Santos está destrozado. Ya no quiere estar en ese lugar porque le trae recuerdos tristes, cercanos, frescos aún en su memoria. Siente como si la risa de su hija estuviera atrapada en las piedras, en las hojas de los árboles, en el viento que va y vine, puro y ligero. Escucha ecos que se desprenden de cada rincón. Y eso lo atormenta. Por eso ya no quiere estar en ese lugar.
Ahí, donde ahora solo queda tierra, zapatos y peluches olvidados, fue su casa. Era una champa de lámina y madera. Durante once años vivió en ese reducido espacio donde vio nacer a sus hijas. A la primera y a la segunda.
La primera está muerta. Tenía seis años, pero la violaron y después la asesinaron de una manera cruel. Muy cruel. Hoy, lunes, se cumplen quince días de su desaparición física. Su nombre era Abigaíl, pero todos — sus padres, sus primas y compañeritas — la llamaban Abi.
El día que la asesinaron era sábado. Se levantó más temprano que de costumbre. El reloj marcaba casi las seis de la mañana. Le preguntó a su padre que a dónde se dirigía. Este le respondió que subiría al cerro, ubicado a un costado de la casa, para rervisar la milpa.
“Como no llueve, dije yo, voy a air a ver la milpita. Ella me dijo que iba ir conmigo. No, quédese, le dije. Porque el cerro es para arriba. Pero ella insistió. Vaya, vamos pues, le dije. Llegamos y no la quise andar en toda la milpa porque se iba a rendir. Hasta aquí vamos a llegar, le dije. Ya van haber elotes, me dijo ella y se puso a reír. Después nos regresamos para la casa”, recuerda.
Era bella, dulce y alegre. La sonrisa era su mejor compañera. Y sobre todo cuando jugaba fútbol, o simulaba ser doctora, o cocinera. Esos eran sus juegos predilectos. Cursaba último año de parvularia. Sabía leer y escribir, sumar y restar. Era inteligente.
“Ella era súper activa. La profesora dice que tenía mucha iniciativa y que era solidaria con sus compañeritas. Les ayudaba con sus trabajos y, a veces, cuando a alguna le daba pena pedir permiso para ir al baño, ella levantaba la mano y lo hacía por ellas”, comenta el hombre con un tono de voz melancólico.
En la casa de Santos no había agua, ni luz, ni comida los tres tiempos. Para lavar la ropa tenían que bajar al río. Para beber agua tenían que pedir a la vecina. Para comer dependía de sus pequeños cultivos. Había días que el hambre merodeaba la mesa de esa familia.
“Al despertarse nos decía, buenos días mamita, buenos días papito y nos daba un abrazo. Después preguntaba si había pan. A ella le gustaba bastante comer café con pan para el desayuno. Y cuando me preguntaba si había pan, yo me quedaba callada. ¡Ah!, es que no tenemos pisto verdad, decía”. Ana, la madre de Abi, recuerda esa escena en medio de un llanto incontrolable.
A Santos también se le hace un nudo en la garganta cuando habla de su hija. El dolor se le derrama por sus ojos. Por momentos se queda sin aliento y no concluye las frases. Llora, suspira y medita. Inhala y exhala con fuerza.
“Ella siempre fue consciente. Tuviéramos o no tuviéramos que comer, ella siempre fue muy consciente. Se conformaba con lo poquito que le alcanzábamos a dar. Siempre la voy a llevar conmigo. Adentro, en mi corazón”, reitera Santos.
A las dos de la tarde, el mismo día de su muerte, Abi fue con su madre al río a lavar ropa. Le gustaba nadar, pescar chimbolitos y meterse en la posa donde el agua nace cristalina y pura. Después de un tiempo, regresaron a casa.
