En medio del largo y estrecho pasaje de una comunidad que lidia a diario con la violencia, estaba don Rafael acompañado de su hija. Un bastón, su mochila, una gorra era todo lo que cargaba.
7:55 a.m. El centro de votación abrió tan tarde como muchos en todo el país. El tiempo no fue suficiente para ordenar el material que había llegado para uso de las Juntas Receptoras de Votos (JRV). Don Rafael no estaba impaciente y menos confundido por cómo emitiría su sufragio. Pero el voto que haría no era como el del resto de la población. Él, al menos, no vería las caras de cada candidato: leería sus nombres y marcaría en la pequeña casilla asignada para cada uno. Cuando las puertas se abrieron, entró, se buscó en el padrón y se acercó a su JRV.
– ¿Votará con el sistema braille?-, le preguntaron de inmediato.
– Sí.
Un catálogo y unas papeletas dentro de un sobre fueron entregados. Votó.
Don Rafael conoce los nombres de los candidatos, quizá mejor que una persona con sus cinco sentidos bien puestos: ha repasado una y otra vez el padrón electoral donde busca los nombres y la ubicación dentro de la papeleta electoral. Su capacitación se la debe a la Asociación Nacional de Ciegos Salvadoreños a la que pertenece. Dos de sus miembros trabajan para el Tribunal Supremo Electoral (TSE). Ellos se encargaron de dar el paso a paso. Aprendió del voto cruzado y de formas de anularlo.
“Para decirle: yo hice voto cruzado. Tomé dos caras de un partido y dos caras de otro partido, sin tocar la bandera. Porque si yo toco la bandera y quiero votar por rostros de otro partido, anulaba mi voto. Mi voto lo fraccioné en cuatro partes, para ser equitativo, para no votar por tantos rostros”, sostiene.
Aunque los espacios eran pequeños en las papeletas con rostros, para don Rafael no fue difícil el marcar la cara de otro candidato por accidente. Dice que la forma troquelada y la “especie de gradita” que tiene la hoja de papel bond permitió tenerla más fácil.
Cuidadoso, marcó con un puntito la casilla que buscaba. Así logró votar por su cuenta, sin la ayuda de nadie. Ni siquiera necesitó que su hija estuviera orientándole.
“Yo voté solo en la urna. A la par tenía las papeletas y el catálogo donde tenía la información”, describe.
Pero no todos percibieron la nueva modalidad de voto como él: reconoce que dentro de la asociación varios de sus compañeros preferían que alguien de confianza los acompañara. “Es complejo. No es fácil pero tampoco difícil”, contrapone añadiendo que todo está en ponerle atención a las indicaciones. “El sistema está bien, lo que sucede es que esto lo tomaron a la carrera. Y me parece porque tenemos tiempos de tener un montón de gente ahí. La misma, la misma. Hoy está la oportunidad de hacer cambios”.
La enfermedad que le abrió el mundo
2005. Para entonces, don Rafael comenzó a quedar ciego. Le diagnosticaron retinitis pigmentosa, una enfermedad que no se puede detener. Es progresiva. Hasta hace tres años el médico le diagnosticó ceguera total. Fue en ese momento que pierde la posibilidad de tan siquiera distinguir la silueta. “Hasta aquí, se te perdió el último rayo de luz que tenías”, le dijo en ese momento su doctor, cuenta. “Ahora soy una persona no vidente”.
Antes de “comenzar de nuevo”, don Rafael trabajaba en una fábrica de hacer techados. Estaba encargado de la sala de ventas. Pasó año y medio con el problema de vista. Aún cuando sabía que era serio; tenía miedo de ir al médico.
Al complicársele, acude al Instituto Salvadoreño de Seguro Social (ISSS). Ahí escuchó lo que temía pero que no tuvo tiempo ni de imaginárselo. “Él empezó a explicarme la gravedad del problema. Ahí lloré”.
El doctor, en ese momento, fue el pilar del que se apoyó para no derrumbarse. “Aquí comenzás de nuevo –le dijo el doctor-. Vas a seguir haciendo las cosas que sabés hacer, pero con técnica”. Fue en ese momento cuando comenzó a acudir a la escuela de ciegos, no sin antes entrar en una depresión que lo hundió por dos años y medio adentro de su misma casa.
“Yo lloraba en la noche. Renegaba. Cuestionaba por qué”. Obligado optó por poner un pie en la escuela de ciegos. Pero más tardó el tiempo en pasar que él en pensar diferente: “Mi mente iba cambiando. Me ayudó interactuar con los alumnos. Se me fue despejando, se me fue abriendo al mundo”.
La Escuela de Ciegos fue el centro donde, en seis meses, logró leer en braille. Ahí aprendió a hacer masajes, oficio al que se dedica a diario en una clínica de masajes ubicada sobre el bulevar de los Héroes, muy cercana al Ministerio de Hacienda, en San Salvador.
Gracias a esa nueva vida es que dice que su autoestima, de un 100%, alcanza el 95%. “Ese cinco por ciento restante, dice la sicología, es porque no se puede aceptar cualquier tipo de discapacidad por pequeña que sea”.
– ¿Es por la sociedad que se vuelve marginante?, pregunto.
– Sí… Pero por eso me dijeron a mí en la escuela de ciegos que yo no tenía que depender de nadie. Una cosa es depender y otra cosa es necesitar de la gente, de la familia. Pero yo, de mis hijos, no dependo. Si mi hija no hubiera podido venir a votar, yo me hubiera venido yo solo.
– El tener un trabajo, desplazarse, ¿qué hace que ustedes no puedan tener una vida más ligera?
– En los últimos años se ha abierto la posibilidad para las personas no videntes. El sistema braille siempre ha existido, pero hay empresas que si no tienen no pueden aceptar a una persona no vidente. Ahora con la tecnología hay computadoras para que las personas no videntes puedan estar frente a una computadora con pantalla hablada. El sistema Jaws que se controla por el teclado. No por el mouse. Pero las empresas prefieren pagar multas que tener personal de discapacitados. Donde sí está grave es para que la persona se desplace. Hay obstáculos por todos lados.
–¿Cómo cuáles?
–La sociedad, pues ya es nuestra educación así. Pero a veces yo digo: “qué ruta viene ahí”. Y yo sé que a mi alrededor hay gente y nadie dice. Lo pregunto una o dos veces y ahí es donde yo me sorprendo y digo “¡¿Por qué?!”. Pero ni modo, no tienen la culpa de que yo tenga este problema. Pero hay quien que es bien servicial. A veces yo voy caminando y hay gente que se parquea, se baja de su vehículo y me cruza la calle. Y mucha gente me dice: “¿Va a pasar la calle?”. Ahora que estaba esperándola, se me acercaron unas seis personas y me preguntaron: “¿se va a cruzar la calle?”. No, les dije, estoy esperando a alguien. Pero ahí estamos; estamos sobreviviendo.