El Salvador
martes 26 de noviembre de 2024

El profeta de una guerra inevitable

por Pabel Bolívar


Con su asesinato yo estaba dolido, muy dolido. Primero por el dolor de perder no solo a un hermano, sino también un hombre tan bueno, tan santo. Me dolió también porque El Salvador no sabía qué clase de hombre había perdido.

Santos Gaspar Romero es uno de los dos hermanos con vida de Monseñor Óscar Arnulfo Romero, quien fuera asesinado el 24 de marzo de 1980 mientras oficiaba una misa en la Divina Providencia.

Al ser el hermano menor (Óscar Arnulfo era 12 años mayor), lo empezó a conocer a profundidad en su adolescencia, cuando el religioso ya había definido su vocación que, según cuenta Gaspar, provino de «él solito».

De su formación en Roma regresó a El Salvador más delgado y más erudito, pero con la misma sencillez de siempre. Juntos compartieron en la pequeña parroquia de Anamorós, la primera que presidió Monseñor Romero luego de sus estudios en el exterior.

Fue en el contacto directo con la realidad de las personas que se selló su clamor por los más necesitados, quienes rápidamente simpatizaron con él, mientras que sectores de la oligarquía y el ejército lo tildaban de comunista.

Su asesinato, a manos de un francotirador lo vivió con dolor, y la insatisfacción de saber que el país entero «no comprendía la calidad de ser humano que había perdido».

El proceso de beatificación representa para el hermano de Monseñor Romero una «sorpresa que ya esperaba», y recuerda que aún falta mucho camino para perfilar a la iglesia de acuerdo con sus ideales. A pocas semanas de cumplirse el 35 aniversario de la muerte del mártir salvadoreño, su hermano Gaspar relata los episodios más importantes de su vida junto a su hermano.

***

Me enteré de la noticia de la futura beatificación de mi hermano porque un amigo me llamó. Cuando puse la televisión ya había pasado, no alcancé a ver y curiosamente aún no tengo una comunicación oficial de la iglesia que debieron ser los primeros en llamarme.

Pero al fin y al cabo eso no importa porque el anuncio por fin se dio. Fue una sorpresa que yo esperaba, aunque suene extraño. Empecé a recibir llamadas de canales de televisión, estaciones de radio, periódicos y lo más extraño para mí, del exterior: de Argentina, de Londres, de San Francisco California.

Monseñor era un hombre de Dios, había muerto por la fe y a quien el vaticano lo consideraba un mártir, aunque le pese a sus opositores, porque no olvidemos lo que dijo el cardenal Vincenzo Paglia: llegaba mucha correspondencia para allá, kilos de cartas. Pero cada día que me llaman a alguna misa u otra actividad de Monseñor Romero me doy cuenta que son más los que lo aprecian. ¿Cómo fue que se ganó el cariño de las personas? Pues ya le voy a contar.

“¡No vayas tanto a la iglesia, que vas a incomodar al padre!”

Lo conocí de verdad cuando yo tenía 13 años y él regresaba de Roma, porque él me llevaba 12 años de diferencia, yo era el último, el menor, y él era el segundo de los seis hermanos y una hermana.

En Ciudad Barrios, donde crecimos, no había mucho que hacer: luego de estudiar tercer grado había que trabajar. Cuatro de mis hermanos se dedicaron a la agricultura. Como yo tenía apenas 7 años, era el menor y la agricultura era de machete y de fuerza, trabajé como telegrafista, desde los 7 años. Luego de estudiar me fui a ANTEL y aprendí el oficio.

Algo similar pasó con Óscar Arnulfo, según contaba mamá. Cuando él pasó los tres grados mi papá le puso una profesora para que lo preparara para el sexto grado. Además, cuando no estaba en la escuela se iba a meter a la iglesia: iba a rezar y a ayudar al párroco. Todos los días iba donde el párroco y le barría, le trapeaba, le ayudaba a decir misa, y todos los días. “¡No vayas tanto a la iglesia, que vas a incomodar al padre!”, decían mis papás. Así solito le nació la vocación de sacerdote.

Yo tenía solo 7 años cuando mi papá murió y fue mi madre enferma que nos crió. De ellos dos heredamos una disciplina fuerte, típica, hogareña. A los 10 o 12 años ya los cipotes fumaban y se echaban sus cervezas pero ¡ay de nosotros si llegábamos oliendo así! De una vez nos daban con el cincho. A todos nos marcó ese valor llamado disciplina, especialmente a Monseñor.

Nosotros vivíamos en un hogar modesto, sin lujos, pero así salimos. Disciplina y humildad fue lo que lo llevó a seguir con sus estudios.

