A las diez de la mañana del 21 de agosto de 2013, Leonel Antonio Miranda Torres escuchó la sentencia. Un escalofrío subió por su espina dorsal, las piernas le temblaron, palideció y el mundo se le derrumbó como un castillo de paja seca. Tenía la boca seca, los labios cortados y pensó que sus hijos y su mujer iban a quedar abandonados porque él era el único de la familia que trabajaba de sol a sol en lo que fuera posible para que en la mesa nunca faltara aunque sea un plato con frijoles y tortillas; nunca imaginó que José Alberto Cea, juez de Paz de Acajutla, Sonsonate, iba condenarlo a cinco años de cárcel por el hurto de una vaca color bermeja-descolorido.
Para Leonel Antonio la desgracia había comenzado el 9 de julio de 2013 cuando, aproximadamente a las siete de la mañana, Elwis Galdámez llevó a la cancha de fútbol del caserío La Isla, cantón Metalío, a dos vacas a pastar. Unas tres horas más tarde regresó a traerlas pero una ya no estaba. Sobre la desaparición existen dos versiones: la judicial dice que la víctima, al darse cuenta que le habían arrebatado a su animal, llamó a la Policía Nacional Civil (PNC) y unos minutos más tarde acudieron cuatro agentes de la División Rural que escucharon como primera hipótesis del paradero que los bandidos la habían escondido cerca de un maizal. Siguieron sus rastros en unos potreros, sobre el asfalto de la carretera, llegaron a la colonia Los Girasoles y en una esquina se encontraron con un sujeto de alias Trompa y otros hombres que al verse perseguidos huyeron; unos metros más adelante, sin embargo, fueron capturados.
El policía Héctor Bayrom declaró a la Fiscalía General que estaba en un retén policial sobre la carretera que conduce a la Frontera La Hachadura –que divide El Salvador y Guatemala- cuando de la delegación de Metalío le llamaron para que atendiera la denuncia ciudadana del hurto de una vaca. Se fue con sus compañeros Uvaldo Ismael, Pedro Antonio y Jorge Alberto a buscar las pistas –caca o lodo-; caminaron con olfato podenco hasta que dieron con dos hombres que jalaban a una vaca con un lazo en el pescuezo. Cuando les gritaron que se detuvieran la soltaron, intentaron huir pero los capturaron. Luego la víctima presentó la carta de compra y les mostró que la marca del fierro que tenía el semoviente en el muslo comprobaba su propiedad.
Estas declaraciones bastaron para hundir a un hombre en la cárcel. Pero el hundido también tiene su versión que coincide con las de sus familiares y vecinos. Va así:
Filiberto y su hijo Leonel Antonio solían levantarse a las tres de la madrugada para trabajar en el campo. Habían sembrado una pequeña milpa que cuando cosechaban les servía para subsistir. Pasadas las ocho de la mañana regresaron a la casa – viven en el mismo barrio a unos cien metros de distancia- y cada uno se fue por su lado: uno por una vereda y el otro por una calle angosta.
Leonel abrió el portón hecho de tubo industrial y malla. Entró. Se quitó los zapatos y caminó descalzo en el piso de tierra de la casa. En el corredor había una hornilla hecha de un barril que en algún tiempo almacenó aceite para carros, unas sillas de plástico, la mesa en la que comía con sus hijos y una hamaca. Se acostó. El cielo estaba claro como un día de verano; las nubes eran delgadas líneas alrededor de un sol avasallante. Apenas pasaron unos instantes cuando un hombre delgado, colocho, de ojos claros se acercó y le gritó que quería venderle una vaca. En esos días él también se desempeñaba como comerciante de animales. Se levantó. Vio la oferta. Le pidió la carta de venta –requisito indispensable para esas transacciones – y el vendedor le suplicó que lo esperara, que iba traerla, no tardaba mucho. Salió a la calle. Se despertó en él cierta suspicacia ya que el hombre era un completo desconocido en la calle en la que había vivido durante más de 35 años. Perezoso se sentó a esperar.
