Sentado en un camastro de madera cubierto por una funda de cuadros amarillos y rojos, me suelto la cinta de los zapatos y empiezo a desvestirme por orden de una desconocida. El cuarto donde estoy es diminuto y cerrado como un horno. En el techo hay un foco blanco de 60 voltios que alumbra parpadeante lo más que puede y deja ver que alguien, en algún tiempo, hizo el intento de pintar de blanco el verde que cubrió estas paredes, pero falló. Del lado de la almohada hay una tabla que divide la fachada de este lugar y lo camufla con las veces de una sala de belleza. Más adelante está la calle y el bullicio de los buses. Estoy en el centro histórico de San Salvador, y en este salón se corta el pelo y se hacen masajes eróticos por el mismo precio.
Afuera me espera Josseline, una trigueña de caderas anchas y pechos grandes que me recibió muy sonriente junto a sus dos compañeras hace dos minutos en la entrada de la sala de belleza. Ahora espera a que me desvista y ya me quitó ocho dólares después de negociar un rato. Entré a este lugar preguntando si me cortaban el cabello y estoy a punto de que me tiendan desnudo sobre un colchón y empiecen a manosearme.
El centro histórico de San Salvador está plagado de salas de bellezas que, detrás de una pared con espejos, una silla y algunas máquinas para cortar el pelo que ya no sirven, esconden un prostíbulo o, simplemente, una “casa de masajes”, como también se les conoce. El Amandita´s Salón es uno de esos. Y también es uno de los más de 1,080 salones de belleza registrados en el municipio de San Salvador, según las cifras de la Alcaldía, de los que no se tiene registro en cuál se “hacen masajes” y en cuál no.
Apenas y mi cabeza había cruzado el umbral del Amandita´s Salón y las tres mujeres de treinta y tantos cada una me reciben sonrientes, acomodándose bien en su silla, alzando más la pierna cruzada para dejarse ver la ropa interior negra, azul y amarilla que llevan puesta y diciéndome en coro algo sobre el masaje, con un tono más de respuesta que de pregunta. Mientras, puedo ver cómo sus blusas hacen un arduo esfuerzo por retener sus estómagos que luchan por desplayarse.
-¿Masaje querías, mi amor? Pase, pregunte.
Luego de preguntar si aquí me podían cortar el pelo, un acto más de puro formalismo, que me hace recordar que ando trabajando, y no de inocencia que es lo que trato de fingir, Diana, la trigueña peliteñida que viste una blusa celeste de escote redondo que se deja ver el filo de la areola del pezón, me contesta que “la que corta pelo no ha venido”, pero que me pueden hacer un masaje ya que ando por aquí.
-Ah, ¿y el masaje cuánto vale? – pregunto con tono de interés.
-Pase, corazón, la información se da allá adentro – me responde Josseline, y es la primera en levantarse, me toma de la mano y me hace atravesar una cortina que conecta con un pequeño pasillo oscuro, al fondo del salón.
Entonces pienso para mí lo irónico que es el juego de la seducción, el que se cree el cazador, aquí, termina siendo la presa.
De acuerdo con el último estudio realizado por el Ministerio de Salud de El Salvador con el objetivo de medir los impactos del VIH-SIDA en la población salvadoreña, para el 2011 habían más de 13,300 “trabajadoras del sexo” en todo el país, de las cuales la mayoría se concentraban en la capital. Esa versión es apoyada por Haydee Laínez, directora ejecutiva de “Orquídeas del Mar”, una oenegé que defiende a la prostitución como un trabajo digno, quien además añade que “la cifra se ha venido incrementando en los últimos años”.
Por otra parte, la alcaldía capitalina no tiene idea de cuántas mujeres ejercen este trabajo, ni tampoco cuántos prostíbulos hay en el centro de San Salvador. Parte por la clandestinidad y parte porque este no es un rubro legalizado, lo que no les permite contabilizarlos como tal. Lo que sí sabe la alcaldía es que muchas de las más de mil salas de bellezas, barberías y “spa” fungen como prostíbulos, y, según personal del de Gestión Tributaria, el negocio está en que los dueños de estos locales solo deben pagar $1.71 al mes en concepto de impuestos.
