No había nadie en casa. Tenía unos cuatro años. Fui al cuarto de mi hermana, agarré uno de sus vestidos y me lo probé frente al espejo. Me quedaba bonito. De pronto escuché el chirrido de la puerta y me empujaron violentamente. Era mi hermano furioso que gritaba y me golpeó con fuerzas. Me obligó a desvestirme mientras me decía que yo era niño, que no debía ponerme vestiditos de mujer.
A los gritos y las patadas de mi hermano se sumaron los gritos y las patadas de mis padres. Ellos también se enfurecieron cuando se dieron cuenta que me encantaba vestirme como niña. De nada les sirvió que intentaran educarme con los cánones machistas, como pistolero.
Desde que vine al mundo la desgracia se cebó en mí: recién nacida sufrí una convulsión. Los doctores aconsejaron que permaneciera en el hospital un par de días más. Fue cuando mis padres se enteraron de lo que en realidad pasaba: nací con una malformación genital que, según los médicos, obligaba a una operación para definir mi sexo. Mi papá decidió que iba a llamarme Carlos. Mutilaron mi cuerpo.
Pasó el tiempo. La pubertad es la edad más difícil para los intersexuales. En esa época me alejé todavía más de la masculinidad porque me crecieron las caderas y los pechos. Mis rasgos faciales se hicieron más delicados y mi voz más suave. Hubo una poderosa razón para que sucediera: la ignorancia del doctor que me mutiló le hizo olvidar que debía retirar mis órganos reproductores internos. Ni siquiera me prescribió hormonas masculinas.
Cuando mi papá notó los cambios empezó a torturarme: calentaba monedas y las presionaba contra mis senos para destruir el tejido mamario. Muy poco le importaba mis llantos y suplicas. Siempre decía: “Los hombres no tienen chiches”. Durante muchos años deseé que mi familia aceptara como soy; hubiera sido reconfortante que me ayudasen a comprender lo que pasaba.
El mundo afuera de mi casa era diferente. Tuve los mismos compañeros desde que era una niña hasta la adolescencia. Ellos fueron testigos de los cambios en mi cuerpo. Nunca me molestaron ni me discriminaron. Los profesores tampoco me maltrataron. Todo transcurrió de una manera tan natural que desde séptimo grado empezaron a referirse a mí como ella en vez de él. No pude escapar, sin embargo, a los formalismos de la apariencia: usaba corte de cabello y uniforme masculinos. Cuando me gradué llevé saco y corbata.
Pero me sentía sola. Sabía que mi cuerpo era diferente al de los demás aunque no entendía por qué. Por eso obtuve un permiso médico que me eximió de cursar educación física. No me atrevía a mostrar mi cuerpo en las clases de natación ni a bañarme con mis compañeros en las duchas colectivas.
Cuando cumplí 18 años viajé a Costa Rica a consultar a una endocrinóloga. Mi identidad de género era femenina aunque pensaba que había nacido hombre; quería someterme a un proceso hormonal para convertirme en mujer.
El caso confundió a la experta que entendió que quería ser hombre pues mi cuerpo era el de una mujer. Tiempo después ella me explicó que no necesitaba tratamiento pues, de forma natural, producía hormonas. Entonces descubrí que era intersexual, comprendí lo que durante tantos años mi familia había rechazado de mí.
Un par de semanas más tarde un cirujano me examinó para reconstruir mis pechos. Al verlos se sorprendió porque aparentaban tener cáncer como consecuencia del daño que mi papá me había causado.
Desde entonces soy una activista. La condición intersexual es un asunto tabú que suele estar escondido porque llevarlo a la luz puede provocar incomodidad en la sociedad. La mayoría de estas historias, sin embargo, no tienen un final feliz. He conocido muchos casos de personas asignadas como niñas que luchan toda la vida para que sus familias las acepten pero no lo logran. También puedo hablar por mí y de El Salvador donde he sido insultada, amenazada, extorsionada, acosada, discriminada y golpeada. He sido, además, víctima de violencia sexual y lo hicieron los que se oponen a la diversidad.
No es fácil. Después de ese largo camino recorrido decidí convertirme en activista de los derechos humanos. Esto me ha ayudado a cerrar las heridas que tengo en el alma.
En el país no existen cirugías de reasignación sexual sino de mutilación genital. Estoy segura que no existen médicos capacitados para atender casos de ese tipo. He escuchado a muchos profesionales decir que lo hacen para garantizar el desarrollo sexual normal de las personas que nacemos así. Les puedo asegurar que es falso, lo he vivido en carne propia.