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Filiberto regresó cansado. A sus 70 años el pesado trabajo del campo le provocaba un agudo dolor en la espalda que lo obligaba a encorvarse. Entró a la casa, dejó la puerta entreabierta, puso la mochila en el suelo, se fue al patio, agarró un vaso que estaba en una mesa de plástico, lo llenó con agua y bebió lentamente. Meditó un rato. Escuchó unos pasos que aumentaron a trote, luego a tropel, se mezclaron con gritos, puteadas, patadas, trompadas. En la algazara distinguió que hablaban de una vaca y de un hijueputa que ya cayó. Salió. Vio que un hombre estaba tirado en el suelo, amarrado como un caballo salvaje al que solo un jinete avezado pudo domar. Unos cinco policías lo rodeaban. Le advertían que si se movía lo iban a matar. Se acercó. No pudo pronunciar ni una palabra. Unos niños lloraban. Los vecinos se sostenían sorprendidos las quijadas. En el aire flotaba el polvo que las botas levantaron.
Con la boca llena de polvo, saliva en las comisuras y los ojos rojos, Leonel Antonio distinguió a su papá y le pidió que le llevara el Documento de Identidad (DUI). A un lado también estaba detenido un hombre que pasaba en bicicleta identificado como Salvador Antonio Guardado Deras.
El vendedor nunca regresó. Nadie supo siquiera cómo se llamaba.
Los policías trasladaron al detenido a la delegación de Metalío. Ahí aprovechó para ofrecerle a la víctima la compra del animal. Pero el sargento de turno cortó cualquier intento de conciliación porque ya había una denuncia y un reporte. Leonel le preguntó al sargento si estaba seguro que era el culpable del robo. Éste respondió que no. Pasaron uno, dos, tres días hasta que su mujer Delma logró juntar $150 para pagar la fianza. Una abogada se encargó de ir a hacer el trámite a Santa Ana pero no fue sino hasta 48 horas después que pudo salir. El acusado estaba claro de tener sus papeles de destazador en regla, de no haber ido a la cancha del caserío La Isla a hurtar, así que cuando regresó a casa retomó sus tareas como cuidar la milpa o ir a San Salvador a comprar ropa para revenderla. Como se sentía completamente inocente jamás pasó por su cabeza esconderse.
Tiempo después recordaría: “El que nada debe nada teme. ¿Para qué me iba a escapar si me sentía limpio?”
En la audiencia de agosto de hace tres años los testigos de cargo fueron dos agentes que repitieron la rutina de aquella rutilante mañana: recibieron una llamada de emergencia de la delegación en la que les ordenaban correr a buscar a una vaca que un fulano se había robado del predio baldío que los vecinos ocupaban como cancha, tardaron menos de cinco minutos en llegar a la escena del hurto, al encontrarse con el ofendido decidieron desplegarse en grupos: unos en motos y otros en la patrulla. Descubrieron pistas como hábiles Sherlock Holmes: un cerco cortado por aquí, una pisada por allá, otro tantito de lodo al lado izquierdo de la carretera, hasta encontrarse con tres sujetos cuyas características eran las de quizá algunos salvadoreños: uno bajito, uno moreno y otro delgado. Al verse perseguidos por el alargado brazo de la ley intentaron huir pero se encontraron con otros policías que los sometieron a palo limpio. El ofendido declaró que tenía el semoviente desde hacía unos siete años, que no recordaba cuánto valía, que la búsqueda y recuperación tardó unas dos horas, que nunca en su vida había visto a los sospechosos, que se lo devolvieron instantes después que presentó la carta de compra y se fue a la casa.
Como testigo de descargo la defensa presentó a Jorge Alberto Flores Bolaños que dijo haberse enterado del escándalo porque escuchó los gritos de los agentes mientras trabajaba en su taller de reparación al que unos 30 minutos antes había llegado Guardado Deras con su bicicleta azul marca Corsario pero como no lo pudo atender en el momento le pidió que esperara. Fue en ese instante que los policías irrumpieron en la zona y capturaron a su cliente que además es uno de los vecinos que más tiempo tiene de conocer: diez años.
Leonel quiso ser condescendiente e hizo de tripas corazón para pagarle el transporte y dinero para comida a la víctima que había llegado al Juzgado de Paz. Ya se sabe que en muchas zonas rurales de El Salvador la gente a veces no tiene ni para comprar un pedazo de pan, menos para pagar un bus y un almuerzo servido lejos de casa.