Una vez hemos atravesado la cortina y estamos en el pasillo oscuro; mis pupilas tardan unos segundos en dilatarse y alcanzo a ver a Josseline parada frente a mí. Me hace una seña con la cabeza como preguntando “¿qué ondas?” y le digo que cuánto vale el masaje que me ofrecieron en la entrada.
-Vaya. Sexo vaginal, oral y posiciones cuesta quince, y solo el masaje diez – me dice, cambiando un poco el tono de voz y hablándome más delicada, seductora.
Pongo cara de buen negociante y le digo que solo ando cinco dólares y que si se anima a hacerme el masaje a ese precio hasta puedo regresar otro día. Inmediatamente veo en su cara un esbozo de sonrisa y unos ojos achinados que me parecen, extrañamente, de cómplice. Se queda callada y me hayo en un vacío en el que no sé si me está diciendo que me vaya mucho al lugar de donde vine o que lo está pensando.
-Ocho dame – me dice, con tono de punto final, y pienso que seguir regateando sería menospreciar que, de las tres, es la única que se ve atractiva. Así que decido sentirme un tipo con suerte y accedo.
Josseline me dice que me aparte de donde estoy y, de lo que creí era una pared a mis espaldas, jala una chapa dejándonos entrar al cuartucho de un metro de ancho por dos de largo donde está el camastro viejo de madera con el que inició esta historia. Me ordena que me desvista y se sale cerrando la puerta de golpe.
Me suelto las cintas de los zapatos y busco los detalles del lugar, tratando de no olvidarme de que esto es parte del trabajo, y que después debo contar la historia.
Levanto el colchón, curioso de descubrir los materiales de los que está hecha la cama y compruebo que fue el más rústico de los carpinteros quien se encargó de añadir los pedazos que sostienen este colchón y una almohada encima. Debajo de la cama hay un par de tacones negros tirados y dos zapatillas cafés. En la pared del lado del pasillo hay una tabla con unos clavos para colgar la ropa de los que pende una bolsa negra con varios chupones del papel higiénico y un rollo a la par, lo que me hace entender que no soy la primera “víctima” del día. Entonces no sé si sentirme contento o preocupado.
Me quito la camisa y cuelgo el pantalón de un clavo. Me dejo los bóxers y espero a que Josseline venga pronto. Efectivamente, se abre la puerta y la veo venir con un bote de crema barata y cierra la puerta sin quitar sus ojos de los míos. Entonces me doy cuenta de que no hay vuelta atrás, y que los planes de llegar hasta el último momento antes de salir corriendo están en peligro y decido quedarme un rato más.
-Acostate – me ordena, nuevamente con esa vocecita dulzona que solo le encaja con la cara, pero no con el cuerpo, ni menos con el mar de estrías que le brota en las piernas.
Me tiro boca arriba acomodándome la almohada en el cuello y veo cómo se vacía la crema en las manos y empieza a untármela en las piernas.
Josseline es mala masajista. No hay que esperar a que me desparrame el bote de crema en las piernas haciendo movimientos absurdos para saber que, en su vida, lo que menos ha hecho son masajes.
Trato de disimular el mal gusto de lo chiclosa que se vuelve la crema barata sobre mi piel y le pregunto su nombre y que cuánto tiempo tiene de trabajar aquí. Josseline me mira mientras sonríe y me dice que un mes. Entonces le veo dos mordidas color ocre en el brazo izquierdo y trato de no imaginar cómo las obtuvo mientras termina de hacerme el masaje.
Afuera, las dos compañeras de Josseline me esperan con una mueca en la cara para pedirme un dólar más cada una. Les digo que no tengo, que me han dejado lavado y sonrío. Entonces me paso de amable y les pido el nombre a ambas ofreciéndoles la mano. Yo, Diana, me dice una. Y yo, Johana, me dice la otra.
Josseline viene saliendo del pasillo secándose las manos con una toalla y me hace la misma pregunta. “Rafa”, le digo, sonriendo y a sabiendas de que aquí todos nos cambiamos el nombre.