“¡Tienen cinco minutos para salir de aquí!”. Una advertencia. A la puerta golpearon tres veces como si la intención fuese botarla. Un joven con voz fina, rozando la mayoría de edad, trasladó el mensaje.
—¿Y para dónde nos vamos? —pregunta la Señora.
—A mí eso me vale. Yo solo sé que, si se quedan, balas hay suficientes para ustedes.
Tumbada de nervios, atasca la puerta. La Señora, joven madre, viuda, con la mente a punto de bloquearse por lo escuchado, toma el teléfono y marca a la unidad de emergencias de la Policía Nacional Civil (PNC). Pide ayuda, al menos una patrulla que le auxiliara. Sin mediar mucho, y sin hacer más preguntas, la Policía llega. Eran varios agentes. Abandonar su hogar o quedarse eran dos opciones difíciles de tomar. Pero algo tenía que hacer. Así fue. Coge varias maletas, algunas cajas pequeñas y se monta a un carro patrulla acompañada de sus hijos más pequeños. Carga solo lo necesario: el resto queda ahí. Todo lo construido por ella y su fallecido esposo tiene que dejarlo.
Un poco más de 15 años viviendo en una casa de San Martín, municipio al nororiente de San Salvador, es la historia que le tocó abandonar desde el momento que recibió esa amenaza contundente y definitiva de las pandillas.
Ella era la sexta en irse en menos de un mes. Antes que ella, un año hace más o menos, unas 20 familias más han optado por la decisión más difícil: la huída.
“Tenía cinco minutos de haberme salido. ¡Cinco!, cuando llegaron a porracear la puerta. ‘¡Ah!, nombre’, dicen que dijeron. ‘Se fueron… Venimos de por gusto. Y tantas ganas que les traíamos’, es lo que supe esos mal… esos no hijos de Dios, por no decir otra palabra, comentaron de no encontrarnos ahí”, describe la Señora perpleja de los días que se le llegan.
Era de mañana cuando salió de casa. No pensó más que en recurrir a un amigo cercano para pasar la noche.
—Hermana no se vaya—, le decía. —Cualquier cosa que usted quiera, yo se lo traigo de la tienda para que usted no salga.
—No, hermano. Mire cuántos somos nosotros los que estamos en este problema. Imagínese que yo los involucro a ustedes—, insistía la Señora.
Aunque resguardados, solo uno de sus hijos pensó en volver a casa. No hizo caso a sus advertencias. Una llamada bastó para que el muchacho cambiara de parecer. “Mirá, venite. No le hagás caso a los ‘polvillos’ (chismes) porque no le vamos a hacer nada a tu familia. Decile a tu mamá que se venga.”
“¿Qué respondí? Que esos babosos son hipócritas. Quieren tenernos a nosotros juntos para darnos a todos. Pero él estaba que se iba. ‘Vaya, hijo, Dios que te bendiga. Vos sos un gran necio’, le dije. Y se fue. Durmió una noche ahí, pero al día siguiente me llamó llorando: ‘Mamá, acá acaban de estar con un fusil. Pero dicen que me vaya o me van a dar’. No lo pensé más y le mandé a la Policía. Y, cabal, al salir ya lo estaban esperando para darle. Pero en eso aparecieron los policías: en carreras los sacaron a todos. Dios tenía un propósito porque me lo guardó”.
Llegada la tercera noche afuera, en esa casa prestada, y con el regreso de uno de sus hijos, la Señora y su familia fue sorprendida por cuatro siluetas que se dibujaban al fondo del pasaje. La siguieron hasta ese lugar. La poca luz impedía que pudiera ver a través de la ventana. Se armaron con varillas de hierro y palos. Estaban adentro de la casa. Unos atrás de la puerta y otros en la ventana.
—Esto es por gusto que estemos así. Si ellos van a venir con fusiles —, le dijo ella a sus hijos mayores mientras veía a los más pequeños que dormían absortos sobre el piso.
—Por lo menos a uno le vamos a pegar—, le dijo el mayor de los hermanos a la Señora.
—¡Nombre, ignorancia eso! —, contestó ella mientras tomaba el teléfono.
Eran las tres de la mañana. El sistema del 911 reaccionó y le dio instrucciones para llamar a otra delegación cercana a la casa donde se encontraban. A la brevedad posible, los agentes policiales llegaron. Tomaron sus valijas y, de nuevo en carro patrulla, huyeron. Amaneció. La Señora se salvó y dos generaciones con ella: sus hijos y los hijos de sus hijos, cuatro familias. Eran unas 20 personas en total.
Cuarto día. “Salimos de la casa, sin rumbo alguno, solo con la firmeza que debíamos buscar salir del país. Pensamos en cruzar la frontera, ¿pero cómo? Decidimos ir a la Embajada de Estados Unidos buscando ayuda. Nos la pasamos en un centro comercial, sobre la acera. Nos acercamos a la Embajada, pero nos decían que no nos atenderían. Parecía que manifestándonos estábamos, eso escuché que la gente murmuraba. Dimos vueltas y vueltas. A todo eso, yo ni de comer le di a mis niños. Solo unos pancitos. Cada vez perdía la fe de no pasar la noche en la calle. Preguntaba, pedía ayuda, quería un lugar dónde quedarnos. Fuimos donde el Hermano “Toby”; me pidió mi número porque dijo que me intentaría ayudar. Hasta ahorita, sigo esperando esa llamada del hermano. Pero bueno, Dios se va a encargar de él. Me dijeron que tal vez el Cuerpo de Agentes Metropolitanos (CAM) nos ayudaría”.