Guardado Deras fue declarado inocente. Cuando escuchaba el veredicto condenatorio –en un juicio en el que no tuvo ningún testigo de descargo- a Leonel se le vinieron a la mente los años en los que se dedicó a destazar reses y cerdos para vender y sospechó que quizá el juez había tomado eso en su contra.
Luego pensó que le acababan de arruinar la vida y que lo más probable era que iba quedarse sin familia, sin casa, en completa miseria y soledad. Seis meses después ese augurio se hizo realidad.
*
Permaneció detenido 15 días en las bartolinas de Sonsonate. El miedo lo torturaba. Se preguntaba con quién iba a compartir celda, que haría allá adentro, si saldría vivo. Hasta que llegó el día cero. Lo subieron a un carro, lo metieron y lo trasladaron al Centro Penal de Apanteos, en Santa Ana. Entró al pasillo. Las miradas de los presos eran de tristeza y odio. Su fervor lo obligó a encomendarse a su dios. En la celda número doce, pabellón nueve lo esperaba un custodio:
– ¿Nombres y apellidos?
– Leonel Antonio Miranda Torres….
– ¿De qué pandilla es?
– Ninguna.
– ¿Delito por el que fue condenado?
– Hurto de una vaca….
– Vaya, si se porta mal aquí lo van a matar…
Agobio, profunda tristeza, incertidumbre, asco y miedo. En la celda de ladrillos rojos le esperaban unos ochenta reclusos. Unos lo miraban curiosamente, otros con piedad, otros con odio. Al verlos entendió que no había retorno, que todo se había acabado, que estaba en ruinas. Había un silencio sepulcral. Entonces salió del ensimismamiento y se sintió como el niño nuevo de la clase al que sus papás llevaron a patadas a la escuela. En las cárceles las reglas son: el que tiene más tiempo encerrado es el que manda, si se mete en problemas saldrá herido, no intente ser más listo que los demás porque le puede ir mal; Leonel las entendió desde el primer segundo.
La primera noche en un centro penitenciario es la peor. Leonel Antonio se acostó en un pedazo de cartón que no abarcaba ni un metro. Estaba semidesnudo. El frío le congelaba los huesos. La cabeza le dolía horriblemente. La fiebre le doblaba los brazos y le provocaba delirios: escuchaba a las paredes gritar, llorar, lamentarse, moverse como fichas de dominó. A su alrededor, en el mundo real, los homicidas, extorsionistas, violadores y ladrones roncaban a pierna suelta.
Dos años después Leonel diría que el sufrimiento de esa noche no se lo desea ni al peor enemigo.
En la mañana despertó empapado. En el cielo de la boca sintió un sabor amargo. Entre los barrotes se colaron los primeros rayos del sol. A las seis de la mañana los custodios levantaron a todos los reos a bañarse. Después a desayunar pero él no comió. Le faltaba apetito. Buscó una farmacia adentro del centro penitenciario y rogó para que le fiaran unas pastillas. Después de tanta suplica el vendedor accedió. No fue sino hasta dos días después que se sintió mejor. El calendario siguió deshojándose parsimoniosamente hasta que trece días más tarde llegaron su mujer y sus hijos con su ropa. Se alegró de verlos pero le dieron ganas de llorar. Volvió a derrumbarse.
Delma todavía tenía esperanza que su marido iba a estar de regreso en casa dentro de un par de semanas.
– No se aflija, va salir rápido, ya va a ver…
Leonel no supo qué decir. Estaba cansado.
En esos días contrataron a un nuevo abogado. La mujer tocó mil puertas y le prestaron $3,000. ¿Cómo iba a hacer para pagarlos? Esa era una pregunta que en ese momento no tenía respuesta. El nuevo defensor les había ofrecido un paquete de trabajo al estilo Vito Corleone que en tres meses iba a llevarlo de regreso a casa: haría al fiscal, a los jueces y a medio mundo una oferta que no iban a poder rechazar. No habían transcurrido ni tres meses cuando se dieron cuenta que cayeron en una estafa.
