El Salvador
lunes 25 de noviembre de 2024

La plática en la que sentí la presencia del beato mártir

por Julia Gavarrete


Hablar con monseñor Alas, obispo emérito de Chalatenango, es retratar al beato Romero en sus palabras. La charla, de poco más de una hora, se convirtió en un viaje que me llevó a sentir a Romero entre sus palabras.

Sonará atrevido la afirmación que hago. Para algunos quizá lo sea. Con la beatificación de Óscar Arnulfo Romero, muchas historias se han escuchado, vivencias y relatos de quienes estuvieron allegados a él. Monseñor Eduardo Alas, obispo emérito de Chalatenango, es de los que tienen mucho por contar sobre el Romero que conoció en tiempos de la guerra civil, cuando se juntaron entre pueblos flagelados. Tal vez los encuentros no fueron diarios, pero sí contundentes para que Alas pueda pintar parte del rostro de Romero; fueron sus gestos, el tono de su voz o sus palabras los que me hizo sentir como si estuviera cerca. En estas memorias hay un rostro del primer beato salvadoreño, el padre de los pobres, que habla y dice: “Esto fui, esto pensé y así viví”.

Monseñor Eduardo Alas es un obispo retirado. A sus 85 años, recuerda los recorridos que realizó junto al beato Óscar Romero por pueblos del norte de Chalatenango. Romero era arzobispo de San Salvador y Alas un sacerdote 17 años menor. Tiene historias que le marcaron y recuerdos que siguen vivos en la profundidad de su memoria. Ambos se conocieron en la que época que Romero fue consagrado arzobispo y que asumió la diócesis de Chalatenango, San Salvador y La Libertad.

Pero Romero no era de lugares específicos, no tuvo un territorio. Estuvo donde tenía que estar: en aquellos sitios cargados de dolor y congoja. Quejas y problemas fueron los llamados que más atendió. “Donde había sufrimiento, ahí estaba”. Los límites estuvieron marcados por las fronteras de su diócesis.

“¿Quién pienso yo que fue monseñor Romero?”, se pregunta monseñor Alas. “Es que era un hombre impresionantemente sencillo. No solo humilde, era tan humano”, repite tratando de rescatar los recuerdos. “Te podías acercar al arzobispo con una confianza».

La primera escena a la que me transporta ocurre durante un sacrilegio. En un pueblo llamado La Junta se profanó al Santísimo y Romero llegó a repararlo. Romero y Alas celebraron la misa. En eso, un niño se abrió paso. Tenía la cara y su cuerpo sucio. El pequeño se acercó con un guineo feo, húmedo, podrido. Se acercó y se lo ofreció a Romero. Sin asco alguno, lo tomó y empezó a comérselo con la mirada fija entre los dos. “Ese bichito sencillamente echaba satisfacción, orgullo, viendo que el arzobispo estaba comiéndose su guineo. Levantó al niño en su autoestima. ¿Por qué lo hacía? Porque era el hombre enamorado de la gente, se encarnaba. Las valoraba por el simple hecho de ser personas». Hasta ahí. La sencillez y humildad fueron sus características: se sentaba en cualquier parte, comía lo que fuera. No tenía miedo al sudor ni al hedor de la gente.

—¿Había visto antes a una persona como Romero?

— Sí, conozco a otra persona…, responde con el rostro gacho y su voz cortada.

— ¿Siempre en la Iglesia?

— No… —Hace una pausa, calla y responde— A Jesús de Nazareth. Monseñor Romero era el discípulo de Jesús de Nazareth. Un discípulo en serio, de verdad. Claro, no voy a decir igual, pero sí una persona cuya copia o réplica sería monseñor Romero.

Foto D1: Nelson Dueñas.

Foto D1: Nelson Dueñas.

Con sus compañeros obispos siempre era respetuoso: “No tengo por qué reclamarte a ti”, decía Romero, quien evitaba confrontaciones; su fuerza estaba en ser comprensivo. Era quien reconciliaba y que llamaba a la reconciliación. Escuchaba mucho a las personas y sus pensamientos. Su filosofía estuvo basada en el yo respeto, yo ayudo, yo escucho.

Alas, para entonces, era un padre que logró conectarse con sus comunidades. Tuvo miedos ocasionados por los bélicos tiempos, pero insistió en quedarse en la parroquia que le habían encomendado. Monseñor Romero estuvo a punto de moverlo, pero Alas pidió no hacerlo. Sabía el peligro. Sabía, también, que un comandante López, de la Hacienda Santa Cruz, lo acusaba de apoyar frentes guerrilleros. “Monseñor estaba preocupado porque sabía que yo siempre andaba en la montaña, sabía que siempre andaba en una comunidad, sabía que a veces no celebraba misa porque andaba con heridos”, recuerda.

