El golpe de 1979, último en la historia de El Salvador, determinaría el empedrado rumbo del país durante los próximos 12 años. El ascenso al gobierno de los militares «progresistas», apoyados por una coalición de partidos políticos, contó de entrada con el recelo de las dos fuerzas políticas en contienda: el sector dirigente del ejército y los grupos guerrilleros, quienes lo veían como una fase transicional, ya sea hacia un nuevo régimen represivo o hacia la construcción del socialismo.
Entre esa gama de personalidades políticas que participaron de las distintas juntas de gobierno, resalta uno en particular, encargado de realizar la reforma agraria que tanta furia despertó en la oligarquía: José Antonio Morales Erlich.
Alcalde de San Salvador durante dos periodos (1974-76 y 1985-88), vivió la guerra en una trinchera distinta a la de sus hijos, guerrilleros de las FPL. Pese a ser non grato aún durante los 20 años de gobierno de ARENA, nunca renunció a hacer realidad sus ideales de igualdad y justicia social, por eso, a las puertas de cumplir 80 años de edad, opta por una curul en el Parlamento Centroamericano para las elecciones del 1 de marzo, convencido de que la unidad de los países del istmo es una tarea urgente. Esta es una parte de sus memorias.
“Nací en Santa Ana, el 3 de julio de 1935. A los tres años nos fuimos para Mejicanos (San Salvador) a una finquita que tenía mi abuelo, para los miembros de la familia que estábamos una en situación económica difícil.
No había agua ni luz ni televisión, pero se gozaba mucho con la naturaleza. Mi papá era trabajador de aduana y mi mamá sembraba yucas, tomates, papas y güisquiles en sus diez manzanas de tierra. A veces nos pagaba el colegio con verduras a los curas del externado San José, ahí nos fue sacando a todos. Fueron personas que se la jugaron por sus hijos. Se superaron y nos sacaron adelante.
Estudié en el Externado San José. En el grado mío había, por un lado, millonarios como Ernesto Regalado, Roberto Matis, Moncho Sol, y otros más pobres, como Roque Dalton o Ramón Ávalos. Pero todos nos llevábamos muy bien porque las diferencias ideológicas no existían en ese entonces.
Con Roque fuimos compañeros desde primer grado del colegio, y en la universidad compañeros de la facultad de Derecho. Era Roque García aún, y vivía con su mamá en la 5 de Noviembre. Ya desde adolescente tenía esa inclinación por las letras. Me acuerdo que en el cuarto curso nos pusieron a hacer un trabajo, y él llegó con uno que se llamaba “La leyenda del Horcón”, ya empezaba a escribir. En la universidad nos echábamos los tragos junto a Luis Domínguez Parada. Los que nos diferenciaba era que a unos los llevaban en coches de caballo y a unos en bicicleta, pero Roque y yo íbamos a pie.
Decidí estudiar Derecho en parte porque mi abuelo había sido magistrado de la Corte Centroamericana de Justicia en Cartago, Costa Rica, Manuel Inocente Morales. Además era la carrera más económica, fuera de comprar unos libros, no había que gastar en utensilios de médicos y cosas así.
Combiné trabajo y estudio, por necesidad económica. Desde que tenía 18 años entré a trabajar en las Federaciones Familiares, luego como fiscal de planta en Ilobasco primero, después en Berlín, Zacatecoluca, hasta que me forjé un lugar como fiscal específico en el juzgado cuarto de lo penal de San Salvador.
Desde los años cincuenta este paisito era bastante problemático. Imagínese que para esa época en que fui fiscal teníamos el índice de homicidios más altos de América, solo que en aquella época era un esquema más de “cowboy del oeste” y “charro mexicano”, que sacaban la pistola o el machete con mancuernilla y se mataban en cada fiesta.
Siempre fui de aprovechar la juventud para dar grandes pasos, y así jovencito, con 22 años, me casé sin haber terminado la carrera. A Marina Carbonell la conocí en una de tantas fiestas a las que se asistía en esa época. Eran cumpleaños, fiestecitas que se hacían en las casas; había una vitrola donde ponían discos y a veces hasta se bailaba; claro, siempre las madres estaban ahí presentes. ¿Que si me costó convencer a Marina que se casara conmigo? Pues sí, pero al final no le fue difícil aceptar porque yo tenía fuerza en eso.