Todas las personas que hemos sido mutilados sabemos que nunca nos hicieron una reasignación sexual. Nunca. En esos procedimientos se violan los derechos de las personas, especialmente el de la identidad. También es un irrespeto que un tercero decida qué hacer con el cuerpo de otra persona; solo se puede hablar de reasignación cuando se tiene pleno uso de las facultades mentales y físicas.
Cuando la reasignación se hace en un bebé al crecer ya no podrá recuperar las cualidades que tenía. Los médicos solo deberían estar autorizados a corregir los defectos físicos cuando entorpecen el adecuado funcionamiento del organismo. Siempre me pregunto: ¿Cómo pueden garantizar que las operaciones de reasignación que hacen darán una vida digna? ¿Cómo pueden pensar por otra persona? La intersexualidad no es anormal, tenemos cuerpos diferentes que merecen respeto.
La otra cara de la moneda
Hace unos 30 años comenzó el tratamiento para la intersexualidad en el país. Anteriormente el desconocimiento era generalizado en el sistema de salud público, de acuerdo a las fuentes consultadas.
Eduardo Rodríguez Loza, urólogo del Hospital Benjamín Bloom, explicó que si un bebé nace con ambigüedad sexual sufrirá cáncer, anomalía en el esfínter, ausencia de separación entre el ano, la uretra y el órgano reproductor y si no es tratado a tiempo sufrirá graves consecuencias en su salud.
Pero un problema también grave es la compresión de la intersexualidad, según Tania Arévalo, endocrinóloga del Bloom que señaló que con frecuencia los padres abandonan los controles pediátricos como consecuencia del impacto emocional de la noticia. En la actualidad la ayuda psicológica es considerada fundamental.
Lo más impactante para los padres es, comentó el sexólogo Roberto Lizama, cuando los padres conocen la noticia: “Es frustrante y difícil de asimilar (…) podría haber rechazo por parte de los padres”. Agregó, además, que la mayoría de veces sufren sentimientos de culpa e incomodidad porque desconocen cómo será la relación que tendrán con el nacido.
Paralelas a las implicaciones médicas están las éticas y las técnicas. La detección temprana, por ejemplo, es una falencia que arrastra el sistema de salud pública. Loza detalló que entre el 90 y el 95 por ciento de los casos son consecuencia de una mala gestación por desnutrición. La mayoría de los que él ha atendido pertenecen son hijos de campesinos pobres y desinformados.
A veces solo descubren su condición cuando llegan a la adolescencia. Una de las fuentes atendió el caso de un joven de 18 años que en sus orines tenían sangre. Después de los exámenes los médicos concluyeron que la composición genética del paciente era de mujer. Por fortuna lo asumió con naturalidad.
En el Bloom se ha establecido un procedimiento que manda que tan pronto estos casos sean detectados la operación se lleve a cabo para evitar las consecuencias en la salud del paciente. Suele tomar la decisión un equipo integrado por endocrinólogo, un psicólogo o psiquiatra, un urólogo – en caso de reconstrucción de genitales- y un trabajador social. Otras especialidades médicas pueden ser eventualmente incluidas si es necesario.
Los doctores proponen un procedimiento de reasignación, el sexo que a juicio de los especialistas es más conveniente para el paciente, dependiendo de la viabilidad del mismo. Según los médicos consultados la funcionalidad de los órganos reconstruidos es semejante a la de los órganos de nacimiento y el paciente puede desarrollar una vida sexual normal en el futuro. El consejo médico se basa en exámenes, discusiones entre especialistas, y un estudio de la dinámica familiar del menor involucrado. Sin embargo, son los padres quienes tendrán la mayor autoridad en decidir si aceptan o rechazan el tratamiento ofrecido.
En este punto el dilema ético vuelve a imponerse: ¿Quién decide sobre el cuerpo de una persona que todavía carece de facultades para tomar decisiones por su cuenta? Rodríguez Loza consideró que no puede ser responsabilidad de una sola persona sino del equipo médico. Eso incluye la opinión de los padres. “No se puede decir a los padres: ‘le doy el niño que parece niña y cuando sea adulto él decidirá qué hacer’. Es un trauma para ellos’, afirmó. Admitió, sin embargo, que esa decisión puede ser polémica.
El pediatra Otto Castro señaló que es más importante conocer la identidad de género del nacido a través de una evaluación psicológica. “Es más fácil cambiar estos detalles llegada la adolescencia que cambiar todo un constructo de identidad”, dijo.
La pediatra Arévalo recomendó que las leyes que rigen la identidad de los salvadoreños sean más flexibles para casos de ese tipo.