Sus rasgos son los mismos que los de sus compatriotas, pero su forma de vestir, de actuar e incluso su acento permite identificarlos fácilmente. Las personas deportadas de los Estados Unidos crean recelo entre muchos salvadoreños que no abandonaron el país.
Fueron inmigrantes indocumentados en Norteamérica. De alguna forma lograron establecerse en un país que les ofrecía mejores condiciones de vida que su tierra de origen. Algunos nunca lograron conseguir documentos y la deportación fue siempre una amenaza latente. Otros, en cambio, perdieron sus derechos de residencia a causa de delitos, que no siempre fueron graves.
En ambos casos, muchos de estos inmigrantes salvadoreños que residieron en Los Estados Unidos se adaptaron a la cultura y bonanza de ese país, trabajaron para conseguir algún tipo de prosperidad y desarrollaron sus vidas en la frágil base que su condición de inmigrantes les ofrecía.
Según el encargado de repatriaciones terrestres de la unidad de Atención al Migrante de El Salvador, Juan Carlos Cuéllar, la reunificación familiar es una de las tres principales causas que motivan a la inmigración hacia los Estados Unidos, seguida de mejores condiciones laborales y seguridad social.
De acuerdo con Cuéllar, cientos de salvadoreños (al menos 200) emprenden el viaje hacia el norte cada día, pero no todos lograrán su sueño de establecerse. Agrega que alrededor de 500 personas son repatriadas cada semana, tanto por vía área como terrestre.
Una mañana cuando se conducía a su trabajo en Estados Unidos, Kevin Jiménez fue detenido por agentes de seguridad, su único delito: no poseer documentos que le permitieran permanecer en el país norteamericano. Para Jiménez, la noticia fue devastadora, con su deportación perdería su trabajo -él se encontraba en su mejor momento profesional- su estilo de vida, su apartamento, y ya no podría casarse con su prometida. El joven pasaría varios meses en prisión antes de ser enviado a El Salvador.
De haber sido consultada, la jefa del área de Visas y Prórrogas de Migración y Extranjería de El Salvador, Ana Margarita Solís, habría recomendado utilizar los procedimientos legales para entrar a un país, o como mínimo, hacer una investigación en las páginas oficiales de estos para informase sobre las posibles consecuencias de entrar de forma ilegal. Solís señala que desde el momento en que se entra a un territorio extranjero son las leyes de este país las que tendrán efecto sobre la persona, sin importar lo fuertes que estas puedan ser.
Luego de haber cruzado el rio Bravo a sus catorce años y haber residido en Los Estados Unidos por once años, Jiménez fue repatriado hacia El Salvador en el 2013. Él asegura que las condiciones desfavorables que enfrenta un deportado a su regreso al país son muchas. Recuerda que una vez en El Salvador conseguir un trabajo se convirtió en su principal objetivo y, a la vez, su principal problema.
Jiménez recuerda que luego de hacer once entrevistas descubrió que era su condición de deportado, y no su capacidad laboral, la que le cerraba las puertas. Jiménez – quien ahora trabaja en una agencia de renta de autos- está convencido de que la sociedad salvadoreña estigmatiza a las personas deportadas y crea condiciones adversas para que estas puedan reincorporarse y ser competitivas en un país que, de por sí, se caracteriza por la falta de oportunidades.
Daniel Antonio Ruiz -joven deportado hace tres años- confirmó lo expresado por Jiménez, y agregó otros factores y escenarios en los cuales las personas deportadas sufren el estigma y discriminación de la sociedad salvadoreña. Ruiz, quien porta tatuajes en ambos brazos, afirma que la cultura de El Salvador no está preparada para aceptar aquellos rasgos característicos de las personas deportadas, como su vestimenta, tatuajes y acento. Según Ruiz, las personas suelen mirarlos con desconfianza en las calles, y les prestan servicios de segunda categoría en bancos, supermercados, transporte público y muchos otros lugares.
El joven –quien aprendió a cubrir sus tatuajes para evitar la discriminación- asegura que inclusive conseguir un lugar para vivir es mucho más complicado para él, pues la mayoría de las personas miran con recelo y desconfianza a los compatriotas deportados.
Ruiz también dice haber recibido maltratos por parte de la policía y haber sido acosado por las pandillas de ambos bandos. Según el joven, los pandilleros suelen identificar rápidamente a los deportados y acosarlos con mayor frecuencia. Ruiz añade que muchas de las personas que son deportadas viven con miedo de ser asesinadas por pandilleros, como fue el caso de dos de sus amigos, quienes murieron a manos de estas organizaciones criminales hace algunos meses. Ruiz ahora trabaja en un call center, una de las pocas opciones laborales a las que pueden optar los deportados.
Andrea también trabaja en un call center, aunque hace algunas semanas debió ausentarse de sus labores, pues una golpiza que agentes de seguridad de la zona metropolitana de San Salvador le propinaron le dificultaba su movilidad y su visión.
Andrea comentó que vive en una zona conflictiva de San Salvador la cual en ocasiones es patrullada por miembros de la policía y ejército. La joven recuerda que en esa ocasión ella se dirigía a la tienda que estaba ceca de su casa; vestía una camiseta que dejaba entrever un tatuaje artístico en su espalda. Los agentes de seguridad le exigieron desnudara su torso para comprobar o descartar su pertenencia a grupos delictivos. Andrea, abochornada, les pidió ser registrada por una mujer. Ante su resistencia los agentes de seguridad respondieron con agresiones, uno pateó sus costillas y otro lastimó su rostro y su ojo.
Pero si la agresión física por parte de la sociedad salvadoreña era aún desconocida para Andrea, no lo eran las psicológicas. “Recuerdo que cuando vine a El Salvador no entendía por qué la gente no se sentaba a la par mía en el bus a pesar de que no hubiera otro asiento vacío, era por mis tatuajes”, asegura Andrea. La joven asegura que también su acento era objeto de recelo. Para ella, la gente creer que los deportados hablan así para presumir, lo cual crea resistencia de parte de la sociedad salvadoreña, desconociendo que este rasgo es inevitable para aquellos quienes han vivido y considerado por muchos años a los Estados Unidos como país.
Todas las personas deportadas que fueron entrevistadas afirmaron que hacen falta campañas sociales que concienticen a la población salvadoreña sobre la necesidad de una cultura no discriminativa hacia las personas deportas, lo cual aseguraría mejores condiciones para este sector de la población que es maltratado tanto fuera como dentro de su país.