El Salvador
domingo 24 de noviembre de 2024

La guerra que duró cien años y la mujer que la soportó

por Redacción


Ángela Mendoza, mamá de la diputada Lorena Peña, perdió tres hijos en la Guerra Civil: Felipe, Ana Margarita y Virginia; y es viuda de José Belisario, uno de los primeros que luchó contra la dictadura militar. Esta es su historia:

Todo comenzó un domingo después de misa.

Era abril de 1944 y en la casa de Manuel Mendoza había visitas muy inusuales: vestidos de verde-olivo Mariano Munguía Payés, José Belisario Peña y Julio Adalberto Rivera jugaban a las cartas sobre una mesa de madera colocada en un amplio patio. Ángela Mendoza regresaba de la iglesia y la escena le despertó la curiosidad. Nunca antes había visto un grupo tan grande en la quinta de su tío. Tampoco conocía a esos hombres.

No eran los únicos militares que hospedaba la casa de los Mendoza. En los cuartos estaban alojados varios más que durante el día se disfrazaban de civil y se perdían entre los mares de personas que caminaban en las calles de El Salvador apuradas por el trajín cotidiano. En la noche volvían a los cuartos solamente a dormir. Al día siguiente la rutina se repetía.

Más que alojados estaban escondidos. Sobre ellos caía el peso de una sentencia de muerte. El 2 de abril de 1944 se habían rebelado contra el todopoderoso presidente Maximiliano Hernández Martínez  que el 1 marzo de ese año selló una estrategia a prueba de errores para sumar cuatro más a los doce años que tenía de ostentar el poder absoluto de la República: reformó la Constitución para que la Asamblea Legislativa lo reeligiera en el cargo sin necesidad de competir en las elecciones. Él era un hombre astuto, peligroso: a principios de 1931 había ganado la vicepresidencia de la República de la mano de Arturo Araujo, que se convirtió en presidente; a finales de ese año movió desde la oscuridad los hilos con los que derrocó a su antiguo compañero de fórmula. Al año siguiente ordenó a asesinar a casi 30,000 indígenas que se alzaron en armas en medio de una tremenda crisis social. Desde entonces tejió una alianza con intelectuales y oligarcas que le permitió perpetuarse.

Como hormigas que presagiaban la mala hora los militares de las tandas Cinco y Doce de la Escuela Militar Capitán General Gerardo Barrios se organizaron en el más absoluto silencio para frenar de una vez por todas al dictador. El movimiento conspiratorio también lo lideraban civiles como Arturo Romero, Francisco Guillermo Pérez, Agustín Alfaro Morán y Víctor Manuel Marín. Pero el golpe fracasó y el poderoso ordenó llevar al paredón a castigar con fuego y bala a todos los que osaron señalarlo con el dedo inquisidor.

Dos días después del intento de derrocamiento, Martínez publicó un mensaje a la nación en el Diario Oficial: “Sé que el PUEBLO SALVADOREÑO está conmigo como también sé que conmigo está la JUSTICIA Y LA LEY. No es pues la intención aviesa de un grupo de inconscientes y de criminales la que me detendrá en el cumplimiento de la misión que me ha confiado el PUEBLO SALVADOREÑO, y que he aceptado gustoso”. En esa edición la Sección de Prensa del Ministerio de Gobernación atribuyó la autoría del movimiento a Romero y al coronel Tito Tomás Calvo quienes “lograron a algunos oficiales y civiles pero afortunadamente el presidente, con el apoyo eficaz y enérgico de todos los buenos salvadoreños, logró dominar a todos los sediciosos”.

Unos fueron capturados y fusilados. A otros los escondió Manuel y Ángela los conoció. No todos, sin embargo, podían vestirse como civiles y salir a la calle a comer y disfrutar la vida anónimamente mientras la guillotina de Hernández Martínez pendía sobre ellos. El de José Belisario Peña, conocido como Peñón, era uno de estos casos que por no tener dinero se quedaba todo el día en la casa. La sobrina de Manuel también se quedaba a zurcir calcetines y a leer la novela Lo que el Viento se Llevó de la escritora estadounidense Margaret Mitchell. En la soledad se hacían compañía y discutían la lectura que tiempo después Hollywood llevó a la pantalla grande.