En Apanteos funciona uno de los programas estrella que inauguró el expresidente Mauricio Funes y ha continuado su relevo Salvador Sánchez Cerén: el programa Yo Cambio que consiste en que los reos participan en actividades educativas como tejer hamacas, alfabetización, croché, guitarra, decoraciones de papel, dibujo, estudios bíblicos siembra de huertos, trabajos en Ministerio de Obras Públicas y otros. Mientras Leonel Antonio se sumergía en el universo de las letras su mujer dejaba encerrados a los niños en la casa, se subía una canastita a la cabeza y se iba a vender pescados. El fin de semana vendía pupusas a los vecinos.
Los niños abandonaron la escuela. Primero por tristeza. Segundo porque no había quien los fuera dejar. Tercero porque se quedaban cuidando la casa mientras Delma trabajaba para llevarles comida. Ese era el círculo.
Leonel se despertaba a medianoche pensando en su mujer y sus hijos. O a veces pasaba en vela hasta las tres de la madrugada. Se preguntaba: ¿Se acostaron sin cenar? ¿Cuándo habrá sido la última vez que probaron bocado? ¿Y mi papá cómo está? ¿Y mi hermana? Y volvía a lamentarse de su encierro, de una pena injusta que decidió que una vaca tenía más valor que su libertad, de un juez que no pudo reflexionar en que un padre abandonada a sus hijos por un asunto que no valía la pena.
*
¿Curiosa? ¿Injusta? ¿Excesiva? ¿Por qué calificar la condena con esos conceptos? ¿Qué acaso en El Salvador no existen sentencias de todo tipo todos los días? ¿Qué la hace excepcional? En noviembre de 2013 con la fotoperiodista Jessica Orellana entrevistamos al juez José Alberto Cea que nos recibió con preguntas como respuestas a las preguntas que le hicimos. Su principal argumento –que formalmente tiene validez- es que se limitó a aplicar los artículos 207 y 208 del Código Penal. El primero dice: “El que con ánimo de lucro para sí o para un tercero se apoderare de una cosa mueble, total o parcialmente ajena, sustrayéndola de quien la tuviere en su poder, será condenado con prisión de dos a cinco años de cárcel”. El segundo establece que será agravante –la pena aumenta de cinco a ocho años- cuando se emplee la fuerza, una llave que no sea la del ofendido, en época de estrago o calamidad nacional, con el uso de un disfraz o cualquier otro medio para engañar, en ganado o en otros productos e insumos agropecuarios.
En la sentencia Cea argumentó que la teoría jurídica que mejor se ajustaba al caso es la de la disponibilidad en la que concurren tres momentos: la ejecución inicial en la que el delincuente no se ha apoderado del bien ajeno, cuando lo hace por fin y la última cuando lo tiene en su poder y puede aprovecharse de él, o sea, lucrarse.
Por eso consideró que hay un alto nivel de tergiversación cuando la gente se escandalizaba al escuchar que un hombre iba pasar cinco años en prisión por robar una vaca. También lamentó que el escritor Manlio Argueta haya escrito en la revista Séptimo Sentido de la Prensa Gráfica que la vaquita andaba perdida. El juez dijo: “¡Le puse la pena mínima! Pude haberle puesto seis, siete o los ocho años pero no lo hice. Si le hubiera puesto menos de cinco me sanciona la Corte Suprema de Justicia”. En ese momento Cea había asumido –aunque en el juicio nadie presentó pruebas- que Leonel Antonio se dedicaba al destace clandestino. Por eso preguntó retóricamente: “¿Qué haría usted si obtiene un semoviente y se dedica a eso?”.
Durante los primeros minutos de la entrevista se guareció fanáticamente en el alfabeto jurídico y en los argumentos de la sentencia para justificarse. Luego comentó que en los juicios siempre hay un ganador que dirá que el juez es el mejor del mundo, una digna autoridad, honrado y un perdedor que dirá que el juez es ignorante, chambón y otras cosas más. En ese ir y venir se mantuvo hasta que le pedimos quitarse su chaleco de profesional y pensar como un ciudadano más. Respondió que esa interrogante era mejor trasladársela a la Asociación de Ganaderos de Sonsonate, que en esos días robaron tres vacas en la Hacienda Nápoles, 35 más en Metalío y otros casos que mostraban una escalada de ese delito.
