Una niña de siete años agoniza ensangrentada, tirada sobre los dulces que quedaron regados en el patio. Más adelante, a pocos pasos, otro niño de 14 años está boca arriba con varios disparos en el pecho, cerca de su hermano que ya casi no respira. Alrededor, ocho personas más están tiradas con, por lo menos, un balazo en el cuerpo.
Lo que a las 3:00 de la tarde había empezado como una fiesta de cumpleaños se convirtió en muerte tres horas después. Seis pandilleros de la Mara Salvatrucha, armados hasta los dientes, se acercaron a la casa donde cerca de 60 personas se encontraban departiendo y ametrallaron a discreción. Masacraron en el cantón La Esperanza, de San Pedro Perulapán.
En una casa de barro con piso de tierra y un amplio patio enfrente, la familia de don Benjamín se reunió la tarde del viernes 31 de julio para celebrar el cumpleaños número uno de su nieto. Invitaron a unos amigos y a sus hermanos de la iglesia cristiana donde se reúnen. Encargaron una ollada de tamales, una piñata y un pastel. Los del coro religioso aprovecharon para practicar las mañanitas y llevaron las guitarras y el piano.
Laidy Claribel recién había cumplido siete años, en junio pasado. Por la mañana fue a la fiesta del día del alumno que hasta entonces les celebraron en la escuela y participó en un número artístico bailando un mezcla de música variada, por lo que le regalaron una taza arreglada con dulces y papel de colores.
Más tarde, Laidy quiso ir a la fiesta de cumpleaños en la casa de don Benjamín, dos o tres casas abajo, siempre por la calle principal de La Esperanza, y para que no fuera sola la mandaron con la abuela.
Después de la lectura de la palabra siguió la oración. La piñata la colgaron en el patio, cerca de la calle. Después de varios golpes, los dulces volaron por todos lados y los niños disfrutaban. Todavía quedaban algunos regados cuando alguien gritó que había que hacer fila para pedir tamales.
Afuera de la casa, en la calle, había varios jóvenes y algunos adultos que prefirieron quedarse a observar de lejos mientras reventaban la piñata y empezaban a repartir la comida. Adentro, Laidy se durmió buscando dulces en el patio y llegó de último a la cola para los tamales. Entonces se escucharon los primeros disparos.
El Cabra, palabrero de la Mara Salvatrucha que controla toda la zona sur de La Esperanza, llegó vestido con ropas negras y pasamontañas, acompañado de cinco hombres más con ropa camuflada, como de soldado, y sin mediar palabra se dividieron en dos grupos, unos que dispararon a los que estaban en la calle y otros hacia la casa, donde estaban los niños haciendo fila para los tamales.
-Todo duró como un minuto. Fue una sola «disparazón». Yo solo pude ver a los hombres vestidos de negro, parados y disparando – dice uno de los sobrevivientes de la masacre cuyo nombre no se dará a conocer por seguridad.
La búsqueda que El Cabra había iniciado horas antes contra un pandillero del Barrio 18 lo llevó a la calle principal, cuesta arriba, hasta el frente de la casa donde se celebraba el cumpleaños. Ahí lo encontró sentado junto a los otros que, muy probablemente, nada debían.
Los pandilleros de la MS empezaron a disparar contra su objetivo y todos los que estaban en la calle. Al más puro estilo de un loco que juega con un lanzallamas en la calle, girando el torso de un lado a otro, jalando el gatillo una y otra, y otra, y otra, y otra vez, los pandilleros masacraron.
Algunos pudieron huir por la calle hacia arriba, aventándose en matorrales, tropezándose en las piedras, escondiéndose en los montes; sintiendo algunos lo caliente de la sangre que brota de la herida de una bala que atraviesa la carne.
Al lado izquierdo de la casa de don Benjamín hay una vereda que conduce hasta la zona tres de La Esperanza, parte del territorio que controla El Cabra. Por esa vereda se metieron dos de los cinco pandilleros que lo acompañaban y dispararon hacia el corredor. Contra los niños. Contra las mujeres que repartían los tamales.
El pánico y el terror inundaron la fachada de la casa, haciendo que las decenas de personas que estaban afuera quisieran entrar al mismo tiempo por la estrecha puerta principal. Se arrastraron, se montaron unos en otros, se patearon, olvidaron la hermandad religiosa por segundos y huyeron desesperados de la muerte, en un sálvese quien pueda y las puertas se cerraron.
