“Yo no le tengo miedo al cementerio; le guardo respeto, por eso no voy a la parte más alta después de las ocho de la noche. Los niños suben a la loma cuando les da la gana; yo no. Pero para mí el miedo está afuera, no aquí”, afirma Santos Mejía, quien creció, se casó y espera morir a la par de bóvedas, cruces y alguno que otro epitafio.
Él es el presidente del comité de vecinos de la colonia Colinas de Antiguo Cuscatlán, una comunidad de 52 familias fundada hace 58 años y ubicada dentro del cementerio municipal de Antiguo Cuscatlán. Aquí viven albañiles, motoristas, amas de casa, mecánicos obra de banco; en fin, trabajadores humildes, que comparten en comunidad sus satisfacciones y derrotas entre muertos, porque algunos tienen tumbas en medio de la sala de su casa.
A las 9:30 de la mañana el sol cumple una función casi decorativa: encandila pero no calienta. Hoy el viento le gana la partida por una simple razón: es octubre y los vigilantes del panteón cubiertos por la sombra de la entrada principal, miran cómodos el paso de los vehículos. Dos niños juegan chibola; el polvo se disemina cuando golpean una canica azul con la uña del dedo pulgar. Van corriendo detrás de ella, ambos todavía en pijama, porque son las 9:30 a.m. y su horario escolar empieza en la tarde.
Protegidas bajo cuatro árboles de eucalipto, la madre y abuela de los niños riegan las plantas y dan de comer a dos gallinas que no cesan de picotear. “Aquí ellos están tranquilos, pasan jugando y nadie los molesta. A veces se ponen a pelear entre ellos pero ya al ratito andan otra vez de amigos”, expresa sin interrumpir sus quehaceres.
La historia de Colinas es una prueba viviente del subdesarrollo urbanístico que vio nacer el gran San Salvador. Se formó en 1956 con solo cuatro familias en un terreno que tenían dos dueños: una parte era de un particular y la otra del municipio. Al enterarse de que la dueña de la propiedad hacía tiempo que no pagaba impuestos y a falta de una solución habitacional, decidieron tomarla.
Poco a poco fueron poblando la franja de tierra hasta sumar casi 400 habitantes que conviven diariamente con el cementerio. La comunidad como tal es un preámbulo al cementerio que transcurre colina arriba.
Colina arriba, con un pie en el suelo y el otro apoyado sobre una bóveda celeste, Santos Mejía, presidente de la asociación de vecinos de Colinas, limpiaba la tumba más vieja donde descansa en paz Juana Galiano desde el 17 de octubre de 1895. Lo primero que me comenta, con orgullo, es que aquí se vive libre de delincuencia. “Aquí no hay asesinatos ni asaltos ni nada de eso. Aquí no hay maras. Una vez quisieron meterse, hasta pintaron paredes, pero nosotros rapidito las volvimos a pintar y no permitimos que se metieran” cuenta.
Comunidades marginales como esta, sin homicidios, son una excepción en un país donde, según la PNC, matan a 11 personas todos los días. Las autoridades deberían brindar facilidades, algún aporte para mejorar sus viviendas o alguna ayuda social, pero la respuesta tanto de la alcaldesa de Antiguo Cuscatlán, como del gobierno central, ha sido el silencio, alega Mejía. Dice que en varias ocasiones han querido desalojarlos sin ofrecerles otra solución. Por más que la alcaldesa diga en medios de comunicación que los van a reubicar, nunca les han planteado nada concreto. Si a él y a su familia le ofrecen una vivienda con mejores condiciones que donde se ubica ahora, no dudaría en irse, aunque sin sentir cierta nostalgia por dejar el lugar donde creció, donde enterró a sus abuelos y a su madre, en una bóveda cubierta de un césped diminuto, lleno de vida.
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El cementerio está incrustado en medio de un colegio privado y otro panteón para personas de clase media alta. Los dueños del centro educativo mandaron a construir un muro de concreto por motivos de seguridad, dice un grupo de vecinos que están terminando de construir una bóveda. Bajo con Santos hasta el caserío en procura de Alejandra Sánchez, la octogenaria mujer que integró el grupo fundacional de familias de Colinas.
Doña Alejandra vigila celosamente una sopa de res que se cocina a la leña. Limpia sus manos con el delantal blanco y luego recibe de la esposa de su nieto un estuche donde guarda su documento único de identidad y una foto de su difunto esposo. Recostada sobre un poste de madera y dándole la espalda a su vivienda, contempla la imagen encogiendo sus ojos y esbozando una leve sonrisa.