La casa de Manuel podía considerarse el centro de auxilio para los conspiradores. Una vez llegó el intelectual hondureño Medardo Mejía -que luchaba contra la tiranía que gobernaba su país- a pedir refugio. Con él viajaba su esposa y su hijo. Fue en esos días que Ángela y Peñón se hicieron novios y empezó otro capítulo de la historia.

El anonimato se había vuelto innecesario. La Huelga de Brazos Caídos del 9 de mayo de 1944 obligó a Hernández Martínez a abandonar el poder. Un día después la Asamblea Legislativa aceptó la renuncia y su lugar lo ocupó, momentáneamente, Andrés Ignacio Menéndez.  También decretó una amnistía que beneficiaba a “todos los militares o civiles que como autores, cómplices o encubridores aparezcan complicados en actos de rebelión, sedición”. Los conspiradores pudieron por fin salir a la calle sin miedo. Habían burlado la muerte jugando cartas en la casa de los Mendoza y vistiéndose como civiles errantes en las calles. Pero Peñón no encontró el rumbo sino hasta un año más tarde cuando Mónica de Zelaya, dueña de una hacienda, le ofreció ser capataz con un sueldo muy bajo. Cuatro años después se casó con Ángela y nacieron cuatro niños: Felipe, Virginia, Ana Margarita y Lorena. Posteriormente trabajó en la Hacienda La Carrera, propiedad de Juan Wright.

Los niños crecieron y la guerra volvió a la casa. Felipe se convirtió en un miembro más de la Asociación General de Estudiantes Universitarios (AGEUS) y estaba muy activo en la vida política de los años 70.  En realidad la vida agitada nunca terminó: Peñón fue uno de los fundadores del Partido de Conciliación Nacional (PCN) que en esa época se creía que iba a ser el semillero de los militares progresistas que intentaron derrocar a Hernández Martínez pero sirvió a un estrecho grupo que se enclaustró en el poder. Se convirtieron en aquello que habían combatido y que casi les cuesta la vida.

El esposo de Ángela decidió combatir a la nueva dictadura que empezaba a enquistarse en el Estado. También lo hicieron sus hijos aunque cada uno por su lado: Felipe se movió en círculos estudiantiles y obreros que luego dieron vida a las Fuerzas Populares de Liberación (FPL); Virginia, al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP); Ana Margarita y Lorena se incorporaron posteriormente a la naciente guerrilla como militantes de las organización a la que pertenecía el mayor de los hermanos.

En medio de todos los flancos estaba Ángela que regentaba una confitería en el Centro de San Salvador. Y como un rayo que alumbra la más oscura de las noches un pensamiento invadió su mente: “Esto va a salir mal, somos muchos los comprometidos, a más de uno vamos a perder”.  Un par de horas más tarde uno de sus vecinos le contó que había visto a Felipe disfrazado como campesino en una marcha contra el gobierno de Fidel Sánchez Hernández.

Eran los años de la rebeldía estudiantil, de los jóvenes barbudos, de Fidel Castro, Ernesto Che Guevara, Cuba, Vietnam, Ho Chi Minh, Dien Bien Phu, del General Giap, del Mayo Francés y de Jean Paul Sartre. El mundo reclamaba cambios y como los más grandes representantes de esos mundos antagónicos en disputa estaban Estados Unidos y la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS).

Felipe iba en serio. En las sombras las FPL se hacía cada vez más poderosa lideradas por el obrero Salvador Cayetano Carpio; el mayor de la familia estaba muy cerca de él a tal grado que más de una vez intercedió a su favor. Una noche, por ejemplo, le dijo a su mamá que necesitaba víveres para un campesino muy pobre, que lo iba a llevar a la tienda para que se los donara. Ella aceptó ayudarlo y los espero hasta que llegaron a traerlos. Después que se los entregó lo fue a dejar en su carro cerca del cementerio de Mejicanos donde supuestamente tenía su casa. El trayecto del Centro Capitalino hasta uno de los municipios más populosos del país transcurrió en el más absoluto silencio.  Los insurgentes sabían callar hasta lo que sus sombras les gritaban.

Ese ambiente cargado de conspiración preocupó mucho más a la mamá de los Peña Mendoza. Una noche dormía profundamente pero unos gritos la despertaron. Venían del fondo de la casa, exactamente del cuarto de Felipe. Se levantaron a tropezones con Peñón mientras las palabras se volvían más diáfanas. Entonces entendieron lo que pasaba: Felipe y Virginia discutían acaloradamente problemas ideológicos. Ella podía leer en inglés pero él no y eso lo enojó. La situación parecía que iba a resolverse en golpes pero no pasó a más.