“Hasta como a las cuatro de la tarde – recuerda Santos – jugamos pelota. Ahí andaba ella, en el patio, envuelta con una cobija. Yo la andaba de la mano y ella se rodaba en el suelo. Y se reía y se reía. (Guarda silencio y se lleva las manos al rostro. Luego retoma la palabra). Ella era uno de mis motivos para luchar en la vida. Me conmovía y me impulsaba para salir adelante. Yo a mis hijas las quiero, pobre, porque somos pobres, pero las quiero. Y como dije antes, a ella siempre la querré”.
Lo que Santos y Ana no entienden es por qué asesinaron a su hija. Siempre se han considerado una familia apartada. Han preferido sufrir en silencio sus pobrezas y no molestar a nadie.
“Nosotros siempre hemos dependido de cinco dólares que gano a la semana, cuando me sale un trabajito. De ahí, nos mantenemos con el cultivo del maíz y los frijoles. Si nosotros, mire, si yo le contara mi historia. Si le dijera de dónde vengo y cuánto he sufrido, no me creería. Así se lo digo, no me lo creería”.
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En un lejano lugar
Santos nació en 1984. En un pueblo llamado Las Marías, en Sensuntepeque, Cabañas. Es el tercero de siete hermanos. Su padre los abandonó cuando ellos aún eran unos niños. Un año después, su madre tuvo un desequilibrio mental y acabó en el psiquiátrico.
“Recuerdo que recibió una llamada para decirle que habían matado a su papá, o sea, a nuestro abuelo. Y desde entonces quedó bien mal. Los siete hermanos estábamos pequeños. Nadie la podía ayudar porque nadie trabajaba. Ella acabó en el psiquiatra y salió meses después”.
Cuando regresó a casa ya no volvió a ser la misma. Nadie la entendía en sus crisis. La señora que les alquilaba una habitación de mesón le pidió que desalojaran. Desde entonces anduvieron de un lado a otro.
“Nos quedamos sin casa. Pero ella nunca nos dejó solos, pese a su enfermedad. Andábamos en la calle, mendigando, sin una cama donde dormir. La gente nos daba comida o cualquier cosita. Dormíamos enfrente del cuartel, de la iglesia o en las aceras de la calle”.
Llegó al municipio de Tecoluca, San Vicente, cuando tenía seis años. La suegra de una de sus hermanas les entregó un terreno para que lo cuidaran. Ahí construyeron una casa con láminas, tablas y cartones. En ese tiempo comenzó a trabajar en el campo, a pleno sol, a plena lluvia, en plena miseria.
A principio del año 2000, una vecina le dio un pequeño terreno. Ahí construyó una champa. Cuatro años después conoció a Ana, se enamoraron y decidieron vivir juntos. Después nació Abigaíl y luego Mariana.
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Eran casi las siete de la noche cuando Santos y Ana salieron hacia una pupusería cercana a su casa. Un día antes, Santos había ganado un par de dólares descargando sacos de abono que luego fueron depositados en una extensa parcela de tierra ubicada en el sector.
“Salimos los cuatro juntos. Yo me quedé en la tienda y ella se fue con su mamá a la pupusería. Al rato me llegó hablar. ‘Papá, dice mi mami que vaya’, me dijo. Ya voy a llegar, le respondí. Y como la señora de la tienda ya está bien anciana le cuesta despachar. Después llegó por segunda vez: ‘Papá, que se apure dice mi mami’. Sí, ahorita voy, le dije.
Transcurrieron segundos, o quizá minutos, no lo recuerda. Cuando llegó a la pupusería su hija Abigaíl no estaba. Había desaparecido.
“Le pregunté a Ana por la niña. ‘Y que no venía con vos’, me dijo. En seguida la comenzamos a buscar. Le gritamos. Eran como las siete de la noche. En ese tramito se desapareció. Cuando comenzaron a escuchar los gritos de nosotros, los vecinos comenzaron a reunirse y se sumaron a la búsqueda. Era una multitud de gente buscando a la niña. Yo le gritaba y mi hija no me contestaba. La encontramos como a las ocho de la noche, pero ya estaba muerta».