Era tan aplicado en su labor que un día que llegó al pueblo el obispo de San Miguel, el alcalde le contó que había un niño que tenía vocación. Entonces el obispo fue donde mis padres y le dijo que tenía las capacidades para entrar al seminario, que era lo que él quería. “El problema es el dinero: no tenemos”, dijeron ellos. El obispo le prometió que le daría media beca y así se fue a San Miguel.

Él nunca se propuso metas, su único propósito fue ayudar a los necesitados, brindar una ayuda social. ¿Qué hubiera pasado si no le ofrecen esa beca? Iba a ser carpintero, es más, en sus vacaciones lo hacía; todavía hay unas cosas de él, unas puertas que él hizo. Aunque estaba empezando era bueno.

Mi vocación fue otra, el telégrafo. Cuando él vino de Europa, me dijo que tenía que terminar la primaria. Él me sostuvo económicamente un tiempo, me pagó el colegio Marista. Me dijo que siguiera estudiando pero no me gustaba mucho que cargara con mis gastos, así que mejor me fui para San Salvador a ejercer como radiotelegrafista.

Sus amigos le decían que por qué yo no entraba al seminario. Yo les respondía que podría ser sacerdote, pero no un buen sacerdote; no me gustan muchas cosas, como por ejemplo, la idea del celibato.

Estudioso de los archivos del Vaticano

Luego de terminar sus estudios de seminarista en San Miguel se fue para Roma, en la Italia del dictador Benito Mussolini, en medio de la Segunda Guerra Mundial. Coincidió en que El Salvador le declaró la guerra a Alemania y a Italia, como pasó en toda América.

Cuando no estaba estudiando salía modestamente a ayudar a los pobres que estaban afuera. En tiempos de guerra hay hambrunas, bombardeos y gente despedazada, él salía con el poco alimento que les daban en el Vaticano y repartía lo que le alcanzaba.

Él siempre fue muy inteligente. Una vez terminados sus estudios pidió permiso para adentrarse en los archivos del Vaticano. Ahí es donde se convirtió en un estudioso a tiempo completo, en esas bibliotecas que no están al alcance del público.

Salió de Roma y llegó a Cuba con otros compañeros. Como venían de Europa para América creyeron que eran espías y los investigaron como seis meses. Tenían tanta gente ahí en la misma condición que nosotros que casi no había alimento, la pobreza con la guerra no alcanzaba a darle alimento a tanta gente. Vino muy delgado.

Los años en el exterior no lo cambiaron en nada; eso sí, lo pulieron en su intelectualidad y avanzó en su humanismo. Volvió como siempre: muy atento, muy respetuoso con toda la gente, pero más con los pobres.

Regresó al país en 1943, a la parroquia de un pueblito que se llama Anamorós, donde lo quisieron tanto que casi no lo dejan irse; así fue él casi siempre donde estuvo. Luego se trasladó a San Miguel su estancia más larga, como secretario del obispo, donde estuvo 20 años. Pasó a San Salvador donde estuvo 7 años antes de ser nombrado, en 1970, como obispo auxiliar de esa diócesis.

El “profeta” de una guerra inevitable

El país ya había entrado en una época turbulenta. Empezaban las primeras grandes huelgas y represiones. Había pasado el conflicto con Honduras y la toma de la universidad, a lo cual Óscar Arnulfo estaba atento, pero nunca se metió a la parte política.

Cuando lo trasladaron a la diócesis de Santiago de María ya secuestraban personajes, tomaban edificios y embajadas. Solo tres años después, en 1977, lo nombran arzobispo de San Salvador.

A mí me alegró que él estuviera más cerca, recuerdo que yo le ayudé a traer las cosas desde ese departamento de Usulután. Monseñor también se sentía más tranquilo porque ahí ya veía avanzar una señal de guerra. Me lo dejó más claro cuando platicamos al llegar a la capital.

Gaspar Romero

“La guerra no la detienen. Desde hace tiempo he hablado con los dos bandos y la salida que tienen es que dialoguen, de lo contrario el camino es de guerra, y después de la guerra vienen cosas peores”, me dijo. Cabal, eso fue lo que pasó, si no mire cómo estamos ahora, casi igual o peor que durante el conflicto.

Nunca fui de dar consejos, pero solo atiné a decirle que tuviera cuidado porque secuestraban a grandes personajes, a sacerdotes.

Realmente en esa época tan difícil había pocos como él. Estaba la figura de Rutilio Grande, de quien era conocido, no tan amigos, pero compartían un poco el pensamiento. Grande fue el que hizo la ceremonia para ponerle el mandato arzobispal.

Él era un poco más radical, pero yo nunca temí que mi hermano siguiera el camino. Rutilio ayudaba a los campesinos y hasta seguía las tomas de tierra en Aguilares, zona de cañales, y por eso lo mataron.

