Franklin Ortiz no era un “maestro de obras” común. Tampoco vivía del salario que, desde cinco años atrás, le pagaban en la Alcaldía de Santa Tecla. Tenía una oficina privada donde laboraban con él tres o cuatro empleados. Era asalariado municipal. Pero también patrón.
En esa oficina -adonde llegaba casi siempre a las siete de la mañana y luego cuando anochecía- elaboraba planos y otros diseños. Hasta ofrecía servicios para pintar paredes de cemento con forestas, pájaros o cualquier animal.
El día que mataron a Franklin Ortiz y lo descuartizaron en muchos pedazos, llegó a su oficina particular, localizada en una céntrica calle de Santa Tecla, cerca de la alcaldía. Habló con sus empleados y se fue a desayunar a la pupusería cercana.
“Voy a ver a unos inversionistas nicaragüenses que quieren hacer unas viviendas”, le dijo a un empleado. Y hasta le adelantó el lugar donde se reuniría con ellos: en el hotel Hilton Princess, donde ahora los investigadores buscan, desesperadamente, un video que puedan presentar en el tribunal penal.
Franklin Ortiz se fue rápido de su empresa ese viernes 29 de agosto. Posiblemente no fue a trabajar o podía moverse con liberalidad en la alcaldía de Santa Tecla. Su prioridad era hablar con los supuestos inversionistas nicaragüenses.
Sus empleados dicen que estaba tan esperanzado con esa reunión que sostendría con los “nicaragüenses” que hasta fue, muy temprano, a comprarse ropa nueva para que en el hotel lo miraran bien presentado.
Por la tarde, Franklin Ortiz cumplió con sus deberes. Luego, regresó a su casa en Ciudad Delgado y a eso de las siete de noche salió, como cuentan sus familiares, hacia el hotel Princess, donde supuestos nicaragüenses le encargarían el diseño de unas casas que querían construir aquí.
Franklin se marchó en su pick up gris. Llevaba consigo una computadora laptop y un portafolio en los que, se dice, llevaba los diseños de una casa. En sus manos, también llevaba un teléfono Galaxy.
Cuatro días antes del crimen de Franklin, Rodrigo Chávez Palacios, un graduado de una escuela de negocios local, hijo de un veterano político, y la directora de una escuela de comunicación, había enviado sus primeros mensajes a dos hondureños vinculados con el narcotráfico internacional y posiblemente con venta ilegal de vehículos.
Desde el 25 de agosto, Chávez -quien había construido su relación con los narcotraficantes hondureños, desde hace algún tiempo- le enviaba mensajes telefónicos a sus amigos.
Se trataba de Raúl Armando Fajardo Vindel, un hondureño de sólo 26 años, y de Eleazar Rodríguez. Ambos estaban hospedados en un hotel de la colonia San Benito, llamado “Mesón de María”, adonde Rodrigo Chávez les había reservado una habitación doble.
Fajardo escribió, a través de WhatsApp, a Chávez en su teléfono:
– Hola, abogado. ¿Qué tal?
Chávez: Doctorazo, ¿cómo le va? Que alegre que me escriba. He estado planeando cosas. Hablé con nuestra beneficiaria y está tranquila. También contacté a un abogado en Miami, en caso que se necesite. Espero que en septiembre hagamos lo del Amarok.
Fajardo: Que bueno abogado. Ojalá no sea para finales de septiembre. Urge billete.
Chávez: Sí, yo sé que ahorita es crítico el flujo de caja, efectivo.
Fajardo: Parece que sí es cierto. Davivienda llamó a los de GPS para pedir los registros.
Chávez: Eso es bueno…
Evidentemente, Chávez y Fajardo hablan de un asunto de un vehículo seguramente robado en el que participaba el banco Davivienda como empresa afectada.
Pero, más tarde, Fajardo le escribe a Chávez:
– Abogado, quería recordarle sobre los fondos que usted me prometió para el fin de mes, respecto a lo del Hilux, porque es con lo único que cuento hasta el momento.
Chávez: Ahhh. Okey.
Fajardo le insiste si será posible. “Lo que pasa, responde Chávez, es que no ha puesto a su nombre el Hilux, pero yo veré cómo le saco esos fondos”.
Por lo menos el 25 de agosto, cuando ambos se cruzan ese mensaje, no hay en el teléfono de Chávez nada que lo involucre con Franklin Ortiz, el hombre asesinado y descuartizado en la colonia Lomas de San Francisco.
