Lo primero que hizo al despertar fue observar la hora en su teléfono móvil. Eran pasadas las cinco de la mañana. Fernando se dio cuenta que solo había dormido cuarenta minutos. Puso el celular a un costado, sobre una mesita pequeña, y se volvió a recostar.
Instantes después, el timbre de su teléfono le hizo dar un brinco. Se instaló de inmediato, sobresaltado, tomó el aparato y contestó. Era su patrón. La llamada fue breve. El mensaje era claro: no había tiempo para seguir descansando.
Salió de la habitación, se subió a un pick up y se dirigió al hospital Rosales de San Salvador. Afuera lo esperaban dos hombres, familiares de un anciano que había agonizado durante la noche. Bajaron a la morgue, recogieron el cadáver y lo subieron al vehículo. Fernando regresó a la funeraria con el cadáver.
***
Son las diez de la mañana. Estamos en el centro de San Salvador, en un lugar que no se puede mencionar. Esa fue la condición que Fernando, el muertero, puso para recibirnos en la funeraria donde trabaja desde hace diez años.
Entramos por un amplio portón negro. Adentro hay un parqueo, desértico y aireado. Al extremo derecho está una salita de espera con tres sillas de madera. Al lado izquierdo, un zaguán azul que conduce a un cuarto con techo de láminas.
Ahí, adentro, sobre dos pilas, están los cadáveres de dos señores. Los cuerpos están rígidos, pálidos, intactos. Uno está vestido y el otro totalmente desnudo.
El primero ronda los sesenta años. Es moreno, delgado y cabello liso peinado hacia atrás. Está listo, preparado, con el cuerpo inyectado de formalina. En unos minutos estará adentro de un ataúd. El segundo pasa de los setenta años. Es blanco, calvo, delgado y alto. Los dos fallecieron por muerte natural.
En el interior del cuarto hace calor. Dos ventiladores arrojan aire en dirección a los cadáveres. El ambiente es tenso, pesado y tedioso. El tiempo transcurre con lentitud.
— Acá no existen horarios – dice Fernando mientras rasura la barbilla del hombre desnudo – Trabajamos cinco días seguidos, veinticuatro horas, sin parar. A veces dormimos una o dos horas, a lo mucho. Pero no siempre. Después tenemos dos días de descanso y ahí aprovechamos para dormir.
— ¿Cuántos cadáveres prepara al día?
— Eso depende. Hay días que ni uno y hay veces que hasta cinco.
— ¿Y cuándo no hay nada?
— Nosotros siempre andamos en la jugada. Hacemos turnos en los hospitales y permanecemos afuera de Medicina Legal. Pero bueno, si no hay, salimos a buscarlos.
— En estos días me imagino que les ha ido bien, con esto del incremento de homicidios.
— No crea, casi no hemos agarrado nada.
***
Fernando es un tipo robusto, alto, sonriente y de mirada tímida. Tiene diez años de trabajar como “muertero”, preparando cadáveres. Antes laboraba para una maquila textil. Recuerda que la presión y la monotonía en ese lugar le generaban estrés y ansiedad.
Así transcurría su vida cuando su primo le comenzó hacer los primeros guiños para conducirlo al sendero donde se sobrevive entre muertos. Al inicio la respuesta fue una rotunda negación. Sin embargo, los ofrecimientos continuaron.
Todo cambió cuando nació su primera hija. El salario que ganaba en la maquila apenas le alcanzaba para cubrir sus gastos personales: la comida y los pasajes. Eso era todo. Por eso, cuando su primo le volvió a proponer el trabajo, no dudó en aceptar. Los ingresos se multiplicarían. Era marzo de 2005.
Lo primero que hizo fue llegar a la morgue de la funeraria. Conocer el procedimiento y las herramientas que se utilizan para preparar los cadáveres. Y de pronto, se vio rodeado de bisturíes vísceras, sangre y carne humana.
El primer día se le hizo eterno y por la noche apenas pudo conciliar el sueño. Así pasó toda la semana. En esos días sus comidas eran irregulares. Cualquier cosa le producía náuseas. Lo único que su organismo no le rechazaba eran los líquidos.
Su primo lo animaba. Le decía que esos primeros síntomas eran normales, pero que pronto se acostumbraría a esos ambientes. Así fue, la rutina convirtió su trabajo en algo ordinario, lógico y natural.
Ahora siente que los días transcurren con rapidez. La dinámica, eso de andar de arriba para abajo, le hizo comprender que es un alma nómada. Lo estático le produce tedio y aburrimiento. Fuera de ese universo está su familia, de ahí todo le parece banal.
***
El cadáver del segundo hombre está totalmente abierto del abdomen. Los órganos han sido extraídos y depositados en un barril de plástico. Antes de eso, Fernando hizo una escisión en el cuello, exactamente en la yugular, conectó una manguera adherida a una bomba cargada de formalina que se introdujo en el cuerpo. De inmediato, la piel del difunto se torno amarillezca.
— Ya con esta preparación, ¿cuánto tiempo duran los cuerpos?, cuestiono.
— Dos días máximos.
Lo más complicado de todo el trabajo, según explica Fernando, es conseguir los cadáveres. Es decir, que las familias acepten los servicios que les ofrecen. En el mercado hay demanda, pero también mucha oferta. La competencia es feroz. Los precios mínimos por el servicio completo (preparación y ataúd) rondan los 300 dólares.
— Pero digamos que malo no ha estado el negocio, ¿o sí? — pregunto.
— Mire, tampoco es que esté mal. Algo hemos cogido. Pero recuerde que somos bastantes las funerarias, ahí gana el que hace la mejor oferta.
— Entiendo.
De pronto, ingresa al cuarto otro empleado de la funeraria. Es un hombre entrado en años. Mientras afila cuchillos y tijeras, relata sus experiencias. Asegura tener más de treinta años de trabajar en ese mundo. Ha preparado miles de cadáveres.
— Con esto logré que mis tres hijos estudiaran. Es duro, porque demanda mucho tiempo. Yo hasta perdí a mi mujer por no dedicarle tiempo. Y eso es letal, porque ahí es donde aprovecha “Carmelo”.
— ¡Jajaja! (Por primera vez, en el tiempo de estar en esa habitación, se desatan risas).
Mi compañero, que no ha parado de tomar fotografías, le pregunta que cómo asimila la muerte después de tantos años de vivir esa atmósfera. El hombre medita su respuesta por unos segundos, luego señala uno de los cadáveres y dice: “Esa. Es como el fin del mundo. Ahí se acaba todo. No hay más orgullo, ni odio, ni malos sentimientos”.
Instantes después abandonamos la habitación. Afuera el aire es más ligero.