las sirenas de la ambulancia, la policía, los fiscales, el tumulto de gente que siempre quiere ver al muerto y un sueño profundo lo dominaría hasta despertar en el hospital con tres tiros en el cuerpo.
***
Para poder conservar la vida por un poco más de tiempo en el centro de San Salvador sería conveniente tener un mapa. Uno en el que se vean las calles, las esquinas, los nombres de las avenidas y, si fuera posible, por favor, los de los pasajes. Pero lo esencial, lo primordial de este particular mapa debe ser que marque las cuadras controladas por cada una de las pandillas presentes: la Barrio 18 y sus dos fracciones (Revolucionarios y Sureños) y la Mara Salvatrucha.
Aquí la frontera entre la vida y la muerte se dibuja en un mapa, la define una calle, una pasarela, unas gradas o cualquier barrera viva o muerta que sirva para definir de dónde para allá es de una pandilla y de dónde para acá es de la otra.
Divididas así las tierras, uno no tiene más opciones que saber por dónde se mueve o tratar que quedarse la mayor parte del tiempo encerrado en su casa (aunque ahí tampoco esté del todo a salvo). Esa segunda fue la opción por la que había optado William. Así lo cuenta doña Guadalupe, su madre, e incluso Ariel, convaleciente, con dos tiros incrustados en la misma pierna y otro en el costado, sentado en una silla de ruedas.
Al principio, cuando se trasladaron de Sonsonate a San Salvador y decidieron comprar una casa en el centro no se imaginaron el hervidero de la muerte en que se convertiría la Comunidad Tinetti. Aunque nunca fue el mejor lugar para vivir, se la podía pasar tranquilo, asegura doña Guadalupe, de 60 años.
En aquel tiempo, mediados de la década de los 80´s, el mayor peligro era ver a un guardia que lo podía parar a uno y pegarle un par de culatazos si le veía apariencia de guerrillero. Nada que no se pudiera solucionar con alcohol y hielo en la piel.
Pero las cosas cambiaron. Por eso doña Guadalupe y su esposo decidieron alquilar otra casa en una zona más “neutro”, cerca de la escuela, donde además los niños no tendrían que caminar mucho y correrían menos peligro –entiéndase que solo el hecho de caminar por las calles de San Salvador es un peligro–.
A William y Ariel los habían parado varias veces las semanas anteriores. Les dijeron que qué ondas, que los iban a matar si seguían yendo a la escuela y que no los querían ver ahí porque bien sabían que eran originarios del territorio 18, y que ahora, aunque estuvieran cerca de la escuela, estaban en el territorio más próximo al de la MS, contestándole los hermanos que no eran de ninguna pandilla, que lo único que querían era ir a la escuela, que se calmaran por favor.
Las amenazas no solo iban dirigidas a William y su hermano; los acechos de la pandilla en los últimos días ha sido casi generalizada para todos los que asisten a la escuela Francisco Campos, a tal grado que el director se vio obligado a pedir seguridad de la Policía Nacional Civil (PNC) y la Fuerza Armada (FAES).
Pero con la pandilla no se juega, ni menos así. Un día, un niño de unos 13 años, estudiante del centro escolar llegó hasta la oficina del director y le entregó un papelito en el que decía claramente que tenía 24 horas para retirar la seguridad policial o lo llegarían a matar a su casa. Firma la Mara Salvatrucha.
Por eso se retiró la seguridad en una escuela que está a menos de 300 metros de “El Castillo”, la sede principal de la PNC en todo el país, donde está la oficina del señor director general; y a menos de 200 metros de la Unidad Antipandillas. Por eso el camino les quedó libre a los hechores cuando planearon matar a William y a Ariel.
***
Tres personas se han acercado al ataúd color beige de William. Encima le han puesto una bandera del F.C. Alianza, un ramo de flores artificiales y un fotomontaje donde se le mira con unas largas alas blancas extendidas de par en par sobre un fondo negro.
La escena dejaría de parecer un velorio si tan solo se quitara la caja del fondo de la galera. En la entrada está una mesa con una cafetera y tres botellas con sodas de diferente sabor, dos cajas con pan dulce y una más con churritos y bocas. Al fondo suena música cristiana de esa que entona con el merengue y nadie llora, ni siquiera la mamá de William.