Cuando el padre Rutilio Grande fue asesinado, el arzobispo de San Salvador estuvo más pendiente de sus sacerdotes, «sus brazos derechos”. Y se preocupó por la vida de cada uno. “En esta zona (Chalatenango) yo le acompañé varias veces porque éramos amigos. A ver, no. Él era mi amigo, yo no sé si realmente era amigo de monseñor Romero. Pero, por la forma de tratarnos, de platicar, creo que lo era”.

El temor creció en Romero. Por ello, le pidió a Alas que buscara cualquier parroquia para ser trasladado. En San Salvador, Santa Tecla, no importaba. El hecho era sacarlo de una zona de conflicto.

“Yo le jugué una broma. Le dije: ‘está bien, monseñor, pero si usted me consigue Guayabal… si me consigue Guayabal me voy’. Sabía que Guayabal no se iba a poder, meterse era agarrar al cura de enemigo. A la semana me estaba diciendo: ‘padre Alas, le pido que busque otra parroquia, porque tengo problemas con Guayabal’”, comenta con una risa pícara, misma que debió hacerle a Romero al verse triunfante. Pero los miedos se empecinaron en ganarle la batalla a Alas; llegó a estar aterrorizado. Alas estaba dispuesto a irse si Romero lo quitaba.

Por obediencia lo habría hecho pero bajo una sola condición: que nunca más lo volviera a mandar por esa zona. “¿Con qué cara voy a venir a ver quién quedó vivo?”, pensaba en ese momento. Pero una fuerza lo mantuvo ahí, una fuerza que le decía “quedate”. “Después me arrepentí, porque me hicieron obispo y yo no quería”.

«Él decidió morir»

No fue hasta el asesinato del padre Grande que Romero perdió la precaución, rompió la prudencia. Al verdugo tenía que reclamarle. “Cuando le tocaron lo vivo, que eran sus sacerdotes, sus colaboradores, comenzó a reclamar. Igual se reunía con la Junta Revolucionaria de Gobierno y pedía al presidente e igual condenaba y reclamaba a la izquierda”, reafirma Alas.

Pero una confusión se generó por haberse mantenido de cerca del pueblo y decir “estoy a favor de la gente, del pobre”. Se le dijo guerrillero, promotor del comunismo. “Las personas se fueron apoderando del discurso social de Romero, pero nunca estuvo a favor de la lucha de clases». No entraba en su cabeza.

“Ahí dicen que yo tengo una línea. Ahí dicen ‘yo sigo a monseñor Romero. ¡Por Dios! Si el único que tenemos que seguir es a Cristo. ¿Por qué van a seguirme a mí? Sigan al Maestro, no a mí. Yo no marco una línea, mi línea es el Evangelio”, Romero soltó estas palabras con furia, no pudo con más descontento. Alas las rescata del pasado y las repite con la misma efervescencia, pero el recuerdo lo descompone unos segundos. El silencio que reposa en la habitación se rompe por el choque entre del puño y la palma de su mano, mismo puño que lleva luego hasta su pecho para hacerlo sonar dos veces. Ese golpe fue un impacto que me alcanzó. Me trasladó a ese encuentro, donde el Romero enfadado por las circunstancias se dejara ver.

Luego de pelear con el nuncio para no ser obispo, Alas tuvo un retiro con Romero. Era enero del 80. Fue el último en el que coincidieron y en el que supo que todo estaba escrito: Romero había decidido morir.

—Yo sé que me van a matar, reafirmaba Romero a grupito de obispos reunidos en ese retiro.

—Sé que me van a matar, ¿qué hago?

“Me imaginé a Jesús en el Huerto, cuando decidió dar su vida; entró derrotado, con miedo, lleno de tristeza, porque veía la pasión encima. Se levantó y dijo, pecho al frente, ‘vamos, ¿a quién buscan?’. Aceptar eso… Ahí decidió morir. Ahí murió Jesús. En ese momentito le pregunto Romero: “monseñor ¿y qué alternativa tiene?”, le dijo Alas. Romero se agachó, lloró y le respondió:

— Tiene razón, padre Alas, no hay alternativas… El evangelio no tiene alternativa. No hay marcha atrás. Voy.

“Fue la última vez que me dijo: ‘tiene razón, padre Alas’”. La nostalgia invade la pequeña habitación, partida por una librera inmensa que almacena libros romeristas. Es como si escuchara retumbar en ese preciso momento la resonante voz del mártir en su oído.

