La habitación del pequeño David tiene perfiles raros. Está vacía, oscura, sumergida en un inalterable silencio. Apenas entra un poco de luz. En la pared hay un viejo reloj que marca las tres en punto. De un perchero cuelgan algunas camisas sucias por el tiempo. El suelo está inundado con mazorcas y tusas de maíz. Todo está distinto.
Tiempo atrás esa habitación tenía sillas, cuadros, retratos, una cama y un antiguo calendario. Ahora ya no queda nada de eso. Todo comenzó a cambiar la noche que un grupo de pandilleros asesinó al pequeño David con mucha crueldad. Lo cortaron en seis pedazos. La cabeza, el torso, las piernas y los brazos fueron enterrados en una tumba clandestina.
David tan solo tenía once años de edad. Cursaba segundo grado y trabajaba una pequeña milpa en el patio trasero de su casa. Era inquieto, afable y risueño. No le costaba socializar con las demás personas. Y, quizá por eso, tenía muchos amigos. Su deporte predilecto era el baloncesto. Cuidaba con afán una tortuga y dos perros que le habían regalado.
Catorce meses han pasado del crimen y todo parece que fue ayer. Al menos así lo siente la abuela del pequeño David. Ella fue como su madre porque lo cuidó desde los tres años. Su hija se lo dejó una mañana que decidió marcharse, por tierra, hacia los Estados Unidos.
La señora, de piel morena y de cabello ondulado, aún recita interrogantes, protestas y lamentos. Todavía no logra entender por qué mataron a su niño. Y más cuando hace repaso de su vida: alejada de problemas y riñas de barrio.
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A David lo mataron la noche del 11 de julio de 2014. Un grupo de pandilleros lo golpeó sin tregua hasta dejarlo inconsciente. Y luego, aún con vida, le cortaron la cabeza de un machetazo. El cuerpo quedó convulso, realizando extraños movimientos.
Horas antes, según consta en la investigación fiscal, había estado en un salón de clases del Centro Escolar “Felipe Soto”, ubicado en el municipio de Santa Cruz Michapa, departamento de Cuscatlán. Al terminar las clases, pasadas las cinco de la tarde, el niño se fue a una tortillería. Siempre pasaba comprando tortillas para la cena. Ese día no hubo excepción.
Luego caminó por varios metros. En una esquina se encontraban los pandilleros fumando marihuana. Lo llamaron y le pidieron que les regalara tortillas. Este no puso ningún reparo. Después lo interrogaron, le insinuaron que era colaborador de la pandilla contraria. Les respondió que no sabía de qué le estaban hablando.
En ese instante, uno de los pandilleros le lanzó un puntapié en el estómago. Cayó al suelo, sin aire, completamente desvanecido. Los demás pandilleros lo continuaron golpeando. Le introdujeron una pañoleta en la boca para que no se escucharan sus gritos. Lo insultaban, le decían que se iba a morir. La avalancha de patadas duró varios minutos.
En cierto momento, uno de los atacantes se separó del grupo. Regresó con un hacha en la mano y se la clavó en el cuello al pequeño David. La cabeza se separó del cuerpo. Y como si fuera un ritual, un segundo pandillero le arrancó los brazos y el otro las piernas. Después recogieron los pedazos del cuerpo y los trasladaron a un predio desolado. Cavaron una fosa y depositaron el cadáver mutilado.
Mientras eso ocurría, familiares del niño habían iniciado una imparable búsqueda en las calles, casas de amigos y veredas del río Arenal, el cual colinda con la otrora vivienda del menor de edad: localizada en el cantón El Limón del municipio de San Pedro Perulapán.
Pero las noticias no eran alentadoras. Nadie daba referencias de nada y parecía como si al pequeño David se lo había tragado el río, la tierra, las calles por las que transitaba a diario. Esa noche, la abuela del niño no pudo dormir siquiera un segundo.