Tiempo después Peñón cayó en manos de la Policía Nacional por participar en un intento de golpe de estado contra Sánchez Hernández. Lo mantuvieron preso durante nueve meses. Virginia, Ana Margarita y Lorena lo iban a visitar a la cárcel las primeras semanas en las que se dieron cuenta que lo torturaban. Aunque él, por ser compañero de los militares que estaban en el poder, lo trataron suavemente: con cuero de chinche.

Lorena, aunque todavía no militaba como sus hermanos, iba a alfabetizar a los lugares más remotos del país. Una vez  lo fue a hacer a Quezaltepeque donde la Guardia Nacional capturó a uno de sus compañeros. La pedagogía de la Liberación de Paulo Freire no hablaba de que eso podía ocurrir. Ella escapó y alertó a un sacerdote lo que había pasado. Cuando estaban en la cárcel reclamando al prisionero salió José Alberto Medrano, director de ese cuerpo de seguridad, que al verla la reconoció como la hija de Peñón, la vecinita que vivía a un par de casas de la suya en la colonia Centroamérica. Le dijo que no anduviera metiéndose en cosas en las que no debía.

Lorena

Pero la imagen de gorila que todo el mundo tenía del Chele Medrano –como se le conocía- era muy diferente a la que tenía la familia Peña Mendoza. Como vecino siempre había sido bueno con ellos por la amistad que lo unía con Peñón. La fama de matón que se había ganado a pulso en los círculos militares y políticos eran bastante distante a la que en algún momento llegó a tener Ángela de él.

Basta recordar, por ejemplo, lo que narró Waldo Chávez Velasco en su libro Lo que no Conté de los Gobiernos Militares en el que recuerda que en el primer encuentro que tuvo con el “niño bonito de los gringos” le regaló una granada que casi le provoca un infarto. O la vez que en la que le encajó un balazo en el estómago al coronel Óscar Gutiérrez. También se le atribuye el asesinato de los primeros enemigos del gobierno y de ser la cabeza que dio vida a la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN) que funcionaba como un gran recolector de información que alimentaba a la Agencia Nacional de Seguridad Salvadoreña (ANSESAL). Era un duro que se formó bajo la sombra de la Guerra de las Cien Horas y el ejército estadounidense.

Las noticias tenebrosas sobre el Chele Medrano Ángela las conoció gracias a una empleada que trabajaba en la casa de él y que a la vez era informante de la insurgencia. Ella le contaba “todas las groserías que hizo”.

Y la muerte tocó a la puerta de los Peña Mendoza. Un viernes 16 de mayo Ángela salió a verificar la construcción de la casa de una de sus primas y regresó en la tarde. Entonces entró su hermano Felipe con un periódico en la mano y le explicó que a Felipe, su hijo, lo había acribillado la Guardia en una casa del Barrio Santa Anita. Gloria Palacios, su esposa, estaba gravemente herida en el hospital. En la calle estaba Peñón que se despedía de uno de sus amigos y ella le gritó desde la sala para explicarle las malas noticias. Subieron al carro e inmediatamente se fueron a la casa de los padres de la mujer; cuando les contaron lo que había pasado prefirieron desentenderse de la hija porque creían que estaba “metida hasta el cuello” con la naciente insurgencia. Tomaron el camino hacia el lugar donde supuestamente estaba el cadáver pero Peñón se perdió absorto en mil pensamientos negros. Ella le gritó: “¡Chepe se volvió loco, qué le pasa!” Él no reaccionaba, parecía que iba a derrumbarse como un castillo al que le ha caído un meteorito.

Llegaron al juzgado y allí yacía el cuerpo de Felipe Peña, el hombre que había intercedido para que el obrero Cayetano Carpio tuviera comida, que trabajó con el padre Ignacio Ellacuría en la construcción de casas en la colonia Tutunichapa II y ayudó a obreros y campesinos a organizarse para exigir sus derechos.

En mayo de 1975 los periódicos no publicaron nada sobre la muerte de Felipe. Las primeras planas las ocupaba el juicio del secuestro y posterior asesinato de Ernesto Regalado Dueñas, el joven magnate que fue una de las primeras víctimas de la guerra que se avecinaba cada vez con más fuerzas.