-Yo solo oía que decían “tírense al suelo, hermanos, tírense al suelo”. Los que no pudieron entrar se corrieron a saber para dónde – dice una mujer que sobrevivió.
Los que quedaron afuera, de frente a los pandilleros que, sin piedad, seguían disparando huyeron por los montes, al lado derecho de la casa. Josué, un niño de once años, quedó pisoteado por la avalancha y no logró entrar.
-Adentro, algunas madres lloraban con sus niños abrazados y otras gritaban porque sus hijos habían quedado en el patio. Una hermana gritaba desconsolada por su niño de dos años que acababa de estar amamantando. “A saber si me lo habrán llevado, hermana”, me decía.
Aún en el suelo, los pandilleros continuaron disparando y una bala le atravesó el brazo derecho a Josué. Se arrastró con el brazo y la ropa ensangrentada y trató de refugiarse detrás de un granero, cerca de la puerta. Tocó. Empujó la puerta pidiendo que por piedad se le abriera, diciendo que no quería morir.
Una tía se le acercó y trató de controlarlo, de calmarlo. Los fusiles se habían callado y lo que pasó en unos segundos parecía haber sido una eternidad. Se abrazaron. Entonces le vio una mancha de sangre a su tía y rompió a llorar.
Laidy estaba a unos pasos. Cerca del granero. Muerta.
Uno de los pandilleros que disparaban contra la casa acertó en la cabeza a la niña de siete años que segundos antes había estado recogiendo los dulces de la piñata.
-Ella me dijo que iba a recoger bastantes dulces en la fiesta porque le quería traer muchos al papá- dice doña María, la mamá de Laidy.
María estaba cocinando en su casa, con ayuda de una cuñada, mientras platicaban con su esposo en la cocina. Apenas terminaba de pelar unos plátanos para hacer la cena cuando escucharon los disparos. “¡La niña y mi mamá! ¡A saber si me la mataron!”, le gritó el papá de Laidy a su esposa.
Desbordado de temor, el papá de la niña salió corriendo hacia la casa. Vio los cuerpos tirados de los dos muertos y algunos heridos que gritaban del dolor. Llegó hasta el corredor y vio a su hija con el vestido ensangrentado.
-Todavía le logró hablar. “Papi”, le dijo. Pero ya estaba muriendo – dice una testigo – Él también gritaba “¡mi hija va a vivir, mi hija va a vivir!”.
El padre de Laidy la tomó en brazos y le vio el golpe en la cabeza. La levantó y la llevó hasta la calle pidiendo auxilio, gritando que por favor alguien le ayudara. La policía que recién había llegado estaba cargando a los heridos en la patrulla para llevarlos al hospital.
-Cuando vio que su niña estaba muerta un señor le dijo que la dejara ahí, que la policía tenía que verla. Y la dejó ahí, en un bordito, como sentadita.
El Cabra y los otros cinco pandilleros salieron caminando de la masacre. La gente los vio. Aunque todos iban con gorros navarones. El Cabra cumplió una vez más con el ritual que sigue en cada uno de sus homicidios: se quitó el pasamontañas, mostró su cara a los que quedaban medio vivos y se largó.
De las nueve personas que quedaron heridas por el ataque de la MS, esa noche uno, a quien la comunidad le atribuye la pertenencia al Barrio 18, murió en la patrulla de la policía, camino al hospital. Dos más murieron. Laidy y un niño de 14 años, hermano del supuesto pandillero.
La Esperanza es un cantón que pertenece al municipio de San Pedro Perulapán, el considerado hasta ahora como el más violento de El Salvador. Aquí, solo en el mes de julio murieron 24 personas por homicidios, de las cuales, ocho se le atribuyen a El Cabra y a la pandilla MS.
Grafitis del Barrio 18 y la Mara Salvatrucha se alternan el camino para llegar a este cantón. Un estrecho camino de tierra donde apenas cabe un carro es el que atraviesa las tres “fases” de La Esperanza.
Una de las principales causas de que la guerra entre pandillas se haya intensificado, según los agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) de la zona, es que ambas estructuras se “acorralan” en el camino. Es decir, la entrada del camino “pertenece” al B18, mientras que dos o tres kilómetros más adelante es territorio controlado por la MS. Al avanzar un par de kilómetros más hacia abajo, el B18 vuelve a tener el poder hasta unos metros después de donde sucedió la masacre, y al fondo, en la zona tres de La Esperanza, es la madriguera de El Cabra, líder de la MS de la zona.