Cea aparentaba ser muy salomónico. Quiso mostrar el otro lado del espejo en que se reflejaban pobres robando a pobres. Pidió trabajar con la imaginación: imagen a una pareja que ha construido su ranchito, siembra la milpa, los frijoles, ahorran y un día compran una vaquita. Cuando la tienen en sus manos sueñan con la leche, la crema y el requesón. Pero un día aparece un ladrón que se la lleva en el más absoluto sigilo. ¿Qué quiere la víctima: que se la devuelvan o que se la paguen? Explicó que muchas veces ni siquiera piden la cárcel sino solo justicia. “¿Y qué es pedir justicia?”, preguntó y se respondió: “dice un autor: ‘Dar a cada quien lo que se merece’”. Un par de días antes, ejemplificó, se enteró que habían mandado a la cárcel a unos sujetos que robaron huevos de tortugas e iguanas.
“Es tan lesivo que te pegue un golpe y te rompa como que te arrebate tu fuente de ingresos. ¿No es la misma circunstancia de gravedad?”.
El juez quería dejar claro que solo aplicó la ley. Que la ley la escriben los diputados en la Asamblea Legislativa. Puso otros ejemplos de inconsistencia: el artículo 128 del Código Penal establece que el homicidio simple se castigará con entre diez a 20 años de prisión mientras el 159 del mismo cuerpo legal ordena entre 14 a 20 años por una violación. El punto es el siguiente según Cea: obviamente es deleznable atentar contra la integridad sexual de una mujer pero si tiene un tratamiento físico y psicológico adecuado puede superar las afectaciones y vivir plenamente. ¿Y la víctima del asesinato se recuperará?
También se preguntó dónde estaban los abogados cuando Leonel Antonio era condenado porque en el juicio hicieron muy poco para defenderlo. “Aunque hubiera querido ponerle menos años por lástima o por lo que sea no puedo. ¿O qué harías tú como juez?”
La entrevista terminó con más preguntas retóricas que hizo el juez Cea: ¿Cuándo fue la última vez que se revisaron los códigos Penal y Procesal Penal? ¿Cuándo la última vez que se llamó a un simposio para discutir el catálogo de delitos? ¿Legislan nuestros diputados de acuerdo a intereses o conveniencias?
Salimos convencidos que los mesianismos son peligrosos.
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Seis meses después que el juez defendió su trabajo, Leonel Antonio se enteró que su mujer había pagado con la casa de ambos a un traficante de personas –coyote- para que la llevara a ella y a los niños indocumentados a Estados Unidos. Lo confirmó cuando recibió una llamada a larga distancia en la que le aseguraban que estaban bien. En realidad no había sido una sorpresa de esas que te tumban en la arena de un solo golpe sino que lo presentía cuando Delma le dijo que a veces le daban ganas de huir a otro país porque en el que vivían una mujer sola, por más que salte, haga piruetas y destrezas, no puede mantener a sus hijos.
La cadena de desgracias sumó un eslabón más. El calvario de saberse completamente solo, íngrimo, despertaba en él una soledad que lo hundía hasta el fondo del mar donde solo hay frío y oscuridad. Tampoco lograba adaptarse a la prisión. Se deprimió. Unos compañeros de celda le aconsejaban seguir adelante mientras observaban a las familias que se reunían en los días de visita.
Denis Stanley Muñoz Rosa no es un peregrino desorientado sino un abogado que emprende causas y lucha por ellas. Su hoja de vida presenta escaramuzas contra el sistema de justicia salvadoreña que encarcela a mujeres que sufrieron abortos involuntarios y las condena por homicidios agravados. Él se encarga de que ellas recuperen la libertad. También ha emprendido cruzadas para sacar de las celdas a reos que están enfermos porque en las cárceles no tienen el tratamiento adecuado.
A principios de septiembre de 2014 conoció el caso de Leonel. Inmediatamente supo que era una condena más de un sistema que devora brutalmente a los pobres, analfabetas y descalzos pero agacha la cabeza frente a las élites políticas y económicas. Ha sido así desde hace más de 200 años y ni las guerras ni las firmas de acuerdos de paz lo han cambiado. Nada ha logrado adecentarlo ni curarle la resaca histórica, como dijo Roque Dalton. Lo analizó y decidió que había dos vías: presentar un recurso de casación en la Sala de lo Penal de la Corte Suprema y paralelamente pedir una indulto a la Asamblea. En éste alegó: que el juez Cea en ningún momento pidió un valúo de la vaca ni de los daños que el hurto causó a la víctima, que a ninguno de los policías que ejecutaron las capturas le constaba que los condenados se habían llevado la vaca, y que el delito por el que le impuso cinco años de cárcel establece que los bienes deben ser sustraídos de la propiedad del ofendido y no de un terreno público o de un tercero.