De los primeros años como aprendiz de abogado no me puedo quejar, fueron invaluables en mi ejercicio posterior, y guardo anécdotas imborrables. Una de las más importantes fue en la corte marcial contra los golpistas de 1972, donde yo fui el defensor. Después que yo hablé hubo un receso, entonces Julio Eduardo Jiménez Castillo, penalista de fama en ese momento, se acercó y me dijo: “ya la metió con vaselina”.
Pero lo que nunca voy a olvidar es el veredicto: “Después de lo dicho por el doctor Morales la defensa no tiene nada más que agregar”. Esa fue la cosa: ambiente conmocionado, militares llorando y los golpistas (entre ellos Napoleón Duarte) salieron libres.
Su entrada a la política
¿Cómo llegué a ser defensor de la figura máxima de la democracia cristiana? Es sencillo: porque después de mi familia, la política ocupó un lugar especial en mi vida, hasta hoy.
Entré a la Partido Demócrata Cristiano por mi propia cuenta, tres meses después de haberse fundado. Llegué solo al partido, me fui a inscribir y empecé a acercarme, a trabajar desde abajo.
Me motivaron los principios y valores que la Democracia Cristiana planteó al fundarse. En la universidad no me metía en “volados” políticos. A los estudiante les decían incendiarios, pero ya de doctorados eran bomberos, apagafuegos, porque cuando empezaban a ganar dinero se plegaban a los poderes económicos.
Yo no, yo me metí a la política una vez doctorado, ahí estaban mis principios. Estaba en contra de las dictaduras militares, defendía la justicia social, y me parecía que el partido Demócrata Cristiano era el que lo lograría.
Trece años después de que entré al partido, como vigilante de urna en las elecciones de 1962, me postulé como acalde de San Salvador. Ya tenía recorrido: había sido síndico, fui del departamento jurídico del partido y luego de la comisión política.
Fui electo para el periodo 1974-1976 con el 58% de los votos. Lo más llamativo de esa gestión fue haber dejado a San Salvador libre de vendedores ambulantes. Recuerdo las primeras planas de los diarios que resaltaban a toda la gente deshaciendo los telachos porque al día siguiente entraban al mercado.
“Renace un templo”, “Iglesia sin un solo vendedor”, resaltaban los medios mientras mostraban en fotografías a los vendedores entrando al mercado central con sus imágenes del sagrado corazón.
Yo siempre jugué con la participación ciudadana integral. Eso valió de que me fuera bien pero que el gobierno arruinara todo. Nunca ofrecí obras, ni prometí esto y aquello, yo ofrecí trabajar hombro a hombro con la ciudadanía.
En el año de 1976 iba a la reelección, pero el gobierno tuvo miedo porque decían que iba para presidente. Me boicotearon la candidatura a alcalde. Antes había que someter el presupuesto municipal a la gobernación y al Ministerio del Interior, esa vez me lo cambiaron todo: aumentaron sueldo a todos los empleados municipales por decreto de arriba, no de la alcaldía, y me bajaron la partida para aseo, que era de 2 millones, a 200 mil colones. Yo me fui a quejar. “Mirá esto es una locura, ¿qué pasa? ¿Cómo vamos a manejar los camiones sin gasolina?”. “No, si es que esto es para que perdás las elecciones”, me dijeron en gobernación. A ese cinismo llegaban.
El hombre más odiado por la oligarquía salvadoreña
Me tocó cambiar el cassette. Ya teníamos las elecciones de 1977 encima y había que empezar a organizarnos. En la UNO (Unión Nacional Opositora, coalición donde participaba el PDC con otros partidos) hicimos el experimento de llevar un militar de candidato y como a nosotros nos tocaba la vicepresidencia, la comisión política hizo un experimento conmigo: ofrecerme ese cargo. “¿Qué va a pasar? No sabemos pero es una oportunidad para llevar nuestro mensaje”, me dijeron. Lo que pasó fue que me echaron del país luego del fraude que nos hicieron en las elecciones.
Me exilié en Costa Rica durante dos años, y regresé al país en 1979 a dar una batalla de medios de comunicación contra el presidente Carlos Humberto Romero. Ya en ese vendaval que representó el golpe de Estado, fui parte del Foro Popular que propuso a Guillermo Ungo para la primera Junta Revolucionaria de Gobierno.