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La habitación del pequeño David no es la única que luce desértica. Los pasillos de la casa están despejados: sin macetas, sin juguetes y sin perros. Algunas plantas han marchitado y las pilas del patio están secas. Las puertas y ventanas han sido cerradas con llaves y candados. El piso está invadido por tusas de maíz. Nadie vive ya en ese lugar.
Días después que el niño fue asesinado, su hermano mayor y su primo fueron sacados del país con ayuda de las autoridades judiciales. Sus vidas también estaban en peligro, habían sido amenazados por pandilleros y no tenían otra alternativa que el exilio. Meses después la abuela del menor hizo maletas y se mudó a otra casa.
No soportaba más seguir en la misma vivienda. Los recuerdos le nublaban el corazón y una profunda melancolía se instalaba en su pecho. El llanto era inevitable. Estaba destrozada por la pérdida de su nieto, pero también se sentía triste, muy triste, porque su hija le achacaba que no había cumplido la promesa de cuidar al niño. Y, sobre todo, le recriminaba haber impedido que este se fuera con un coyote hacia los Estados Unidos. Esos pensamientos la atormentaban y mejor decidió abandonar la casa.
Meses antes que lo mataran, el coyote (traficante de personas) había llegado a la casa del pequeño David para cumplir el encargo de la madre biológica: llevarlo a él y a su hermana al país norteamericano. Pero solo la niña aceptó irse. David, según la abuela, puso resistencia. Lloró una y otra vez, y suplicó para que lo dejaran en el país.
“Yo no pude hacer nada. La mamá se lo quería llevar, pero él dijo que si se lo llevaban a la fuerza se iba a tirar del carro. ‘Mami, me dijo él, yo nunca la voy a dejar sola. Ni muerto la voy a dejar sola, porque aunque esté muerto siempre voy a estar con usted’ (la señora se queda sin aliento y no puede decir una palabra más)”.
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Fue hasta el día siguiente que agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) descubrieron la tumba clandestina. El cuerpo del niño estaba partido en seis pedazos. Para los policías no fue tarea fácil informar las condiciones en que había sido encontrado el menor de edad.
El día del entierro fue una pesadilla para todas las personas que llegaron al panteón. Varios pandilleros armados con fusiles y escopetas amenazaron con matar a un hombre que iba en el cortejo fúnebre. Se salvó casi de milagro. Logró escapar y esconderse entre la multitud que había acudido al cementerio. Eso generó un terrible caos. Todos pensaron que iban a ser masacrados, pero nada de eso ocurrió.
A mediados de marzo pasado, la Policía capturó a cuatro de los seis acusados de participar en el crimen del pequeño David. Los detenidos fueron identificados como Hugo Arnolo Umaña Campos, de 22 años de edad, Lucio Anibal Barahona Aguillón, de 24, y Óscar Ernesto Cruz Henríquez, de 25 años. Y también un menor de edad identificado solo como José M. Los otros dos aún continúan en libertad. Todos son pandilleros del Barrio 18 de la estructura Sombra Parque Locos Sureños.
El jueves de la semana pasada, los primeros tres imputados fueron condenados a 25 años de prisión por el Tribunal de Sentencia de Cojutepeque por el delito de homicidio agravado en perjuicio de David Orellana. La Fiscalía estableció en el juicio que el niño fue asesinado por residir en un sector donde controla la pandilla contraria.
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Días después que el niño fue enterrado, su tortuga y sus dos perros murieron repentinamente. Murieron de tristeza, dice la abuela. El hombre que fue amenazado en el entierro también fue asesinado a balazos a principios de este año. Ahora ya nada es como antes. Y aunque la señora asegura no tener resentimiento contra las personas que mataron a su nieto, todavía siente temor caminar por algunas calles. Su casa continúa abandonada, sucia y descuidada. También la habitación de su nieto sigue oscura y vacía, con un reloj que siempre marca las tres. Exactamente las tres.