Hace 16 minutos Adriana Stephany Rivas dejó de respirar. En una sala de operaciones del Hospital Amatepec del Instituto Salvadoreño del Seguro Social (ISSS) se hundió en una geografía de silencios y oscuridades. Nadie se dio cuenta. Enfermeras, doctores y anestesistas no se enteraron de lo que estaba pasando.
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Una hernia inguinal es un hoyo que se forma en los músculos por el que se sale el intestino grueso; puede ser consecuencia de una cirugía mal hecha o de la excesiva actividad física. Adriana Stephany tenía 19 años cuando sintió los primeros síntomas de ese padecimiento. Quizá se le había formado porque era una aguerrida futbolista que aprovechaba el poco tiempo libre que le dejaba su trabajo en un centro de llamadas para patear la número cinco en las polvosas canchas de Mejicanos. Fue a consulta. Le explicaron que la única manera de curarse era con una operación más o menos sencilla que la iba mantener en la cama de un hospital, a lo mucho, dos días. Para realizarla le ofrecieron una sala del Amatepec lo que no cayó en gracia a Dora, su mamá, porque en él había visto ratas, mugre y telarañas escalando las paredes como una plaga. “Pida otra opción, no hay necesidad que la manden hasta allá”, le aconsejó pero, apurada por el dolor, prefirió la sugerencia de los doctores.
Ingresó el 7 de abril de 2008. A las 9 y 15 del día siguiente verse reflejada en los bisturíes la puso nerviosa. Los doctores monitoreaban electrocardiografías y presión arterial pero faltaba algo: un oxímetro de pulso que mide la presión de oxígeno en la sangre, es decir, si la paciente respira. De las seis salas de operaciones del Amatepec solo una tenía; en las restantes estaban arruinados. Le pidieron que se pusiera en decúbito lateral para inyectarle la anestesia pero la ansiedad se apoderó de ella y no permitió a Sandra Guadalupe Villegas que lo hiciera. La anestesista pidió ayuda a su colega Hugo Alberto Barahona Chavarría que lo logró. Después se fue y el cirujano Carlos David Alvarado Alam con las enfermeras Marlene Rivas y Vilma de Quijano se quedaron haciendo el trabajo.
El 8 de abril Dora llegó al mediodía a ver a su hija que había sido operada esa mañana. En la recepción la atendió una amable mujer que le entregó una tarjeta para que pudiera caminar tranquilamente en los pasillos. Entró al cuarto de los pacientes y solo encontró la ropa de Andrea y una cama vacía. Regresó cinco horas más tarde pero no estaba. Se inquietó. Los presentimientos más negros se alborotaron en su cabeza como murciélagos en una cueva. Salió al pasillo a preguntar a las enfermeras, a los médicos y a quién se le cruzara en el camino; la única respuesta que obtuvo fue: No sabemos nada. Harta de las evasivas gritó en medio de la desesperación: “¡Cómo no van a saber si es una cotizante, no un méndigo recogido de la calle sin documentos!” Un camillero se acercó y le susurró que la trasladaron en estado de gravedad al Hospital General del ISSS, en San Salvador.
Corrió como loca. Cuando llegó un vigilante la detuvo. Ella explicó su angustia. Él confirmó que la joven estaba en cuidados intensivos. Entró a la sala de espera. Un doctor le dijo lo que había pasado en la sucursal del ISSS ubicada en Soyapango: “La anestesiaron y le dio un paro cardíaco”. Luego la llevó a verla: estaba entubada con un respirador artificial que le daba vida. Estaba en coma.
El cielo y la tierra se juntaron y convirtieron a Dora en un ser diminuto que cabía en la cerradura de una puerta. Lloró. Lloró. Lloró. Escuchó una voz distante que intentaba consolarla diciéndole que su hija, aunque estaba en coma, podía oírla, que algún día tal vez despertaba. Nadie, sin embargo, le explicaba por qué se había complicado tanto una operación que aparentemente era sencilla. Todo indicaba que los doctores tenían un pacto de silencio. Hasta que una enfermera, indignada, le confesó: “Fue descuido del médico. Denuncie porque los del Amatepec tienen la costumbre de pasearse en los pacientes, venirlos a aventar al General y cuando se mueren ellos se lavan las manos”. Fue a la Fiscalía General (FGR) a denunciar.