En los años previos al conflicto el país estaba dividido, pero él siempre recordaba que no era una persona política. Se llevaba con personas de la derecha y de la izquierda.

Tuvo amigos muy poderosos económicamente, tanto que cuando él llegó a San Salvador lo recibió una delegación de altos personajes que le habían preparado una residencia para que él estuviera cómodo, en la colonia San Benito. ¿Quiénes eran esos personajes? Los recuerdo como si fuera ayer, pero los nombres pero prefiero no decirlos.

Al principio estuvo viviendo en el seminario y luego se pasó a una parte más humilde de la Divina Providencia. Hubo gente que le ofreció unos lugares de paseo, él no los aceptó.

Nunca se llevó con los militares ni con el gobierno. No por ser militares, sino porque cuando mataron a Rutilio él le reclamó al presidente que lo investigara, a lo que dijo que iba a cumplir al término de 30 días. Pasó un mes y él lo decía en las homilías del domingo: “Como el señor presidente no me cumplió lo prometido, a partir de ahora yo me aparto de la cúpula militar y no voy a asistir a ninguna ceremonia oficial”. Como demostración de dolor dijo que iba a hacer la famosa misa única, como protesta del incumplimiento.

Con dirigentes de la izquierda no se llevaba, no tenía amistad con ninguno. Tenía contacto con ellos cuando, por ejemplo, llegaban personas a buscar su ayuda en casos de que un familiar resultara desaparecido.

Durante la Junta Revolucionaria de Gobierno, en 1979, se puso contento porque podía cambiar la situación. La gente que se manifestaba era masacrada, iban por el parque, los ametrallaban y quedaban 50, 100 muertos. No se metía en la reforma agraria, no creía que con estas medidas se lograra apaciguar la situación, prueba de ello fue su muerte en los meses siguientes.

Yo estaba trabajando cuando a eso de las 6 p.m. me avisaron. Fui para la policlínica, y al llegar había unas tres gentes, pero al ratito la radio difundió la noticia y ya no se podía entrar. Mis hermanos, desconsolados, también aparecieron.

Yo estaba dolido, muy dolido. Primero por el dolor de perder no solo un hermano, sino también un hombre tan bueno, tan santo. Me dolió también porque El Salvador no sabía qué clase de hombre había perdido.

Con su asesinato comenzó la guerra. Ese mismo me tocó ir con unos sacerdotes a la Auxiliadora a las diligencias de los servicios fúnebres. Bombas estallaban, quedaban zonas a oscuras, balaceras por todos lados. Cuando llegamos a la funeraria no nos querían dejar entrar, tenían miedo.

Si él hubiera querido, se evitaría su asesinato. “Yo sé que me iban a matar. El Papa me envió razón con el nuncio de Costa Rica; dijeron que tenían conocimiento en el Vaticano de mi asesinato”, dijo. Le ofrecieron trasladarlo a otro país, a darle seis meses de vacación o el mismo retiro.

“Dígale al papa que le agradezco mucho pero yo me quedo con mi gente, me quedo a defenderlos”, respondió. Él estaba consciente de que lo iban a matar.

La guerra con o sin él se iba a dar, no la iba a parar. Era un mediador que profetizó que la única forma de parar la guerra era con el diálogo, pero la guerra ya no se detenía.

Después de la muerte de Monseñor Romero

Mi vida después de ese 24 de marzo de 1980 estuvo marcada por el dolor del duelo; al principio hubo persecución. Yo creo que el gobierno le tenía miedo aún después de muerto. No tenía armas pero tenía la voz que era muy elocuente orador, y ese fue su legado.

La casa donde yo vivía permanecía vigilada día y noche, veían quién entraba y quién salía. Me afectaba moralmente porque la gente que quería ir a visitarme no podía. No me quitaban el ojo de encima, y yo bien tranquilo, no tenía ni un arma, ni siquiera una navaja.

Pasó la guerra, los Acuerdos de Paz y luego la vida democrática, y lo que más risa me da es que un partido anda diciendo que van a hacer monumentos a mi hermano y ni siquiera han hecho acto de contricción por su asesinato. Eso debieron haberlo hecho hace 20 años, ahora están queriendo alabar su figura porque es periodo de elecciones.

No solo en la clase política la figura de mi hermano resulta incómoda. Hay parte de la iglesia católica que así se siente, sino ¿por qué esos kilos de cartas en su contra?

Yo creo que hay algunas iglesias que reivindican su legado, su ideal de lo que debe ser la fe, pero aún falta mucho, si no mire usted quiénes están ahí en catedral…

Gaspar Romero