El cementerio Los Ilustres, incrustado entre un mercado, barullo y calles agrietadas, es una ciudad dentro de la ciudad. Está organizado por avenidas y cuadros, segmentados en pequeños pasajes donde reposan sus habitantes, algunos desde hace más de 165 años; otros, en cambio, permanecen vivos mediante sus epitafios, esas últimas palabras, frases o microhistorias dedicadas a reafirmar su presencia, en este mundo o el otro.
Compuesta por las voces epi (sobre) y taphos (tumba), un epitafio significa inscripción puesta sobre una tumba y ha sido extensión de distintas celebridades y personajes determinantes en la historia. Winston Churchill (Estoy dispuesto a encontrarme con mi Creador. Si mi Creador está preparado para la gran prueba de reunirse conmigo, es otra cuestión), Frank Sinatra (lo mejor está por llegar) o el del escritor español Miguel de Unamuno («Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo»), son algunos ejemplos del significado vital de los epitafios.
Esta misma necesidad de expresión, de agradecimiento o simplemente de definir con unas pocas palabras la esencia de una persona está también reflejada, como no podía ser de otra forma, en los salvadoreños. En una tarde soleada, el crujir de las hojas secas derramándose y el olor del ciprés que si te le acercas mucho embriaga, nos dejamos engullir por el libro abierto que son los difuntos y sus epitafios.
“Solo los poetas escriben algo bonito”
Somos conducidos por doña Paquita y doña Rosa, “las regadoras” del cementerio, desde hace más de 40 años. La primera madre de 10 hijos y la segunda de 9, a los cuales criaron aquí, entre muertos. Con su palangana, detergente y escoba en mano, se saben de memoria cada recoveco de Los Ilustres. Doña Rosa, acompañada de su hija, habla con más soltura, y esperamos nos dé una pista sobre dónde podemos encontrar los epitafios más llamativos:
-Como que ya los sentía venir a ustedes, estamos buzas. Si aquí ya nos hemos llevado varios sustos, no de los muertos, son los vivos los que asustan.
Su rostro curtido por años de trabajo y crianza se frunce al recordar cómo un joven, creyendo que andaba dinero, casi la estrangula pero ella, que tenía una cubeta en la cabeza se la dejó caer llena de agua y así lo ahuyentó.
Doña Rosa sorbe el poco café que le queda en la taza y se levanta poco a poco. Hace dos semanas realizó un movimiento forzado que la dejó con dolores hasta hoy. Cuando le pedimos orientación sobre los epitafios, se lleva su mano izquierda a la cabeza y, luego de unos segundos, responde con su voz aguda:
-Fíjese que quizás los poetas escriben más bonito, o los políticos, pero yo no veo muchos, así como diferentes. Pero vamos yo lo llevo a ver unos antes de seguir limpiando.
Nos deja justo enfrente del mausoleo de la Sociedad de Asistencia Italiana, que se encuentra coronado por una la loba que alimenta a Rómulo y Remo, los hermanos fundadores de la capital de ese país europeo.
Partimos solos y no es muy difícil observar distintos tipos de epitafios que bien se pueden ordenar por categorías. Los más frecuentes son los que nos atrevemos a llamar comunes (quizás doña Rosa tenía razón), a precio de herir algunas susceptibilidades porque ese misma simplicidad puede representar todo para un ser querido. “Q.D.D.G” “Q.E.P.D.” “Con cariño” “R.I.P.”, “Recuerdo de sus hijos”, “Recuerdo de su esposo”, Recuerdo de su esposa”, predominan en las planicies, los valles y los cerros de Los Ilustres.
Siempre en esta misma categoría, predomina el epitafio religioso, particularmente referidos a la tradición judeocristiana. Los salmos, proverbios o simplemente el poner a ese ser querido en manos de Dios es algo importante. Sin embargo hay un pasaje que se repite sin cesar: Juan 11:25, referido a la resurección de Lázaro de Betania, cuya pestilencia después de cuatro días de muerto había inundado la casa de sus hermanas Marta y María. “Dícele Jesús: Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá”.
El amor y el afecto como dedicatoria es otro de los motivos principales de los seres queridos para formular el epitafio. “Ricardo Cañas Carranza. Su amor fue su esposa, hijos y nietos”, “Te amará nuestro amor por ti eternamente” en honor a Bernabé de J.Flores. “Goza de tu eterna paz cerca de Dios, que nosotros seguiremos cuidando con ternura la llama votiva de tu recuerdo hasta el final de nuestras vidas”, de parte de los padres y hermanas de “Memito” Orellana, un niño de mejillas y cejas prominentes.
El diálogo también forma parte de los mensajes de amor, que se entremezclan con las alusiones religiosas:
-Triste quedó nuestro hogar sin su sombra querida inútilmente lo lloramos…se fue dejándonos el ejemplo de sus virtudes y la bondad de su corazón.