Abi fue encontrada desnuda, cerca de un cañal. Tenía la frente destrozada y los labios cortados. En sus piernas y brazos tenía profundas laceraciones. Su homicida la había violado y luego asesinado de una pedrada en la cabeza.
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Un homicida confeso
Esa misma noche, minutos después de encontrar el cadáver de la niña, agentes policiales capturaron en medio de los cañales a un joven que estaba ebrio y tenía la cara amoratada. Era el principal sospechoso del crimen.
Al siguiente día fue presentado ante los medios de comunicación. La Policía Nacional Civil (PNC) lo identificó como Carlos Rodríguez. Con un tono sobrio y frio respondió algunas de las interrogantes de los periodistas.
“Me obligaron a violarla. Fui amenazado para hacer lo que hice. Yo no quise hacerlo, pero los pandilleros me amenazaron que iban a matar a mi familia. Yo no quería hacerlo, era una niña indefensa. Ellos me dijeron que la tenía que matar… Yo no sé si ya estaba fallecida cuando ellos me dijeron que le tirara una piedra”, manifestó.
Este lunes, el padre del joven habló con Diario1. Durante varios minutos hizo un análisis de la situación de inseguridad que vive el país. Luego señaló que su hijo había sido víctima de un grupo de delincuentes que lo involucraron en un “indignante” crimen que jamás pensó.
“Mi hijo se graduó de bachillerato el año pasado. Fue a celebrar con unos compañeros. El sábado, casi un año después, vinieron esos mismos compañeros a la casa y comenzaron a tomar licor. Aquí estuvieron durante la tarde. Luego salió con ellos y se fue para al caserío Madre Tierra. De ahí pasó lo que pasó”.
El padre del joven tiene algunas hipótesis de lo que pudo ocurrir, pero prefiere dejar en mano de las autoridades la investigación. Lo único que pide es que indaguen a fondo.
“La Fiscalía debería de investigar bien. Mi hijo andaba con yinas, no andaba preparado para un acto criminal. A él le entregaron la niña, lo golpearon, lo remataron contra el cerco y le dijeron que tenía que matarla. Por eso, la Policía también debe desempeñar su rol como debe de ser. Sabemos que es un hecho que ha conmovido al mundo entero y a nosotros nos han dejado mal. Pero mientras no se descubran a los verdaderos criminales, mi hijo es inocente. La Policía ha hecho mal algunas cosas. Obligó a mi hijo a declarar ante los medios para que se auto incriminara. No le dan la comida. Lo maltratan. Eso tampoco está bien”, concluye y prefiere no decir más.
La Policía asegura que la investigación continúa en proceso y que por ello no puede revelar más información. Reconoce que el sospechoso tenía un antecedente: una joven del mismo sector lo había denunciado por acoso sexual.
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Santos dice que nunca recibió amenazas de nadie. Por eso la muerte de su hija lo sorprendió con fuerza. Y, sobre todo, porque conocía al presunto homicida. Lo vio desde niño, crecer en el mismo caserío donde se ha partido el pecho trabajando. No para de recordar a su hija. En su memoria tiene grabadas esas tardes que Abi le gritaba para que bajara del cerro porque su mami le llevaba un par de tortillas con frijolitos salcochados.
“De la noche a la mañana nos arruinaron la vida. Nosotros, tuviéramos o no tuviéramos, pero estando los cuatro alentados éramos felices. Ahí está la lámina de mi champita. Todo se me vino abajo. Lo único que no me queda es resentimiento de haber tratado mal a mi hija. Ahora ella es un ángel y está con Dios”.
Sí, ahora Abi es un ángel.
A Santos solo le queda el dolor, los recuerdos, el transcurrir de los días grises y amargos. La esperanza lejana junto a su esposa y su otra hija. Y, claro, continúa destrozado. Igual que ayer, igual que hoy, igual que siempre.