Aunque en esos diálogos no mencionan nada del crimen, ese mismo día (25 de agosto del 2014), Rodrigo Chávez compró un arma mediante un verdadero engaño. El camino lo estaban preparando. Franklin Ortiz tenía su vida vendida.
Compra de un arma
El mismo día en que Rodrigo Chávez y el hondureño Fajardo dialogaron sobre un negocio que mantenían con un vehículo Hilux y la necesidad de transar algún dinero, Chávez buscó a un hombre a quien le ofreció trabajo como guardaespaldas.
Con su cabeza díscola, Rodrigo Chávez llamó a “Fermín” y le dijo que el 5 de septiembre vendría su jefe, el canadiense Thomas Shack, y que necesitaba que resguardara su vida.
Chávez fue, hace bastante tiempo, representante de la empresa minera canadiense llamada Pacific Rim, pero por problemas legales fue destituido de su cargo.
Quizá recordando su antiguo puesto, Chávez le dijo a “Fermín” que le pagaría $2,300 si cuidaba a su jefe. El hombre aceptó la propuesta.
Eso le sirvió a Chávez para comprar una arma de fuego el 27 de agosto, dos días antes del asesinato de Franklin Ortiz. La legalizó a nombre de “Fermín”. El horrendo asesinato estaba planeado con mucha antelación.
La pistola era calibre 9 milímetros, color negro. Tiene estampada una estrella.
“Fermín” le dijo a las autoridades que Rodrigo Chávez nunca le entregó el arma. Luego se dio cuenta de que estaba inscrita a su nombre. Y esa pistola fue la que, precisamente, se utilizó para matar a Ortiz como lo comprobarían más tarde los investigadores del caso.
El mismo día que Chávez compró la pistola 9 milímetros, el hondureño Fajardo volvió a conectarse con el salvadoreño:
Fajardo: ¿Qué tal doctor?
Chávez: Hola doctor.
Fajardo: ¿Cómo vamos?
Chávez: Tranquilo, todo bien, mañana le haría el giro para el alquiler de lo que hablamos, el juguete está listo, ahora compro las municiones y más tarde le envío fotos del lugar.
Fajardo: Perfecto, abogado.
Chávez: También tengo el cuchillo de cocina, set.
Fajardo: Así me voy haciendo la idea ya.
Chávez: Sólo faltan las bolsas.
Fajardo: También tengo listo el carro y la otra persona.
Chávez: Perfecto, entonces estamos… ¿y las cositas para amarrar?
Fajardo: Jajajaja, abogado yo creo que va a ser mejor con la bolsita. Lo guardamos y si quiere asegurar adonde lo vayamos a botar ya solo le pegamos un par de confites. Ya los tengo, ahí los llevo.
Ebrio y encarrerado
No se sabe con certeza si Franklin Ortiz y Rodrigo Chávez se reunieron en el hotel Hilton Princess.
Lo que sí se tiene probado es que, el mismo viernes 29 de agosto, a eso de las diez de la noche, Rodrigo Chávez llegó apresurado a la oficina privada de Franklin Ortiz. Estaba ebrio. Olía fuertemente a licor.
Ante eso, dos vigilantes del sitio donde también opera un car wash y una sala de belleza, al lado de una pupusería, le paran el paso a Rodrigo Chávez. El graduado de la escuela de negocios y excolaborador de las páginas editoriales de un diario local, conducía el pick up de Franklin Ortiz.
También llevaba en sus manos las llaves de la oficina privada de Ortiz, los vigilantes lo dejaron pasar a la oficina que está construida en un segundo piso y sobre el sitio donde opera el car wash. “Me mandó Frank a sacar unos documentos”, le dijo a los vigilantes.
Chávez no viajaba sólo en el vehículo de Franklin Ortiz. Un hombre, aún no identificado, conducía el pick up. Eso sí: posiblemente también estaba ebrio. Tanto que en una de las maniobras con el auto golpeó otro vehículo que estaba estacionado. El vigilante prefirió no intervenir en ese asunto.
Algunos minutos más tarde, Chávez bajó de la oficina de Franklin con un sobre de papel manila en sus manos. Los vigilantes miraron lo que llevaba. También vieron que lleva su cabello bien recortado. Eso lo hace cambiar su apariencia un poco.
Al día siguiente, sus empleados llegaron por la mañana a la oficina privada donde se elaboran planos y se cumplen otros menesteres.
Uno de los empleados que laboraban ahí y que conocía con detalle los negocios de Franklin Ortiz, grita la alerta: “!Puta, faltan tres mil dólares!
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