Yo entré a escena hasta inicios de 1980, cuando fui el encargado de la reforma agraria durante la segunda junta.
Toda la empresa privada se unió en contra, los diarios me tildaban de ladrón, hubo tres atentados en mi contra. Yo andaba en las cooperativas, en la televisión, defendiéndola.
Las expropiaciones se hicieron rápido. Se tiró la ley y el ejército fue a la toma de posesión de las tierras. Yo andaba visitando las expropiaciones, y era consciente del peligro. Mientras otros hablaban de cambios solo de la boca para afuera, yo me paré y defendí la reforma públicamente.
Tomamos medidas fuertes porque supimos de primera mano los abusos de los oligarcas. En Sonsonate, por ejemplo, los Salaverría se llevaban todo el ganado para Guatemala; cuando nos dimos cuenta mandamos el Ejército. Me llamó el veterinario de los Guirola para decirme que llevaban todas las vacas de raza al rastro, y entonces fuimos a agarrarlas.
Era una oligarquía agroexportadora, en muchas haciendas los trabajadores no se podían acercar a 200 metros de la casa patronal. Donde los Guirola, en Hacienda La Carrera, se reunía Somoza y varios presidentes a echarse los tragos. Tenían cocodrilos, leones africanos, una cosa impresionante.
Por un momento fui el enemigo número uno de la oligarquía salvadoreña. Una vez me llegó de Alemania un artículo que se titulaba “El hombre más odiado de El Salvador”. “Lo odia la derecha porque ha hecho unas reformas…lo odia la guerrilla porque le ha quitado las banderas, es más revolucionario que ellos, lo odian los militares porque lo consideran comunista” decían.
Maquiavelo decía en El Príncipe que “El hombre olvida más rápido que le quiten la mujer o que le maten a un hijo que a que le toquen la tierra”, de ahí viene el odio de estos babosos. Pero cuando usted trabaja por el pueblo tiene que jugársela por el pueblo. Cuando se tiene poder político hay que hacer cosas en beneficio de los demás.
Esas reformas, así como la nacionalización de la banca que también lideré, hicieron que la gente explotara y yo nunca he andado con miedos ni escondiéndome de los volados.
Mi vida corrió peligro, el día mismo que le pusieron una bomba al coronel (Arnoldo) Majano, había otra para mí, pero ahí dio la casualidad que el capitán Ávila era concuño de Armando Avilés y me dijo “esa bomba va para vos, cambiá de calle”. Otras dos que fueron descubiertas en el Estado Mayor. Eso era normal.
Las tensiones sociales, lejos de bajar, estaban más candentes que nunca. Los partidos entraron a la época de las catacumbas y sesionaban a escondidas. Eso llevó a que mis hijos y yo estuviéramos en trincheras distintas. Ellos, Carlos Eduardo y José Antonio, fueron guerrilleros y se integraron desde la juventud a las FPL.
Me apoyaron en la campaña del 77 pero después me dijeron “no mirá, no podemos seguir en esto”. En el exilio me mandó a decir el general Romero que mis hijos estaban “muy fichados” y les podía pasar algo, que mejor los sacara del país. Los mandé llamar a Costa Rica y llegamos a la conclusión de que cada quien tenía que seguir su camino. Ellos creían que las armas eran el único recurso. Yo creía lo contrario.
Todos en casa aceptamos su decisión porque pensamos que el amor de familia va a estar por encima de todo.
Los dos estuvieron presos, con todo lo que eso significa. José Antonio estuvo un año y Carlos Eduardo dos. Él pasó enmontañado casi toda la década. Lo agarraron cuando vino a armar una reunión con Facundo Guardado y Gerson Martínez aquí en la casa. Estuvo acá unos días. “No vaya a ser que te jodan a vos”, me dijo. Si yo hubiera estado joven a lo mejor hubiera estado ‘sampado’ en la guerrilla. Eran momentos bien yuca.
Alcalde por segunda vez y su vida durante los 20 años de ARENA
En 1985 volví a postularme para la alcaldía y volví a ganar. En ese periodo elaboré el Código Municipal para meterlo a la Asamblea Legislativa, también la ley de creación del Isdem, metí el Fodes. Luego llamé a los alcaldes y les dije: organicémonos para defendernos del gobierno central y para podernos proyectar mejor, de ahí nació Comures. Todas esas normativas se aprobaron durante mi periodo.