Serena, parada en la entrada, cerca de la mesa en la que bien se dejaran los regalos si esto se tratara de un cumpleaños, doña Guadalupe sale a recibirnos y me pregunta si nosotros le llamamos por teléfono hace unos minutos diciéndole que veníamos hacia acá. Le decimos que sí. Un silencio nos envuelve mientras las canciones en el reproductor mp3 que está en la mesa del sonido se pasan, y aprovechamos para presentarnos.
En el ataúd yace William. Muy bien peinado y con el cabello aún brillante por la gel, viste una camisa negra a rallas abotonada hasta el último pegado al cuello. La cara ya no está pálida sino blanca. En la mejilla derecha se le ve un impacto de bala con bordes irregulares.
Una niña de unos tres años se pasea con su vestidito rosa por toda la casa comunal de la Tinetti como si se tratara esto de una fiesta, mientras canta las alabanzas que hablan de ir al cielo y mientan al espíritu santo para que nos venga a traer. La madre de William quiso hacer el velorio aquí porque le da miedo incluso permanecer más tiempo en la casa cerca de la escuela. Aquí, aunque es territorio del Barrio 18, sabe que le respetarán al menos el velorio de su hijo, y algunas compañeras del mercado donde trabaja tienen valor de ir a dejarle flores y darle el pésame.
Sentado en la silla de ruedas improvisada con una silla plástica montado en una estructura metálica con llantas, llega Ariel a ver a su hermano muerto. Un tío lo trae empujado con dificultad hasta que lo logra colocar frente al ataúd.
Ayudado por dos más, Ariel se levanta a ver por el vidrio de la caja a William. Mirada fría, seria, sin llorar; algo más parecido al odio que al llanto le inunda el rostro, y luego de verlo un rato, se vuelve a sentar y se detiene la quijada con el puño y el dedo índice apuntando hacia arriba.
Ariel cuenta que su hermano no se metía con nadie, que le gustaba estudiar y también la natación, que siempre andaban juntos y que, a pesar de todos los pesares, era como su modelo a seguir. Ahora está muerto. Los pandilleros lo mataron por haberse cruzado incontables veces frontera entre la vida y la muerte, porque varias veces a la semana se venían de la escuela y cruzaban un graderío que divide al barrio San Esteban de la comunidad Tinetti sin pensarlo. «Con la pandilla no se juega» .
-Aquí más parece que ser joven es delito. Hoy podés estar aquí, caminando bien tranquilo, y más adelante, una cuadra más allá podés estar muerto, aquel – resume Ariel, señalando con un gesto a su hermano William.
***
En los últimos siete meses, el promedio de homicidios en El Salvador se ha disparado a niveles no vistos desde finales de la década de los 90´s cuando recién pasó la guerra civil. De hecho, en los meses de julio agosto y septiembre, el promedio de homicidios ha superado al de algunos días del conflicto armado.
Solo en agosto murieron más de 900 personas a causa de la violencia, y para los primeros días de octubre ya se contabilizaban más de 5 mil homicidios, la mayor cifra de lo que va de este siglo.
La lucha frontal que el gobierno le ha declarado a las pandillas sin dejar espacio a treguas, como ocurrió en el año 2012, pareciera no estar dando buenos resultados. Desde que anunciaron las nuevas medidas que incluían la creación de tres batallones especiales de la Fuerza Armada para apoyar en tareas de seguridad pública y la ejecución del Plan El Salvador Seguro, en febrero de este año, hasta el actual mes de octubre, la tasa de homicidios se ha duplicado de diez a veinte diarios.
Las autoridades lo asumen sin escandalizarse y aseguran que “todo se trata de una estrategia de las pandillas por hacer números”. Mientras tanto, cientos de familias también han naturalizado la violencia que cobra la vida incluso de sus hijos; como el caso de doña Guadalupe que solo cuando hace memoria de los buenos recuerdos se le ruedan las lágrimas para luego permanecer inmutada.
-No crea que esto es fácil. Vivir aquí ya no es vida. Y esto no va para mejor, va para peor. Esto es peor que estar en medio de un campo de guerra, uno cierra los ojos en la noche pensando en que el siguiente día va a amanecer muerto.
En El Salvador, morir con violencia, es morir de muerte natural.