El Cabra es el pandillero que ha convertido en un infierno a La Esperanza. De acuerdo con los relatos de los lugareños y la información que en sus manos tiene la PNC y la Fuerza Armada, solo en los últimos años este sujeto ha asesinado al menos a 30 personas, liderando una especie de comando urbano conformado por cinco a diez elementos que se mueven con rapidez en todo el cantón.
Cerca del punto de buses de la ruta 524 que de La Esperanza viaja hasta Tecoluco, El Cabra impone un técnico estado de sitio cuando quiere. Paseándose con todo el derecho que la impunidad le otorga, este pandillero sale a la calle con dos pistolas al cinto y una carabina cruzada en el pecho, registrando a todo el que se cruce e imponiendo su autoridad.
-Cuando él anda afuera como que es soldado, la gente solo agacha la cabeza y pasa ligerito. Porque ese hombre es loco y si de repente se le cruza lo puede matar a uno – dice un habitante de la zona.
Cuando la gente habla de El Cabra, en La Paz hay temor. Hablan quedito, como en secreto, en especial cuando mencionan su nombre. Lo dicen con extrañeza. Achinan un poco los ojos y hablan como con duda, pero luego se nota que tienen la certeza para señalar.
-Dicen que es un hombre que se llama Vicente, y le dicen Chente Cabra. Siempre anda con sus hermanos y un cuñado que no son de por aquí. Con ellos es que dicen que sale a matar.
Este líder de la MS es el que controla toda la zona alrededor de La Esperanza, en especial los cantones de El Rosario, Santa Anita y San Francisco Abajo, de donde vienen sus familiares y otros pandilleros a apoyarlo en sus matanzas.
Pero aunque todos los dedos índices señalen hacia El Cabra cuando se habla de muertos en La Esperanza, la PNC no ha logrado dar con él desde hace tres años. Escurridizo y con un sistema de comunicación muy bien estructurado, este pandillero se puede jactar de haber elevado el índice de violencia de todo San Pedro Perulapán hasta llevarlo a ser el más violento del mes de julio, según datos del Instituto de Medicina Legal (IML).
A El Cabra los postes le hablan. Más o menos cada kilómetro, un adolescente está sentado sobre todo el camino que de la carretera principal conduce hasta el punto de buses de La Esperanza. Estos, según las autoridades, son postes. Pandilleros que se dedican por periodos de tiempos indefinidos a observar quién va, quién viene e informar inmediatamente a una base o a un jefe que, en este caso, es El Cabra.
-Nosotros podríamos venir a buscarlo, a caerle de sorpresa, pero en lo que venimos bajando él ya está informado de todo. Cuántos venimos, con quiénes venimos, qué armas traemos. Aquí hay una gran red que conspira con él para que no lo atrapemos – dice un soldado del puesto de San Pedro.
Según los efectivos de la Fuerza Armada, la sección de Inteligencia de la PNC ha fallado contra El Cabra. En tres años no se ha podido dar ni siquiera con una fotografía de este hombre que, a lo mucho, la gente describe como “un poco moreno y bajito”.
-La única foto que se tiene de él es una de cuando estaba en bachillerato. Imagínese y ahora tiene 31 o 35 años. ¡Qué lo va a reconocer uno!
El Cabra mata con saña. Sin piedad y quizá hasta por placer. Los relatos de los lugareños señalan que una de sus principales víctimas en este año han sido los menores de edad. Un claro ejemplo podría ser la pequeña Leidy, pero además se le suma a esto un niño de 14 años que recogía leña por las veredas y fue asesinado a tiros en la cabeza.
San Pedro Perulapán es uno de los municipios más grandes del país, pero tiene otra característica particular: el 90 por ciento del territorio es rural. El pueblo está poco urbanizado y la gran mayoría de la población vive en el campo.
Esa es una característica a las que El Cabra se ha adaptado. Según las autoridades, luego de cada golpe que da, este pandillero huye por la zona montañosa a esconderse entre los ríos o las quebradas. Ahí pasa por días hasta que se calman las aguas y vuelve a salir para seguir matando.
La masacre en la fiesta de cumpleaños es el más reciente golpe que ha dado El Cabra en su lucha por agrandar el conrol de su territorio, por enriquecer su imagen de asesino, pero sobre todo, por instaurar su imperio del miedo en todo el cantón La Esperanza.
-Un día ese hombre dijo que iba a explotar todo el cantón. Uno no deja de creer. Ese hombre es loco. Es un asesino. Es el diablo de aquí, de La Esperanza – dice una sobreviviente del último golpe de El Cabra.