Sin duda alguna, el momento más difícil fue durante el terremoto de 1986. Yo estaba en una reunión de alcaldes en la alcaldía de Santa Tecla. Se sintió el cachimbazo pero creíamos que era un temblor más, y continuamos la charla. En eso se me acercó un baboso que andaba conmigo y me dijo lo que pasaba. “Mejor cada uno para su pueblo para ver si había habido algo”, le dije a todos. Cuando llegamos a San Salvador había edificios caídos, el chorro de carros para afuera y era jodido porque el epicentro estuvo ahí por San Marcos, fue a San Salvador que le cayó. A esas alturas tocó empezar a trabajar en todas las comunidades.
No fui un actor destacado en el proceso previo a la firma de los Acuerdos de Paz: trabajé en la elaboración a las reformas a la Constitución. Como tenía hijos en la guerrilla no confiaban en mí y no fui negociador.
Sí hubo reuniones con ellos. En 1989 hubo un encuentro para ver qué se podía hacer en lo económico, en lo social. Fue en Managua, estaban Schafick, Norma Guevara, Roberto Cañas y el «Perico» Jovel. No nos dijeron nada de la ofensiva. Ya cuando llegamos al país estaba aquella cosa, y no pude venir a mi casa.
Yo nunca fui un enemigo acérrimo de la guerrilla, pero creía que estaban equivocados. La paz para el FMLN es importante pero no principal. Importante porque le permite ante el mundo proyectarse como negociadores, pero no principal porque ellos creían que iban a ganar la guerra.
Durante los gobiernos de ARENA estuve alejado de la función pública, ejerciendo la profesión. ¿Quién me iba a dar empleo con ARENA? Fui diputado del Parlacen de 1996 al 2001. Luego regresé, tuve un par de empleítos chiquitos en la Procuraduría.
La política, trinchera permanente
Pese a las situaciones adversas en ese periodo, nunca abandoné la lucha política. Yo luché por reunificar a la Democracia Cristiana, de 1996 a 1997. Ya teníamos todo el protocolo de entendimiento, el lanzamiento público, hasta que llegaron aquellos muchachos, como Ronald Umaña y otros, y nos dijeron “ah no, miren, quiero decirles que ya no seguimos en esto. Si quieren un puesto en la comisión política se los damos. Fíjese que hasta candidato a la presidencia tenemos”. Era Rodolfo Parker. Ya los babosos habían negociado debajo de aguas. En cada organización salen tipos así y con ellos yo no me mezclo.
Luego estuvimos viendo qué se podía hacer por el país. Participé de Acción Popular y otros esfuerzos, pero había que formar algo nuevo, con trance ideológico. Nos juntamos gente de la Democracia Cristiana, de Iniciativa Ciudadana, de la Social Democracia, y así armamos el Cambio Democrático.
Aquí me tiene de nuevo, como en 1961, queriendo construir país. ¿Por qué estoy ahora de candidato al Parlacen? Porque sin consultármelo me metieron al congreso nacional del partido y ahí me eligieron.
Yo nunca he pensado en una candidatura. Siempre me han llevado los partidos, no yo. Lo mismo me pasó las dos veces que fui alcalde y cuando fui candidato a vicepresidente.
La creación de una sociedad más justa y equitativa, que lleve a una mayor nivelación y eliminación de la pobreza, es lo que me ha movido a aceptar cuanto cargo se me ha ofrecido.
Es triste ver cómo un hombre baja con su cargamento de jocotes de corona y va a venderlo en la mañana y después uno lo ve regresar con un botellón de coca cola, una hamburguesa y papitas. Más pobre de como bajó. El consumismo nos ha fregado, ahí tiene mucha basamenta las maras, que creen que tienen derecho a tenerlo todo de cualquier forma.
Soy un convencido de la necesidad de la unión centroamericana porque tanto Estados Unidos como Europa nos han dicho que país por país no somos viables. ¿Cómo se le hace frente a la globalización? Haciendo unión entre partidos y competir de la mejor forma con los capitales transnacionales. Esa es la lucha permanente de mi vida.