Empezó una rutina tortuosa. Todos los días, a las 7 de la mañana, llegaba al hospital a ver cómo estaba y regresaba a su casa a las 7 de la noche. En las horas de visita entraba a la sala, se paraba a un lado de la cama, le tomaba la mano y cantaba; la casi veinteañera apretaba la mano de su mamá y levemente movía los párpados. Pero el diagnóstico era fatal: quedará para siempre en estado vegetal. Para entonces ya le habían explicado que en medio de la operación tuvo un paro cardiorrespiratorio, permaneció sin oxígeno durante 16 minutos y que el daño cerebral que sufrió era irreversible.
Doce días después sufrió un segundo paro cardiorrespiratorio.
Dora notó que su hija no respiraba. Tenía instalado un respirador manual que obligaba a bombearlo permanentemente. Todos los doctores y las enfermeras estaban en otra ala. Preocupada por lo que había visto fue a buscar a una enfermera, le explicó pero como respuesta obtuvo: “¡Qué molesta usted, señora!”. Regresó y otro empleado, que la había escuchado, la siguió. Justo cuando entraban al cuarto empezó a sonar un electrocardiograma alertando que el corazón de la paciente había dejado de latir. En las bocinas del hospital sonó la alerta: Código 1, Código 1. Al día siguiente Adriana Stephany estaba nuevamente en cuidados intensivos.
Unos 21 días más tarde de la fatídica cirugía Adriana Stephany despertó. Sus enormes ojos claros se abrieron sorprendidos en un lugar que nunca antes vio. Había vuelto a nacer. Ya no era la joven que jugaba fútbol en su tiempo libre, que soñaba con seguir estudiando en la universidad y graduarse como abogada. Cuando se encontró con Dora ambas lloraron. Lloraron. Lloraron. Ella le explicó que Dios pasa tan ocupado atendiendo las oraciones de millones y millones de personas que no le había puesto atención. Hasta que lo hizo y le mandó levantarse. Su despertar sucedió contra todo diagnóstico.
Un mes después comenzó un lento proceso. La víctima no podía hablar ni caminar. Era como un bebé. En menos de 30 días empezó nuevamente a caminar sola, a sentarse sin necesidad de una silla especial y a hacerse entender a través de expresiones. Debía recibir medicina física como gimnasio para las manos y los pies, hidroterapia, terapia ocupacional, educación especial y lenguaje.
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“Aceptaron que tienen la culpa pero no quieren pagar”. Este es el resumen que Wilfredo Alfaro, abogado de Adriana, hizo de los resultados de la operación que truncó los sueños de la joven. Y el caso completo es así: después que Dora denunció la Fiscalía inició una investigación cuya primera etapa terminó en una condena a dos años de cárcel –que la jueza 1° de Sentencia Aenne Margareth Castro Avilés cambió a jornadas de trabajo de utilidad pública- para Barahona Chavarría, ahora director del Amatepec y otra civil de $275,000 que debe pagar el ISSS.
Sin embargo el apoderado legal del Instituto, Ricardo Ernesto Calderón y los defensores de Barahona Chavarría, Carlos Humberto Escobar y Manuel Chacón, presentaron una apelación en la Cámara de lo Penal de San Salvador. El primero argumentó que la jueza aplicó arbitrariamente la ley al obligar a la autónoma a responder por una acción que no cometió, es decir, fue el médico quien aplicó la anestesia: “La cuantía impuesta afecta a la sociedad en general pues el dinero proviene de las cotizaciones que efectúan los obligados del seguro social”, detalla el recurso mientras señala que la institución no estaba obligada a probar que conocía o desconocía que los oxímetros de pulso estaban arruinados sino que eso debía demostrarlo la Fiscalía; los segundos alegaron que no era responsabilidad de su cliente verificar que el aparato estuviera funcionando, que después que inyectó a la paciente la dejó en manos de la anestesista Villegas y cuando regresó a la sala de operaciones ya había sufrido el paro cardíaco, “fue el doctor Barahona quien aplicó los efectos de reanimación y logró revertir” la crisis, comentan en el recurso.
La Cámara confirmó la sentencia: dos años de prisión, suspender a Barahona Chavarría como director del Amatepec y que el ISSS pague $275,000 si es que se comprueba que aquel no puede cancelarle a la víctima.