En esos días el expresidente Francisco Flores –acusado del desvío de $15,000, 000 de la cooperación de Taiwán entre los años 2003 y 2004 que presuntamente terminó en las arcas de ARENA y sirvieron en el financiamiento de la campaña que llevó al poder a Elías Antonio Saca y Ana Vilma de Escobar- se había presentado al Juzgado 1° de Instrucción después de estar prófugo de la justicia unos cinco meses y el juez Levis Italmir Orellana le favoreció con el arresto domiciliar en su casa de la exclusiva colonia San Benito.
La Asamblea siguió el proceso que establece la ley: primero pidió un informe al Consejo Criminológico de la conducta de Miranda Torres, luego al Pleno de la Corte. El primero respondió el 4 de diciembre del año pasado que no era conveniente favorecerlo porque presentaba un rango medio de capacidad criminal y peligrosidad; el segundo se mostró anuente al indulto porque consideró que el hurto había provocado un perjuicio de mínima proporción que había sido reparado con prontitud.
El 22 de junio de 2015 la Comisión de Justicia y Derechos Humanos decidió que era justo beneficiarlo con un indulto. ARENA, FMLN, GANA y PCN votaron sí. Tres días más tarde el pleno de la Asamblea, con 67 votos, confirmó la decisión.
Cuando lo supo Dennis sabía que había ganado una batalla más. Pero más que celebrar mejor pensaba en las próximas escaramuzas.
Leonel se enteró cuando se lo comentó un abogado que lo había visto en las redes sociales. Saltó de alegría. Se fue para la celda. Sonrió en silencio. El júbilo lo dominó. Le contó a sus 80 compañeros lo que le acababan de decir. Unos aplaudieron, se contentaron con el bien; otros se burlaron y le dijeron que le estaban tomando el pelo, que nadie sale del infierno una vez entra.
El problema del Estado es la burocracia. En una oficina pública, por ejemplo, es más probable que la empleada primero hable por teléfono con la comadre sobre la telenovela, que se pinte las uñas y quizá después lo atienda. Lo mismo pasó con el indulto. Que se hiciera efectivo tardó casi dos meses en los que Leonel Antonio empezó a creer que era mentira lo que le había contado el abogado.
Los malos compañeros se reían cuando lo veían contar las hojas del calendario. Le decían que la palabra del juez se escribe en piedra y nadie la puede cambiar. Ellos estaban seguros que la libertad solo se recupera el día que la muerte llega a cobrar las facturas pendientes. Leonel se sentía un poco enojado pero prefería callar. Contradecirlos quizá hubiera terminado en un pleito con cuchillos o trompadas.
Y el día llegó. El gritón de la cárcel se acercó a la celda y dijo: Leonel Antonio Miranda Torres, vas libre. Todos se quedaron en silencio con los ojos desorbitados. Luego los murmullos. Los amigos se acercaron a abrazarlo, a pedirle que se cuidara. No podía estar más de media hora adentro así que heredó su cubeta, sus pantalones y las cobijas. Se vistió. Salió al pasillo donde los reos le preguntaban, curiosos, para dónde iba. Cuando vieron su felicidad entendieron de lo que se trataba.
Mientras caminaba cárcel afuera recordó el caso de un hombre que estaba preso por haber robado un tambo de gas, el de otro que muy pronto iba escuchar la sentencia por el robo de una bolsa de tomates en un mercado y el de un tercero por un racimo de guineos. Pensó que eran similares al suyo.
Después de 24 meses, 42 semanas, 730 días, 17,531, 624 horas, 1, 051,897, 532 minutos, y 63,113, 852 segundos en prisión Leonel Antonio no siente odio por nadie. Entendió que el juez, los policías, y el fiscal solo hicieron su trabajo. Le arruinaron la vida, perdió a su familia, su casa, todo.
Tiene que recuperar el tiempo perdido. La vida es larga. Lamentarse no hará que el tiempo retroceda al momento en que la vaca llegó a la puerta de su casa.