Un año más tarde Peñón se exilió en México. La represión que ejercía la dictadura se había intensificado. Ella se quedó cuidando la confitería y colaborando con los miembros de la guerrilla de las formas más variadas: les prestaba dinero para las cartas que enviaban a sus compañeros y les ayudaba a traer armas en su carro.

Como una pieza dominó que vertiginosa bota a las demás la Guerra empezó. Monseñor Óscar Arnulfo Romero había sido asesinado por un escuadrón de la muerte en el que supuestamente participó el mayor Roberto d´Aubuisson. Todos se radicalizaron: los militares

En 1981 la muerte volvió a tocar a sus puertas. A Ana Margarita, conocida en las trincheras como Julia, la había capturado y desaparecido el Ejército después de un combate. Lorena, la menor de la familia, estaba en Vietnam cuando ocurrió.  Ángela movió cielo y tierra buscándola pero era como intentar hallar una aguja en un pajar. Pasados los años se enteró que la asesinaron y la tiraron al mar por órdenes de Reynaldo López Nuila, exdirector de la Policía Nacional. Tenía siete meses de embarazo.

Con la vida a cuestas Ángela migró a México; Peñón la mandó a traer. Abandonó todo en uno de esos momentos en que parece que la vida tiene poco sentido.

Allá la vida familiar resurgió. La casa nuevamente se convirtió en una pasarela en la que desfilaron revolucionarios de toda talla: desde Óscar Ortiz que en aquellos años era uno de los comandantes más destacados de la guerra hasta Salvador Sánchez Cerén que llevaba sobre sus hombros la dirección de las FPL. Pero la desgracia no paró: en julio de 1986, en Dulce Nombre de María, Chalatenango, el Ejército asesinó a Virginia. Primero hubo un combate en el que fue herida de una pierna e, inmovilizada, le asestaron un disparo en la cabeza. Un grupo de combatientes que estaba en México llevó la noticia a los padres. De cuatro hijos solo quedaba viva Lorena.

Y nuevamente la depresión se apoderó de Ángela. Cuando estaba sola lloraba a mares. Una vez la descubrió Adriana, la hija de Virginia, que le preguntó. ¿Por qué llorás, mamá? Ella prefirió mantenerse en silencio.

El cansancio pesaba más que una losa de mármol. Tantos años en guerra ya eran insoportables. Por suerte llegaron los años 90 y con ellos los Acuerdos de Paz que acabaron con doce años de enfrentamiento entre la guerrilla del FMLN y el Ejército.

Ángela y Peñón regresaron a El Salvador. Pasaron los tres gobiernos de ARENA de la posguerra, en 2009 el FMLN ganó la presidencia y en mayo de este año Lorena, su hija, se convirtió en presidenta de la Asamblea.

Interrumpe la narración. Llama a una señora a la que le pide un refresco. Sentada en una silla de ruedas también y debajo de la sombra de un árbol en un pequeño patio  cuenta que  el Chikunguña la ha dejado mal, con serios dolores que le han impedido tener la vitalidad que la caracterizaba hasta hace unos ocho meses. Solo el sentido del humor sigue intacto.

Ahora tiene 92 años y recuerda perfectamente las aflicciones de aquellos años de piedra. Se pregunta por qué nunca tuvo miedo pese a estuvo en medio de todos los peligros. De lo que está segura es que siempre luchó sin pedirle ayuda a nadie: “He sido honrada y nunca he recibido ni un centavo ni del gobierno ni de la guerrilla, todo lo he hecho valientemente”.

El mal tiempo siempre lo enfrentó con los labios apretados.

“La guerrilla me enseñó a ser humilde, a conocer a los pobres”, dice la nonagenaria aunque no niega que más de uno de los jóvenes que conoció en los años más duros ahora “se haya perdido”.

¿De dónde viene ese gen combativo que todavía brilla en sus ojos? Angelita, como la conocen sus allegados y familiares, tiene una explicación: lo heredó de Prudencio Alfaro, uno de los insurrectos que participó en el derrocamiento del general Carlos Ezeta. La lucha que lleva en la sangre no comenzó aquella mañana de domingo de 1944 sino en 1894 en Santa Ana.