En abril de este año presentaron un recurso de casación en la Sala de lo Penal de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) amparado en los mismos argumentos: quién tenía el control de la situación en la sala de operaciones era la anestesista Villegas, y el ISSS no puede pagar por las culpas de otros aunque sean sus doctores.
“El Seguro Social no se quita el golpe porque el médico no lo podrá pagar”, advirtió Alfaro. Recordó, además, que en el juicio Barahona Chavarría admitió que el oxímetro de pulso estaba dañado y que lo hizo saber de manera verbal a la administración del hospital y no de manera escrita. “Dos días después de lo acontecido a Adriana cambiaron todo el equipo de las salas; les costó $60,000”, agregó.
¿Y por qué no han sido perseguidos penalmente los demás médicos y enfermeros que la operaron? Según Alfaro los testigos no los incriminaron.
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Adriana Stephany camina despacio. Parece que teme derrumbarse como un castillo de naipes empujado por el viento. Como torre contra el abismo va a la par Dora. Ambas tienen una relación de complicidad que se entienden sin palabras; bastan las miradas. “En el Seguro esperaban que yo me muriera”, dice Adriana con enorme esfuerzo porque también le cuesta expresarse con palabras. Sus gestos, sin embargo, son claros y no dejan espacio a las dudas.
– Parece que el Seguro quiere alargar el juicio…
– Sí, esta última vez de la audiencia les ganamos otra vez. El ISSS es culpable subsidiariamente porque están las pruebas que según las normas de todas las salas de operaciones deben todo el equipo médico estar en buenas condiciones para operar. De siete salas de operaciones solo uno estaba bueno. Los otros seis no-, comenta Dora mientras Adriana escucha pacientemente.
– ¿Cómo mamá de Adriana cómo se siente con el juicio?
– Es indignante ver que el ISSS no quiere aceptar porque detrás de toda una mala praxis vienen las consecuencias. Me acuerdo cuando un doctor –que la operó- me dijo: “Usted quiere que yo la mantenga”. Yo toda la vida he trabajado. Lo dijo en una audiencia para ver si quería conciliar con pero les advertí que no era una caja de tomates la que iba a comprar.
– ¿Aparte de la salud cuáles han sido las consecuencias de lo sucedido a Adriana?
– Perdí mi trabajo, lo perdió ella, viene el ISSS y lo único que hace es retrasar todo sabiendo que son culpables. No le quieren dar a ella la atención. En medicina física, por ejemplo, la mandan a lenguaje, son dos señoras para un grupo de doce pacientes. Dan la terapia grupal pero ella necesita atención personalizada.
– ¿Y la Fiscalía les ha ayudado?
– Sí, me ha tocado un fiscal que se interesó, investigó, porque quiera o no en el país no existe la mala praxis sino errores médicos –dicen ellos- pero que cuesta la vida a muchos, a otros los dejan con daños como a mi hija. Las consecuencias detrás de toda mala praxis no las ven.
– ¿Cómo les ha cambiado la vida desde el 8 de abril de 2008?
– Un giro de 200°. Ella está por cumplir 27 años, no puede salir sola, no puede hacer su vida como una jovencita normal, ella salía con sus amigos, trabajaba como toda una joven pero ahora no, le toca estar solo en la casa, cuando salimos es solo a consulta.
– ¿Y cuando usted va a trabajar quién la cuida?
– Ya no pude trabajar. Solo yo la puedo cuidar.
– ¿Y la justicia le ha respondido adecuadamente?
– No. Aunque hayamos ganado el juicio con todas las pruebas en las manos que indican que los médicos son culpables los abogados siempre apelan. El caso ahora está durmiendo el sueño de los justos en la Corte Suprema. A mi hija le truncaron sus sueños. ¿Cuánto cuesta el daño que le hicieron a mi hija? ¿Por cuánto dinero me van a devolver a mi hija? Ni por todo el oro del mundo. El médico (Barahona Chavarría) ni siquiera le ha pedido disculpas a mi hija.
Adriana siente que es momento de hablar. Vuelve a ver a Dora. Parece absorta. Hace un esfuerzo del tamaño de una catedral: “Si tuviéramos cómo ya nos hubieran resuelto pero como somos pobres les vale”.