La frase era de peso, marcó la relación entre Alas y Romero. Siempre se la decía, en cualquier momento, donde fuera. La primera vez fue en una misa. Romero había llegado a un pueblo donde se encontró con Alas. La gente cantaba un cántico medio revolucionario: “Cristo, Cristo Jesús, solidarízate con los oprimidos”. Romero aprovechó y le preguntó.

—Padre Alas, ¿qué le parece ese canto?, preguntó Romero.

—No sé, A mí me parece un poco sacrílego je, je, je.

—Tiene razón, padre Alas, ya no lo van a cantar.

Y no lo volvieron a cantar.

Monseñor Eduardo Alas

La instrumentalización de Romero

«A partir de hoy se le llamará beato”: el 23 de mayo fue el día en el que Romero dio el primer paso para ser denominado un santo. La ceremonia se convirtió en una multitudinaria fiesta que celebró el reconocimiento de la causa de Romero. La beatificación se vio marcada por la “contaminación política” de la que difícilmente Romero se desprende. Pese a ser un acto religioso, es difícil poderlo despolitizar. Insignias de partidos políticos no faltaron.

“Políticamente han instrumentalizado a Romero los unos y los otros para justificar sus posturas y rechazarlo”, señala el obispo emérito. Monseñor Alas acusa sin freno alguno: si hay un manejo político es porque quien lo hace “no lo conoce”. “Los que hablan de monseñor Romero no lo conocen. Es decir, los planteamientos que giran, ahora, en torno a Romero parten de si apoyó a la derecha o izquierda, pero “nadie propone leer el diario, donde lo pudiera conocer es en lo que él dijo”.

¿Qué dice ese diario? Son los escritos que Romero en los que concretamente pide que “no estemos ideologizando la vida, idolatrar las tendencias sociales o políticas de izquierda o derecha”.

“Si nosotros leyéramos el diario, si escucháramos las homilías, entenderíamos el lenguaje de monseñor Romero”, manifiesta. Y se evitaría, además, que su memoria sigua llenándose de parásitos.

Eduardo Alas carga, aún, con la molestia que un hombre le generó al preguntarse sobre el “movimiento político de Romero”. Indignado, o sorprendido, le respondió que no sabía de ese movimiento. Conoció tanto a Romero, pero no de su movimiento. “Fue un humano, sacerdote y por eso fue un pastor. Porque fue un pastor lo mataron. Los políticos hablan del pueblo pero como su hacienda, de los encomendados. Lo mataron para que no siguiera jodiendo”.

Una de las luchas que Alas tomó como suyas, en su territorio, fue quitar los murales en los que Romero aparecía junto a Farabundo Martí y Ernesto Ché Guevara. “¿Qué tenía que hacer monseñor Romero? Me parecía grotesco, no honrado. Al contrario, manipulador”.

“La fruta que estalló y llenó al mundo”

Al menos 180 países coincidieron ocho años atrás en Roma, era una reunión con el papa Benedicto XVI. Alas era parte del Prelado que viajó. Cargaba con él estampitas y pósters de Romero. Como si fueran la edición especial de un libro, todos querían quedarse con una.

“Recuerdo haber visto al obispo de Teherán subirse a una silla y pedirme una, otro descompuesto porque quería agarrar”, narra. Al matar a Óscar Arnulfo Romero se quiso apagar su voz, su legado y su mensaje. Pero su asesinato fue como una fruta que estalló y llenó al mundo.

“Es palabra que quisieron callar, llenó al mundo”, reitera el obispo. Alas está muy seguro de que el mensaje solo puede seguir vivo si se empieza a imitar. Lo recalca en la hora y tanto que llevamos hablando. Romero hablaba de paz, de amor, de justicia y de verdad.

“Eso no lo aguantó el mundo político. ¿Quién mató a monseñor Romero? Los mismos que mataron a Jesús”.

De pronto, y antes de concluir, Alas tiene otro mensaje que compartir; una de las muchas veces en la que Romero le recordaba que no se puede agradar a Dios ignorando al hermano. “La distancia que hay entre tú y Dios es la misma que hay entre tú y tu hermano”. Si ignoras al que está al lado, “tu culto es falso”, decía la voz que hablaba por los que no tenía opción más que callar.

Finalmente, ¿qué fue lo se sentí con la plática? Debo resumir que siempre hay un Romero que habla en cada detalle o situación, pero hay que saber escuchar y ver para darnos de que podría estar con una manos sobre nuestro hombro o, tal vez, frente a nosotros.