El cielo tiró el último destello de luz, la noche los alcanzó. Dieron vueltas por la Embajada de Estados Unidos que se ubica en Santa Elena, en la ciudad de Antiguo Cuscatlán, no tan lejos de casa. Quizá pensaron que el lugar, en ese momento, les daba seguridad. La posibilidad de pasar la noche en la calle se convertía en primera opción hasta que agentes del CAM les ayudaron. “Yo no quiero quedarme aquí”, le dijo la Señora al agente que, ante sus gestos de auxilio, paró la patrulla.
Todos fueron trasladados a un parque. Ahí pasaron su cuarta noche.
“Se han ido muchos. Han matado a varios vecinos. Demasiado… Ahí hacen cosas y así se quedan. En estos días que me salí, dicen que han dicho que van a arrasar. Todo ha empeorado desde el año pasado; eso viene que… ¡púchica, qué hombres esos! No tienen el temor hacia Dios, para hacerle mal a la gente. Yo platicaba con uno de ellos y les decía: tengan temor de Dios. Pero ellos me decían: ‘ah, pero la ley es de nosotros. Aquí quién nos puede decir algo’”.
—El día que salió de su vivienda, ¿por qué pensó en llamar primero al 911 y no a la delegación de su colonia? —, le pregunto a la Señora.
—¡Ah!, porque no se les tiene confianza. Al verme sin casa, unos policías me dijeron que me llevaban al 911 de esa colonia de donde me salí. “¡Nombre!”, le dije, “si a ustedes granadas les van a ir a tirar”, porque así dicen. ¡Así dicen!, que granadas les van a ir a tirar.
—¿A muchos de ellos usted los vio crecer?
—Sí, cipotíos. Ahí, todos como de la edad de 11 años. Pero ahora, esos bichos dan miedo. No tienen corazón, quizá. Había veces que llegaban por fósforos, agua, tortillas. Yo les daba.
—¿La extorsionaron?
—Nunca.
—¿Le pusieron renta?
—Nunca, solo me amenazaron y me mostraron las pistolas.
—¿Por qué la amenaza, la insistencia?
—La amenaza es porque mis bichos no se han querido meter a la pandilla. Dijeron que eso lo iban a pagar caro, donde más les doliera a ellos. Mis hijos trabajan en construcciones. Eso es todo lo que hacemos: trabajar, desde que a mi esposo lo mataron hace un par de años. Aún con la muerte de él, no me decidí a salirme. Sabemos quién lo ha matado, hemos vivido con ese remordimiento, pero no podemos hacer nada.
Quinto día. Las vueltas siguieron. La Señora pidió ayuda a la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Alguien le dijo que el programa Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) podría brindarles refugio. Las respuestas no fueron favorables. A la noche, dejaron el parque.
Autoridades policiales confirmaron que la versión relatada era cierta y que ellos le auxiliaron las veces que ella lo solicitó. La Señora llamó, huyó buscando ayuda. Cualquier tipo de ayuda: el Estado, las instituciones no gubernamentales o algún organismo internacional que le amparara. “Ellos tienen un conflicto activo con las pandillas”, se declaró a este medio por parte de una fuente policial. La razón: tendría hijos guardando prisión por estar involucrados con pandillas. Dentro de este relato, la Señora se limitó a decir que el resto de sus hijos estaban en Oriente. Negó que vivieran con ella y omitió relación alguna con las pandillas. Y si hay una falta o una deslealtad o simplemente una orden no acatada, lo cierto es que “sí tienen intenciones de atentar contra ellos”, como la misma fuente policial lo afirma. Algún delito cometido –o tal vez no- presenciado o tal vez solo sea una complicidad no necesaria. Lo cierto es que todos deben pagar.
“¡¿Qué culpa de estos niños de andar así?!”
Una llamada. Se corta. Vuelve a sonar el teléfono. “¿¡Qué espera!? ¡Sálgase! Acuérdese que muchas familias ya no están ahí”. La Señora a los segundos cuelga. Se lamenta mientras agacha la mirada y ve a sus más pequeños. “La chiquita se me acaba de graduar de prepa. La otra está en segundo grado”, comenta entre suspiros. Se ve agotada y lo repite.”Estoy cansada… Esto se ha empeorado más. Supiera usted, el día que me ha tocado. Mis niños han aguantado hambre, tendidos en una calle después de tener una casa. ¡¿Qué culpa de estos niños de andar así?!”, dice.
“Yo salir del país quiero. Siempre me voy a encontrar con aquello de que me los voy a topar: si esos babosos donde quieran andan en carro. ¡Donde quiera! Y eso es lo que pienso. Si andan bien armados, quizá hasta más que la Policía. ¿Cómo hacen? A saber. Yo le digo: si eso va así, en esa colonia no va a poder entrar ni la Policía. Ahí hasta carros robados tienen en la casas, camionetas”.
—¿Y operativos hay en la zona?
—Hay, pero a esas casas no llegan. ¡Va a creer! Como están bien pintaditas, vidrios oscuros. No hay cómo sospechas.
—¿Cómo ven los niños esto?
—Para mis niños, esto es un juego. Como que andamos paseando—, responde dejando sus ojos inmóviles sobre uno de ellos—. Hoy al mediodía me dijo uno de ellos: “mami, vámonos para la playa”. Ay, mi amor otro día vamos a ir a la playa”.
Sin habla por unos segundos. La Señora pareciera estar pensando. Luego retoma la conversación: “Es duro perder todo: lo que uno con tanto esfuerzo ha obtenido. Y yo no voy a traer eso ni aunque diga la Policía que me escolta. Yo no voy. Qué les aproveche a esos babosos”.