Llegó de San José Villanueva a los 26 años con él; alrededor solo había cafetales, y el cementerio era más maleza que bóvedas. Ahora, igual que hace casi 60 años, se siente a gusto viviendo en Colinas porque nada la perturba, ni el bullicio de los vehículos ni el sonido de los televisores de las casas vecinas. “Cuando yo llegué decían que en las noches pasaba una señora vestida de blanco, pero yo nunca la vi” dice la señora de arrugas prominentes, sin perderle la vista a la sopa que se prepara con el fragor de la leña.
Ahora la tristeza parece doblegarla desde que su hijo Alejandro falleció en mayo de este año. Con él “por lo menos peleaba” y compartía su compañía, pero ahora pasa mucho tiempo sola y cuando está desocupada habla consigo misma, cuenta la esposa de su nieto. Ella, al verla así, le pide ayuda en la elaboración de arreglos florales que luego lleva a vender a quienes acuden al cementerio.
Unas casas arriba, Jaime López observa con atención el trabajo de soldadura de uno de los albañiles. Es habitante de la comunidad y hace una semana comenzó los trabajos de ampliación de su vivienda.
“Si no se puede crecer para los lados pues creceremos para arriba” expresa feliz mientras su hijo juega en la segunda planta donde se ubicará su cuarto, que compartirá con su otro hermano.
Confiesa que tras casi 10 años de trabajar como motorista privado, pudo ampliar su casa que alberga a su esposa y dos hijos. “Aquí cada quien sobrevive como puede; nos ayudamos entre nosotros porque nadie más nos echa una mano” recalca López, compitiendo con el ruido que produce el soldador.
Al hacer un recorrido por el caserío se refleja la convivencia de contrastes, pero resalta la unión de los vecinos. Si bien casi todas las viviendas tienen su baño propio, hay seis duchas comunitarias, de la cual se ve saliendo a una mujer de piernas gruesas y con una toalla colgándole de la cabeza cual turbante.
La mayoría de viviendas no son como la de Jaime. Predominan las paredes y los techos de zinc, y el piso de tierra en espacios pequeños. Una de ellas, justo a la mitad del barrio solo tiene una pieza con su respectiva cocina de leña; otras tienen paredes de cemento y hasta una de cable.
Aproximadamente una de cada tres está resguardada por perros que no se inmutan ante mi presencia.
Y en una, más grande que todas las demás porque también tiene un taller de carpintería, se ubica una bóveda. Sí, en plena sala de la casa de piso de tierra una cruz se convierte en el centro de atención del lugar. Adentro, en la cocina que también es lavadero, una mujer no se inmuta porque ya es natural para ella vivir con un muerto en casa. Justo al lado de la casa de la mujer hay otra tumba color turquesa; esta es pequeña, como de un niño.
Las historias de muertos que salen de sus tumbas para imponer el terror entre los seres humanos son solo eso, historias, mitos, entretenimiento que nada corresponde con la realidad, que para los habitantes de Colinas combina la tranquilidad de no vivir bajo el fuego cruzado de la violencia, y por otro lado, las penurias económicas. “Dicen que aquí han visto a la carreta chillona y que se oyen ruidos extraños en las noches, pero son historias normales que cuenta la gente que nunca ha vivido en un cementerio. Pero aquí todo el tiempo es como ve usted ahora: la gente trabajando los niños jugando. Todo normal”, explica el presidente del comité vecinal.
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Santos Mejía hace una pausa, agacha la cabeza ligeramente y medita. No nos dice lo que piensa pero en su mirada hay desencanto. Recuerda como en tiempo electoral, las promesas de mejoras a la situación de las familias no pasan de ser intenciones ficticias destinadas al olvido.
Le desilusiona saber cómo en uno de los municipios más prósperos del país, que incluye sitios emblemáticos como la Embajada Americana, la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, o exclusivos residenciales, deben ingeniársela ellos mismos, que pusieron servicios básicos como la luz o el agua con recibo comunitario.
“Para el resto de las personas, los que pasan y nos ven desde afuera, nosotros no existimos, por eso más bien nos sentimos seguros aquí, aunque estemos entre muertos” expresó Mejía.
Hay fechas en que se sienten privilegiados, aunque sea por un día, como por ejemplo los 2 de noviembre, cuando el camposanto se inunda de salvadoreños que acuden a enflorar a sus difuntos. Los lugareños esperan con expectación este día para ganarse un dinero extra con la venta de flores, refrescos, pasteles, galletas y otros productos.
Hay fechas como hoy, un día ordinario donde los vientos de octubre peinan la maleza y botan a las gallinas que intentaban hacer de equilibristas al pararse sobre las cruces de las tumbas. Desde la parte alta observo en una de las casas a tres hombres que escuchan una cumbia mientras juegan a las damas, beben cerveza y espantan constantemente los mosquitos con sus manos. A mi lado los albañiles echan los últimos puñados de cemento a la bóveda recién terminada. Faltan pocos días para el día de los muertos, donde habrá más gente que tumbas y los habitantes de Colinas, igual que hoy, no se cambiarán por nada.
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