-No lloreis, voy a unirme con Dios y os espero en el cielo yo muero, pero mi amor amé en la tierra y velaré por vosotros. Su amor fue la familia, su pasión el trabajo y la divisa el deber”
Vamos de aquí para allá, rastreando desde las tumbas más humildes hasta las que parecen casas de habitación. De salto en salto vamos llegando de a poco a las moradas de algunos personajes famosos. De la tumba del mayor Roberto d’Abuisson, quien murió de cáncer en 1989, resalta su busto resguardado entre rejas. Hoy han dejado un refresco a medio tomar, en una bolsa. “Presente por la patria” es el lacónico lema que marcó al partido que fundara en 1983.
A escasos 20 metros de distancia, sin busto, pero más visible a quien pasa desde la calle, está su antítesis. Shafick Handal, dirigente histórico del FMLN y el PC salvadoreño, le dejó a sus seguidores y detractores unas palabras más extensas que D’ Abuisson: “Que me recuerden como he sido: un luchador por mi pueblo”. Similares a los del dirigente comunista vemos varios homenajes a quienes abrazaron la causa guerrillera o el clamor por justicia social, en distintos momentos de la historia.
Francisco Morazán es uno de los centros gravitacionales del camposanto. Su tumba no es lujosa, pero sí está plagada de dedicatorias. Uno de los líderes liberales más importantes, que abogó hasta el último momento por la integración centroamericana, lo consienten los hondureños y salvadoreños, desde estudiantes, expresidentes e intelectuales, quienes también honran a la esposa del caudillo, Doña María Josefa Lastiri de Morazán. “Lego mis restos al pueblo salvadoreño en prueba de mi predilección y reconocimiento por su valor y sacrificio en defensa de la libertad y la unión nacional” reza el epitafio del prócer.
En la parte del cementerio que bordea una quebrada sucia y a medio llenar, hay tres figuras, de distintos ámbitos y perspectivas ideológicas: el coronel del batallón Atlacatl, Domingo Monterrosa; Farabundo Martí, fusilado el 1 de febrero de 1932 en medio del levantamiento campesino que sacudió al país, y el escritor Alberto Masferrer. ¿Qué une a figuras tan disímiles? El silencio. Salvo el popular “Recuerdo de…” prefirieron abstenerse de comentarios, dejándole a la historia que hable de ellos por sí misma.
Una pareja deambula con una botella de gaseosa por todo el cementerio hasta que los perdemos de vista. Minutos después aparecen apurando el paso y, atrás, un agende policial. “Tuve que decirles que se fueran porque estaban tomando licor”. En estas épocas del año, debido al plan Belén, destinado a garantizar seguridad a la población, se dobla la presencia policial en zonas como esta, cercana al mercado central.
La última tumba por donde transitaron fue la de la familia Llort, en la que, si bien no hay palabras, predomina el lenguaje pictórico: delfines jugueteando en la arena, delfines simbolo de conversión, de sabiduría y prudencia.
Si aquí las palabras fueron las grandes ausentes, el epitafio del ingeniero Marco Antonio Hasbún es una declaración de principios culturales e históricos. “En esta capilla se encuentran los restos de las personas que dieron origen a nuestro existir. Aquí yacen las raíces de nuestra religión, de nuestra cultura, de nuestros principios, de nuestras creencias, de nuestra identidad, de nuestra raza, de nuestra misma forma de ser. Rendir tributo a nuestros antepasados, no es más que confirmar el orgullo de poder ser fruto de estas raíces. El hijo digno está en la obligación moral de transmitir, perpetuar, heredar y conservar esta tradición de respeto para quienes únicamente han partido antes que nosotros”. Mediante los epitafios (¿o acaso un poema?) podemos leer la diversidad cultural que templó la identidad salvadoreña, una identidad que también es china, musulmán, italiana, estadounidense, masónica, judía, etc.
El carácter intimista y didáctico de estos epitafios contrasta con el tono universal de los que llamamos “epitafios gremiales”. Aquí, doctores, motoristas o grupos de maestras rinden agradecimiento algún colega cuya labor fue, según ellos, significativa. «Eterna gratitud del personal docente y padres de familia del Kindergarden ´’Lucila Trujillo V. de Elías’ a la distinguida maestra Lucila Trujillo V. de Elías».
En esta categoría sobresale el epitafio del doctor José Rosales. “En el septuagésimo quinto aniversario de su fundación, pacientes y personal del hospital que orgullosamente lleva su nombre, le rinden tributo a su benefactor, asegurándole que el gesto del hombre y el caballero ha de perduraren el corazón de los salvadoreños”.
El mismo policía que sacó a la pareja que olía a alcohol nos dice que salgamos, que ya es hora de cerrar, que disculpen. Antes de acatar su orden, nos fijamos en un grafiti inscrito detrás de una tumba. En el suelo, flores mezcladas con polvo y piedras, y una pequeña cruz. “RIP. Calavera Danger 11 sovervio.” Epitafio rústico, marginal que dice y esconde muchas cosas. Quizás estaba equivocada doña Rosa cuando dijo que solo los poetas escriben.
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Fotos D1: Salvador Sagastizado