El televisor prendido y estacionado en una película de esas malas pero que entretienen. En la sala papeles, libros, una lata de refresco y una alfombra redonda. La desidia acumulada durante más de una semana se había acabado, estaba dispuesto a acabar con esa vorágine personal. Pero de repente, a eso de las 9:50 p.m. vinieron los 26 segundos más movidos desde mi llegada a El Salvador.
Un terremoto de 7.3 grados en la escala Richter sacudió el país este lunes, cuyo epicentro se dio frente a la costa de Usulután, en la zona oriental del país. El sismo también se sintió en Costa Rica (mi país natal), Nicaragua y Honduras, sin consecuencias mayores en la población de estos países.
Fueron 26 segundos como un aguijón a la memoria de un país que hace 28 años, en plena guerra civil, cimbró por todo lo largo y ancho de su geografía. 26 segundos que encendieron las alarmas del recuerdo después de que en 2001 otro crujir terrestre de 7.5 grados mató a 2,000 personas y sepultó a un poblado entero en Santa Tecla.
Estaba solo cuando empezó el estremecimiento. Mi debut en movimientos telúricos de esta clase en territorio salvadoreño, no tuvo otra compañía que los rumores lejanos y un clima fresco que ahuyentó los conatos de lluvia. Paré la limpieza de la sala y, con bolsa negra de basura en mano, apliqué mi protocolo personal: con los primeros movimientos me senté en el sillón naranja que está frente al televisor y esperé a que pasara.
Durante los primeros 12 segundos los movimientos de la tierra fueron desordenados pero leves, y daba para pensar que era un sismo de rutina. “Ya va a pasar, ya va a pasar” dije para mis adentros con el mismo desgano que tenía para las labores de limpieza.
Pero lo que vino después borró los anhelos de calma y la ansiedad arrebató mi estado de ánimo. Sin moverme aún del sofá, soporté la brusquedad, los bamboleos y las paredes perdiendo ligeramente el equilibrio, en plena brega contra la fuerza de la naturaleza. Afuera se oían los gritos de mis vecinos (una madre con su hija) y los ladridos de su perro mientras salían corriendo no sé para dónde.
La sacudida ameritaba un desplazamiento que para muchos no es garantía de salvación ante un terremoto de tal envergadura. Me ubiqué, entonces, bajo el marco de la puerta y ahí me recosté, con el corazón palpitando un poco más de lo normal y sin duda alguna con cara de asustado.
Con plena seguridad de que el sismo había terminado, respiré hondo y busqué los únicos dos cigarros que quedaban en la cajetilla. El verdadero hálito de serenidad vino después de habérmelos fumado uno tras otro.
“¡Estás en El Salvador, cabrón!”, dijo el vecino de al lado que venía con su hijo, ambos con el torso desnudo, descalzos y solo con una pantaloneta. Ya antes había estado en dos desastres incluso mayores en mi país Costa Rica: el 22 de abril 1991, un terremoto de 6.4 de azotó el departamento caribeño de Limón (de donde yo soy originario), con un saldo de entre 400 y 600 muertos en 16 segundos de horror.
Más frescos en mi memoria (del de Limón solo recuerdo, con 5 años de edad, haber corrido hacia la puerta y mi madre llorando a la par mía) están los devastadores sismos de Cinchona (en alusión al nombre de la comunidad donde se dio el epicentro, ubicada en el departamento de Heredia) y el gran terremoto de Nicoya (pacífico norte del país), de 7,6 grados en el año 2012. “¡No, estamos en Centroamérica!”, le respondí con una risa nerviosa.
Pasados 10 minutos retomé la calma y publiqué en la red social Facebook: “No sé si fue terremoto, pero se sintió bien fuerte”, porque, por más que intentaba llamar a algunos amigos salvadoreños para enterarme de la magnitud, la saturación de la red telefónica hizo que no pudiera comunicarme.
De pronto llovieron los mensajes de texto, desde dicha red social, por parte familiares y amigos, tanto de aquí como de Costa Rica, que preguntaban por la fuerza del terremoto. En ese país centroamericano tembló dos veces: el primero de ellos de 5.3 y otro, 10 segundos después, de 3.3 grados. Ante las preguntas habituales de mis compatriotas (“¿dónde está? ¿no le pasó nada? ¿De cuánto fue?, ¿hubo daños?”), respondí con un salomónico “sí aquí todo está bien, gracias por la preocupación”. Esta, claro está, no le cerró el paso al humor: “¿ya le volvió el alma al cuerpo?” “¿rica la mecedora?”, escribieron algunos un poco más distendidos.
En ese ir y venir de impresiones, comentarios y bromas, la comunicación con mi familia costó, pero al final, vía Skype (las líneas continuaban saturadas 30 minutos después) conversamos y logré tranquilizarlos. Ellos conocían en los referentes previos del 86 y 2001 pero también la alta densidad poblacional de El Salvador que potencia que sismos como estos acaben en tragedia.
Al final, luego del barullo que son las redes sociales, los pasillos de los barrios y colonias y la competencia de los medios de comunicación por llevarse el primer lugar en cobertura, no queda otro camino que volver a la normalidad: dormir, cocinar para el almuerzo del día siguiente, completar asignaturas académicas, o limpiar una salita atestada de papeles inservibles y libros matizados por el polvo. Pero de esos 26 segundos de conmoción algo emerge una sentencia casi obligada: pese a que en nuestros países centroamericanos ha temblado toda la vida, cada nuevo terremoto llega con el ímpetu renovado, como si fuera el primero.